Inmediatamente cuando las fotografías saltan a la vista, producen una sensación de asombro e incredulidad. Un instante de desconcierto nos invade, como si nos hubiéramos perdido de algo muy relevante. Un sentimiento de nostalgia, extrañeza que obliga a fruncir el ceño y buscar en la memoria histórica recuerdos de cómo ha ocurrido esa transformación, explicaciones de cómo podemos encontrar tan súbitamente ajeno algo que sentimos propio, tan distinto algo que pensábamos conocer. Éstas son algunas de las emociones que transmite la obra de Manuel Ramos.
El relato de Ramos transcurre entre el final del siglo XIX y las tres primeras décadas del siglo XX. Con ese instinto que caracteriza a los mejores periodistas, Ramos estuvo presente en los momentos decisivos de la revolución que se forjó en la primera década de mil novecientos de la mano del magonismo y por fuerza de protestas que perdieron su cauce cuando Madero, por orden del más allá, marcó a las seis de la tarde del 20 de noviembre como el momento justo para levantarse en armas; la que se popularizó vertiginosamente a su paso por Chihuahua y Morelos y que por un instante perdido en el tiempo, breve como un pestañeo, pretendió más que nunca un cambio radical en la historia de este país.
Ramos estuvo presente en aquel histórico 6 de diciembre de 1914, cuando Zapata y Villa entraron a la Ciudad de México. De sombrero de charro y kepí, avanzaron por la calzada de Tlacopan, Rosales, Reforma, Juárez y finalmente por San Francisco, que días después sería llamado Madero por el mismo Villa. Al entrar a Palacio Nacional, donde los dos caudillos se entrevistarían con Eulalio Gutiérrez, pasaron por un salón con cuatro sillas, una de las cuales llamó poderosamente su atención: garigoleada, pequeña en comparación con las demás y con el águila del Imperio de Maximiliano en el respaldo. Entonces se produjo una de las imágenes más famosas de la historia nacional, y Ramos estuvo ahí para inmortalizarla:
“Villa sentado, apoltronado en la silla, con un uniforme oscuro y mitazas de cuero (…) flanqueándolos, Urbina a la izquierda de Villa (mechón de pelo rebelde, ojos muy claros) y Otilio Montaño, con la frente aún vendada a la derecha de Zapata, (…) que está hablando con Villa y éste parece hallarse fascinado por el sombrero de charro que Emiliano tiene en las rodillas. A Villa, al que enloquecían los sombreros, debe de haberle causado un choque el del suriano, un sombrero jarano de piel de conejo de anchas alas, de los llamados de 20 onzas”.
El trabajo de Ramos no se limitó a la Revolución, también supo capturar a través de su lente los cambios de una sociedad que esperó inquieta y recibió convulsa la llegada de la “modernidad”, de las instituciones y con ello, la entrada de lleno al contexto mundial como nación liberal. Atrás había quedado la guerra, los conflictos armados y la vertiginosa sucesión de poder. Era el inicio del México contemporáneo, el último paso para entender cómo se forjó el presente. La capital del país no volvería a ser la misma.
Las imágenes de Manuel Ramos también dan para perderse en la imaginación, jugar con la temporalidad y observar a lo lejos el valle del Anáhuac, sitio predilecto por la historia para hacerse y rehacerse vestida en ropajes de teotihuacanos o nahuas, aztecas o españoles, franceses o estadounidenses, aristócratas o liberales.
“Dime, Maximiliano, ¿qué has hecho tú de tu vida desde que moriste en Querétaro como un héroe y como un perro, pidiéndole a tus asesinos que apuntaran al pecho y gritando Viva México, qué has hecho sino quedarte quieto en los retratos de los palacios y de los museos (…) ¿Qué has hecho sino quedarte quieto desde entonces, para que quieta y calladamente tu barba vuelva a crecer y cubra las rojas, coaguladas medallas que compraste en el Cerro de las Campanas, qué has hecho, Maximiliano, mientras yo me he vuelto cada día más vieja y más loca? ¿Qué has hecho tú, dime, aparte de morirte en México?”
