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Nosotros somos la tierra, el agua, las semillas, el aire, no somos ‘el campo’. Para nosotros la naturaleza no un recurso sino un bien común que es sujeto de derecho y que debemos custodiar para los pueblos y las futuras generaciones. Con la tierra hemos constituido por décadas comunidades de cultura, vida, arte y producción de alimentos para nosotros y para los pueblos y ciudades que circundan los territorios donde habitamos. Aún resistimos a través de la agricultura campesina e indígena y mantenemos un potencial capaz de desarrollar procesos y tecnologías sanas de producción de alimentos para la población argentina”. Recitando casi de memoria parte del texto del último documento del Movimiento Nacional Campesino Indígena, Ángel Strapazzón, uno de los fundadores y principal activista del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), se emociona y fija posición respecto del lock out de las organizaciones agrarias. “No nos sumamos porque lo que se está defendiendo son las enormes ganancias de la soja y acá ese cultivo no ha traído más que problemas. Como país ha devastado más del 60 por ciento de la producción y la diversidad de alimentos, arrasó al productor, su campito agricultores familiares pequeños y medianos”. Strapazzón hace referencia al aceitado sistema de represión y miedo motorizado por matones y mercenarios a sueldo de los grandes productores que sistemáticamente y desde que comenzó el boom de la soja, han echado a unas 300.000 familias de campesinos. Una expulsión que no solo se hace mediante el uso de la “mano de obra desocupada” remanente de las oscuras épocas de la dictadura. El cultivo en sí es un modelo de la desaparición. Como sucede en otras provincias del país, el mar de soja arrasa con todo. Cultivos de algodón, zapallo, batata, sandía, maíz, verduras, frutas y hortalizas has desaparecido casi en su totalidad así como los pastizales para alimentar el ganado (vacas, cerdos, cabras y yeguas). “Y lo que no es expulsado por el monocultivo muere debido al efecto de los agrotóxicos como el Roundup, el glifosato de Monsanto, que los aviones fumigan sobre los campos de soja y que el viento se encarga de esparcir hasta 5 kilómetros a la redonda”, afirma Strapazzón.



Dentro de los animales en vías de pronta extinción se pueden contar los matacos, el chancho del monte, la charata, palomas, perdices, el peludo, el pichi y el oso hormiguero y la guasuncha (una cabra del monte).
Las napas de agua también se contaminan y los pocos árboles que quedan, como el algarrobo o el paraíso, se van quemando de arriba hacia abajo a medida que les cae el herbicida. El bosque de quebracho es solo un recuerdo, los terratenientes ni se molestaron en talar los árboles, directamente les prendieron fuego. Esto trajo como resultado que, así como algunas especies ya no se ven, otras hacen su multitudinaria aparición. Es el caso de la tucura quebrachera, una langosta gigante de enorme voracidad que originalmente habitaba en dichos árboles y ahora sale a comer lo que encuentra.








Del durmiente a la huerta

La gran dureza de la madera del quebracho es ideal para fabricar durmientes de vías férreas y para obras que deben permanecer en contacto con agua, tierra y soportar grandes pesos. Su alto valor calórico también la hace insuperable como combustible y su riqueza en taninos en un insumo básico en la curtiembre de cueros y tintura para telas. Es fácil imaginar lo que todo esto significaba hace un siglo y medio. Es por ello que la explotación de este árbol marcó la historia del interior santiagueño. Hasta mediados del siglo XX La Forestal taló solo en Santiago del Estero más de diez millones de hectáreas sin preocuparse jamás en reforestar (el quebracho tarda décadas desde que se siembra hasta que se lo puede transformar en madera). Cuando cerca de 1940 el monte comenzó a dar muestras de agotamiento, los ingleses levantaron campamento y dejaron un tendal de hacheros sin trabajo, familias sin sustento, montes devastados, pueblos que se fueron vaciando.



Lentamente, durante el medio siglo siguiente, el monte comenzó a recomponerse, de la mano de las familias sobrevivientes que, abriendo caminos a machete y pala, y perforando pozos de agua, cultivaron algodón, sandías, maíz, zapallo, sorgo y criaron animales. Como la venta del excedente de la producción se hacía cada vez más difícil, muchos campesinos iban a trabajar en la cosecha en campos de Santiago, Córdoba o el norte bonaerense.

