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Los terremotos, también conocidos como temblores o seísmos, pueden ser extremadamente destructivos por lo que es difícil imaginar que ocurran todos los días, alrededor del mundo, en forma de pequeños temblores.




Casi el 80 por ciento de los seísmos del planeta ocurren en las costas del Pacífico, un área que también recibe el nombre de «Anillo de Fuego» por la gran actividad volcánica que presenta. La mayoría de los terremotos ocurren en zonas sísmicas o fallas geológicas, donde las placas tectónicas (gigantes placas rocosas que conforman la corteza superior del globo terráqueo) colisionan o se rozan entre sí. Estos impactos son, normalmente, graduales e imperceptibles en la superficie; sin embargo, una inmensa tensión se puede acumular entre las placas. Cuando esta tensión se libera rápidamente, se emiten vibraciones masivas, denominadas ondas sísmicas, a cientos de kilómetros.



Los científicos asignan escalas a los movimientos telúricos en función de la magnitud o duración de sus ondas sísmicas. Un seísmo que mida de 3 a 5 grados se considera leve; de 5 a 7 es moderado a fuerte; de 7 a 8 muy fuerte y al superar los 8 grados se considera catastrófico.




De media, los terremotos de 8 grados de magnitud ocurren en algún lugar del mundo cada año y casi 10.000 personas fallecen anualmente por dicha causa. Las edificaciones que se derrumban son las responsables, con diferencia, de la mayor parte de las víctimas, pero la destrucción se exacerba por los deslaves, deslizamientos, incendios, inundaciones o tsunamis que acompañan al seísmo.







Las muertes se pueden evitar mediante la creación de planes de emergencia, la formación y la construcción de edificios que oscilen en lugar de quebrarse a causa de la tensión originada por las ondas sísmicas.