“Y ahora, ¿quién de los vivos, quién que te haya visto alguna vez bañarte en el mismo manantial de los jardines colgantes de Chapultepec donde se bañaba La Malinche, puede decir que nos vio desde las terrazas del alcázar contemplar los lagos de Xaltocan y de Chalco bordados con nenúfares y más allá las montañas nevadas como alas de ángeles y arriba el cielo puro de Anáhuac? Me vestí, para los pintores de la corte, de campesina lombarda y de china poblana(…) en el Portal de Mercaderes de la ciudad de México compré rebozos de seda y lacas de Olinalá, chirimoyas y flores de Nochebuena. Leí en voz alta los poemas del Rey Nezahualcóyotl y me aprendí de memoria la leyenda del Señor del Veneno de la Calle de Puerta Coeli…”
La obra de Manuel Ramos no sólo es de una valía documental innegable, es también el epíteto de un brillante cronista gráfico que plasmó el ritmo y la vitalidad de la
Ciudad de México, sirve como un relato que captura a cada momento la esencia de la transformación que sufrió la capital y el país: un México de identidad creada, de instituciones que dieron forma a la tragedia contemporánea. Un México que desde hace un siglo marcha hacia la “modernidad” al tiempo que reniega de su pasado.El relato de Ramos transcurre entre el final del siglo XIX y las tres primeras décadas del siglo XX. Con ese instinto que caracteriza a los mejores periodistas, Ramos estuvo presente en los momentos decisivos de la revolución que se forjó en la primera década de mil novecientos de la mano del magonismo y por fuerza de protestas que perdieron su cauce cuando Madero, por orden del más allá, marcó a las seis de la tarde del 20 de noviembre como el momento justo para levantarse en armas; la que se popularizó vertiginosamente a su paso por Chihuahua y Morelos y que por un instante perdido en el tiempo, breve como un pestañeo, pretendió más que nunca un cambio radical en la historia de este país.
Ramos estuvo presente en aquel histórico 6 de diciembre de 1914, cuando Zapata y Villa entraron a la Ciudad de México. De sombrero de charro y kepí, avanzaron por la calzada de Tlacopan, Rosales, Reforma, Juárez y finalmente por San Francisco, que días después sería llamado Madero por el mismo Villa. Al entrar a Palacio Nacional, donde los dos caudillos se entrevistarían con Eulalio Gutiérrez, pasaron por un salón con cuatro sillas, una de las cuales llamó poderosamente su atención: garigoleada, pequeña en comparación con las demás y con el águila del Imperio de Maximiliano en el respaldo. Entonces se produjo una de las imágenes más famosas de la historia nacional, y Ramos estuvo ahí para inmortalizarla:
“Villa sentado, apoltronado en la silla, con un uniforme oscuro y mitazas de cuero (…) flanqueándolos, Urbina a la izquierda de Villa (mechón de pelo rebelde, ojos muy claros) y Otilio Montaño, con la frente aún vendada a la derecha de Zapata, (…) que está hablando con Villa y éste parece hallarse fascinado por el sombrero de charro que Emiliano tiene en las rodillas. A Villa, al que enloquecían los sombreros, debe de haberle causado un choque el del suriano, un sombrero jarano de piel de conejo de anchas alas, de los llamados de 20 onzas”.
El trabajo de Ramos no se limitó a la Revolución, también supo capturar a través de su lente los cambios de una sociedad que esperó inquieta y recibió convulsa la llegada de la “modernidad”, de las instituciones y con ello, la entrada de lleno al contexto mundial como nación liberal. Atrás había quedado la guerra, los conflictos armados y la vertiginosa sucesión de poder. Era el inicio del México contemporáneo, el último paso para entender cómo se forjó el presente. La capital del país no volvería a ser la misma.
Las imágenes de Manuel Ramos también dan para perderse en la imaginación, jugar con la temporalidad y observar a lo lejos el valle del Anáhuac, sitio predilecto por la historia para hacerse y rehacerse vestida en ropajes de teotihuacanos o nahuas, aztecas o españoles, franceses o estadounidenses, aristócratas o liberales.
“Dime, Maximiliano, ¿qué has hecho tú de tu vida desde que moriste en Querétaro como un héroe y como un perro, pidiéndole a tus asesinos que apuntaran al pecho y gritando Viva México, qué has hecho sino quedarte quieto en los retratos de los palacios y de los museos (…) ¿Qué has hecho sino quedarte quieto desde entonces, para que quieta y calladamente tu barba vuelva a crecer y cubra las rojas, coaguladas medallas que compraste en el Cerro de las Campanas, qué has hecho, Maximiliano, mientras yo me he vuelto cada día más vieja y más loca? ¿Qué has hecho tú, dime, aparte de morirte en México?”
“Y ahora, ¿quién de los vivos, quién que te haya visto alguna vez bañarte en el mismo manantial de los jardines colgantes de Chapultepec donde se bañaba La Malinche, puede decir que nos vio desde las terrazas del alcázar contemplar los lagos de Xaltocan y de Chalco bordados con nenúfares y más allá las montañas nevadas como alas de ángeles y arriba el cielo puro de Anáhuac? Me vestí, para los pintores de la corte, de campesina lombarda y de china poblana(…) en el Portal de Mercaderes de la ciudad de México compré rebozos de seda y lacas de Olinalá, chirimoyas y flores de Nochebuena. Leí en voz alta los poemas del Rey Nezahualcóyotl y me aprendí de memoria la leyenda del Señor del Veneno de la Calle de Puerta Coeli…”
La obra de Manuel Ramos no sólo es de una valía documental innegable, es también el epíteto de un brillante cronista gráfico que plasmó el ritmo y la vitalidad de la