Con el tiempo, algunos inversionistas les empezaron a echar el ojo a esas tierras fiscales. Que allí viviera gente no fue impedimento para que el Estado vendiera, los empresarios compraran y los pobladores se enteraran recién cuando llegaba la orden de desalojo. Los primeros enfrentamientos se producen en la década del '60 pero los conflictos verdaderamente se intensificaron en los '80. La resistencia a los desalojos comenzó a darse de manera sistemática en torno de organizaciones de base promovidas por curas cercanos a la Teología de la Liberación. En 1989 se formó la comisión central de pequeños productores Ashpa Sumaj (Tierra India) y el 4 de agosto de 1990 nació formalmente el MOCASE. A diferencia del Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, que ocupan terrenos improductivas que están en manos de los grandes terratenientes,los campesinos resisten el desalojo del lugar que los vio nacer y al que cultivan desde entonces. Su principal herramienta jurídica es la ley de posesión veinteañal contemplada en la Constitución Argentina y en el Derecho Internacional, así como la legítima autodefensa contemplada en el Código Civil, en sus artículos 2468-2470. “Nosotros nunca necesitamos alambre, pero ellos nos obligan para defendernos, aclara Ángel. Ahora queremos alambrar el lote entero y hacerlo comunitario, sin divisiones. Cerrar el campo para que no nos entren y vivir como estamos viviendo, que los animales estén juntos, sembrar ahí adentro cada uno pero también hacer cultivos juntos. Porque además estamos viendo que, desde que nos organizamos, los jóvenes ya no se van. Se juntan y se están quedando aquí para trabajar en el campo”.

La instancia básica de participación y decisión del MOCASE son las comunidades de base, conformadas por un número variable de familias, según el grado de desarrollo en cada lugar. Cada una de ellas elige uno o dos delegados, rotándolos con la suficiente frecuencia “para que no haya uno que tenga que hacer todo, y para que todos vayan aprendiendo”, dice Gabriel Sequeira. Las reuniones se realizan cada quince días, una tarea para nada fácil si se tiene en cuenta que las casas suelen estar salpicadas por el monte, a kilómetros unas de otras, unidas por caminos hechos a pala.

Las comunidades de base, a su vez, se reúnen en torno a una central. La de Quimili, por ejemplo, está conformada por 12 comunidades. En toda la provincia de Santiago del Estero hay más de 200 comunidades agrupadas en siete centrales. La central elige también sus representantes, y mensualmente hay una reunión general del movimiento en una sede distinta, para que no deban viajar a dedo por la provincia siempre los mismos.

En cada una de ellas funcionan varias secretarías (tierra, agua y medioambiente, comunicación, proyectos productivos, juventud, salud y educación) y se respetan la representatividad de cada central, así como cupos femeninos y juveniles. También hay un equipo jurídico y otro de profesionales que realizan para la elaboración de proyectos productivos. El esquema recrea el trabajo realizado por Joao Pedro Stédile, uno de los líderes del MST brasileño, cuando afirmaba que “acá no hay técnicos ni campesinos, somos todos trabajadores rurales. Algunos de mano blanda y otros de mano dura. Cada uno hace aquello que puede aportar al colectivo”.
La mayoría de los campesinos del MOCASE aún no tienen el título de sus tierras a pesar de trabajarla hace más de veinte años y de las promesas hechas por el gobierno nacional luego de intervenir el mandato de Juárez, entre otras cosas, por la permanente violación de los derechos campesinos y la falsificación de títulos de propiedad entregados a empresas sojeras. “Acá no hay minifundio, las comunidades son bastantes sustentables y estamos hablando de miles de hectáreas cultivadas entre treinta o cincuenta familias”, aclara Deolinda Carrizo, otro de los miembros del movimiento. “También dentro del MOCASE hay comunidades indígenas y familias como los Santillán que son diez hermanos que tienen 900 vacas. Están los que siembran alfalfa. También hay en lo que se llama la zona de riego del Salado y el Dulce, huerteros que cultivan cebollas, ajos, naranjas, mandarinas. Hay quienes proveen al mercado grande o el que está rodeado de cooperativas o empresas que incluso exportan cebolla y ajo enlatado a Brasil”. Eso es lo que defiende el MOCASE, la libertad de trabajar, producir y vivir como lo vienen haciendo desde hace años.




