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Una prostituta llamada “Política”

(Pongo, como primera palabra, la palabra respeto.
No por la clase política, sino hacia las prostitutas)

Tiene resaca del estado de embriaguez en el que ha pervivido durante los últimos años. Ha asistido a una fiesta interminable y exclusiva, donde los sobres repletos de dinero iban y van de una mano (sucia) a otra;

donde el mercadeo de cargos, inexistentes antes de que fueran creados a medida para aquellos a quienes se le adeudaban impagables favores, era y es practica rutinaria e inocente; donde se hizo, y se hace patente, un matiz nuevo de la teoría de los vasos comunicantes: bolsillos comunicados para contener lo robado al ciudadano ignorante y anestesiado, trasvase de una liquidez ajena que desertiza la esperanza de las víctimas de su robo.


Se ha instalado en un burdel de paredes tapizadas con acciones de bolsa, cheques, documentos que reflejan movimientos fantasmagóricos de cuentas en paraísos fiscales, de los que el ciudadano que se asfixia no conoce ni su localización.

Vomita demagogia en su borrachera de poder y de dinero, sobre nuestro ánimo y nuestra esperanza. Es una prostituta que se llama política. Presta a comercializar con su poder y chantajear a la realidad, que ella deforma y forma a su antojo caprichoso, la prostituta nos mira desafiante, sabedora de que está ganando la más malvada de las partidas.

Me temo que no nos hemos dado cuenta todavía de cómo vive, y se desvive, esta prostituta que tiene rostro de campaña electoral, andares oficiales y manos largas, muy largas.

Me temo que a fuerza de conocer parte de sus trapicheos, que caen sobre nuestro día a día en forma de noticia-cuchillada que describe su corrupto proceder, nos estamos inmunizando ante su enfermedad, de la que no podremos curarnos.

Hay denuncias, imputados, tramas, redes, operaciones con nombres de película de Hollywood, casos a los que se unen apellidos, sospechas y colocación masiva de dos adjetivos, excesivamente frecuentes en el lenguaje del nosotros colectivo: corrupto e imputado.

Una lee cada día un nombre nuevo, parapetado en un cargo político, que cae en el descubrimiento de su corrupción, del tráfico de influencias, del expolio, sin pudor, de lo ajeno.

La mente intenta hallar una razón para comprender cómo todos ellos y ellas, moradores del prostíbulo donde corren los desfalcos y las mentiras, han podido cruzar un límite que una cree que es un umbral universalmente aceptado como infranqueable.

No es así. Se han acostumbrado al espejismo del todo-vale ya que ni la ley, ni la autoridad, comprada por ellos con los mismos sobres que manosean y hacen circular, les han parado los pies. Fascistas, socialistas, peperos, banqueros, curas, economistas, brokers, inquilinos del burdel donde se esconden para vivir un universo paralelo donde alguien, el capitalismo y la supuesta democracia, han borrado de su película las cifras que duelen al otro lado de su recinto dorado: 1.800.000 familias con todos sus miembros en paro; 400.00 desahucios en los últimos cinco años; 10.400.000 millones precipitados al invisible agujero de Bankia; etc.

Una teme que la mente colectiva, a fuerza de escucharles y verles llenando cada día las portadas de periódicos y los primeros planos de la pantallas de televisión, escapando como viscosas serpientes, de los tribunales y cárceles, sufra ese aturdimiento paralizante que ha logrado en nosotros la visión de la violencia en los medios de masas. Se hace patente que con cada caso de corrupción, cada muestra del adn sucio, el gen corrupto, que caracteriza a la prostituta clase política, nos van robando, lenta y cruelmente, la capacidad de reacción. Ya damos por supuesto que tras cada cargo hay una boca cerrada, una mano abierta, un sobre y una promesa secreta.

La prostituta política llegó a nuestra vida con engaños, campañeando y utilizando sus mentiras oportunistas y usando cualquier arma, especialmente esa infalible que vence a quienes creíamos en que era posible un cambio, un avance, el borrado de las diferencias entre los ciudadanos: su falsa voluntad política, la más grande de sus mentiras, una trampa para engatusarnos al hacernos creer que en ella, en la prostituta política, existe la inclinación a hacer, a obrar para transformar, a dialogar. Mentira.

La prostituta y sus amigos forman un círculo cerrado, del que se cuidan mucho de salir; una secta donde la capacidad para generar podredumbre y millones es un requisito de admisión. Aceptan sobornos y regalos que hacen circular para que el engranaje del poder no pierda ni un ápice de su agilidad destructora. Han aniquilado el menor atisbo del pudor electoral y alimentado las apariencias, dejando morir por inanición al rigor, el honor y la ética. ¿Para qué, si quienes les pagamos su sueldo y les votamos no nos enteraremos jamás de sus actos reales y, si esto sucede, como mucho asistiremos sorprendidos a procesos donde se dilatan la petición de responsabilidades y se esquivan los veredictos?

Cada paso de esta prostituta que camina por el burdel que se ha construido a nuestra costa hace que, en nuestro aturdimiento, nuestra tolerancia sea, inconscientemente, cada vez mayor. Nos golpea, con el insulto de lo que hace a escondidas, directamente a nuestra cabeza y logra que ya no seamos capaces de la sorpresa, ni de un acto reactivo, ni de plantearnos cómo es posible que no aumenten, por ejemplo, las dimisiones.

Esta meretriz se ha instalado en su rico burdel con intención de ser una inquilina perpetua. Al otro lado de sus salones tapizados, nosotros buceamos entre las heces que nos arroja, empeñados únicamente en no morir asfixiados, en sobrevivir y respirar con un aire de alquiler que sabemos que se agotará cuando la prostituta lo decida.

Detrás de su maldad, la prostituta llamada política libra una batalla en la que nos jugamos, y estamos perdiendo, no solo la expectativa de sobrevivir sino también la esperanza en actuar. Inmóviles, aturdidos por sus golpes retorcidos, flotando entre las ordenes, datos y consignas contradictorias que la meretriz nos da: nos perdona la vida engañándonos con supuestos despertares de la economía y sonreímos, ignorantes, esperando que su mentira sea, al menos un poco, verdad; nos engatusa con promesas de un horizonte laboral que mejorará, mientras ella engorda o adelgaza las cifras totales de informes y documentos ampulosa y oficialmente titulados; nos hace mirar hacia palomas falsas de la paz mientras vende armas y se ofrece a los que entonan el mantra de la guerra como oración para avanzar en la conquista imparable del mundo.

Ella, la prostituta, nos mira y nos vacía. Nos deja sin ojos y sin boca. Se adueña de nosotros, cada día. Nos queda únicamente la memoria, a la que deberíamos acudir instante a instante. Ese hueco donde otros, los que nos precedieron, cedieron sus heridas, su esclavitud, su exilio, su encarcelamiento, por un nosotros que para ellos era futuro. Por esa memoria no deberíamos claudicar, no deberíamos permitirnos el letargo, la anestesia, la ausencia de sensibilidad social, el aturdimiento.

Por esa memoria deberíamos pensar en palabras como las expresadas por Xosé Manuel Beiras en su discurso de investidura en el Parlamento gallego y reaccionar: “La brutal incidencia de la crisis financiera, transformada ahora en una “gran depresión”, no hace más que exacerbar una patología que venía de atrás y llevar al límite de lo humanamente soportable el sufrimiento de una mayoría social indefensa, mientras los primordiales causantes financieros y políticos de esa tragedia popular, no solo quedan impunes, sino que dictan las antidemocráticas políticas agresoras contra la gente del común”.