Unidos o dominados

Con el nuevo gobernador, Gerardo Zamora, la cosa no parece haber cambiado demasiado. Semanalmente se dan dos o tres casos de abusos contra campesinos, sean o no del MOCASE. Uno de los últimos es el de Miguel Rodríguez, un campesino de 67 años que denunció al terrateniente Claudio Trono y a su esbirro Daniel Quin, por agresiones y el robo de dieciséis chanchos (que fueron encontrados por sus hijos en lo de un familiar de este último). En la comisaría luego de tomarle declaración a Rodríguez, ¡lo tuvieron detenido durante 20 días!

Para afrontar los diarios y continuos atropellos, el MOCASE cuenta con un equipo jurídico integrado por una psicóloga jurista, una abogada, dos abogados y dos procuradores. “Tenemos 597 casos de juicios de tierras, la inmensa mayoría son de comunidades, y una causa civil tiene lamentablemente una duración de diez a quince años, se queja Strapazzón, y para un sector tan económicamente empobrecido como el de los campesinos, es muy costoso el seguimiento de los juicios”. El MOCASE entonces organizó un sistema de aportes colectivos de sus centrales campesinas. “En general mantener el equipo jurídico le cuesta a cada familia por año, un cabrito servido en una mesa de un restaurant local, es decir más o menos 50 pesos por año. Con este sistema estamos juntando unos seis mil pesos por mes, que es lo que le damos al equipo jurídico para que se mueva, no sé si les queda algo para ellos en concepto de salarios. Ellos siempre dicen que van a cobrar cuando se gane algún juicio, lo hacen como parte de la militancia”.

Además de los pleitos jurídicos, en el MOCASE no dudan en utilizar otros métodos en la defensa de sus derechos y aunque sus atacantes tienen armas, ellos cuentan con la inteligencia y un gran conocimiento del terreno. “Conocemos el monte y sabemos cómo acercarnos sin que nos vean y asustarlos, o hacerles creer que somos muchos más de los que somos” cuenta Strapazzón. En más de una oportunidad fueron las mujeres las que se pararon delante de la topadora e impidieron que demolieran un rancho o entre varias pusieron en fuga a uno de los matones mandados por los sojeros.



Lo que más indigna es saber que mientras muchos campesinos son expulsados a la fuerza de sus tierras con la falsa excusa de la ilegalidad, algunos amigos de los poderosos aumentan sus propiedades de manera bastante oscura. Según denuncia la gente del MOCASE, el ex comisario Musa Azar tiene tierras en varios lugares de Santiago del Estero. “Son entre 4.000 y 6.000 hectáreas que pertenecen al fisco y que en un tiempo las arrendaba para criar vacas, pero las sacaron cuando vino la intervención del gobierno nacional” dice Strapazzón. “Yo me pregunto por qué no entregan esas tierras a movimientos sociales para que muchos de nuestros coterráneos, indígenas o campesinos que están desocupados o en un trabajo precario puedan volver a la práctica productiva. Eso se podría hacer por medio de programas dependientes de la subsecretaría de medio ambiente, donde está Picolotti, programas muy interesantes de desarrollo productivo, de reforestación que se llama Forestar, el Programa Social Agropecuario”.

El histórico olvido de los sucesivos gobiernos y de las entidades agrarias hace que el MOCASE no participe de los cortes de ruta porque “las agrupaciones que lo llevan a cabo no nos representan”, dice Marcelo Coria del MOCAFOR (Movimiento Campesino de Formosa, aliado del MOCASE) “sino que defienden un modelo que excluye a los campesinos, están del lado de los que tienen cientos de hectáreas en la pampa húmeda, que son los que hacen los grandes negocios con la soja, el maíz y otros productos, que pelean por tener más plata en el bolsillo”.

El desafío inmenso que plantea el Movimiento Nacional Campesino Indígena, del que el MOCASE forma parte, es “construir herramientas de desarrollo rural independientes de las presiones hegemónicas de los grandes grupos económicos y políticos” y para ello propone las creación de una Secretaría de Desarrollo Rural, un Programa de Reforma Agraria Integral, Programas de Desarrollo de la Agricultura Campesina, Indígena, Urbana y Agroecológica. Eso ayudaría a evitar la desaparición de los pequeños y medianos productores, y garantizaría “la producción de alimentos sanos a través de quienes sueñan un país libre, justo y soberano”. Para que nunca más, en un país que produce alimentos para 400 millones de personas, haya gente que se muera de hambre.