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Érase una vez un matrimonio de campesinos adinerados que vivían contentos, pues la fortuna les había sonreído con buena salud, abundantes cosechas y amables vecinos. Su felicidad fue completa el día en que tuvieron a su primer hijo, y entonces se consideraron las peronas más afortunadas del mundo.

Pero una noche, cuando el niño contaba apenas con dos años de edad, su madre escuchó un ruido en la habitación. Tuvo el presentimiento de que algo malo ocurría, y se levantó de la cama sobresaltada. Encendió una vela, se acercó a la cuna y comenzó a chillar.

En el lugar donde antes dormía un precioso niñito rubio de piel dorada, había ahora una repugnante criatura de piel verdosa, arrugado como un viejo, pelo grueso como el de un erizo y uñas largas como las de un topo.


Los vecinos acudieron al oír los gritos de los desconsolados padres. Una mujer muy anciana examinó al ser que reposaba en la cuna.

- A tu hijo se lo han llevado los duendes. A veces ocurre. Una madre duende con su hijo a la espalda se acerca a mirar, ve lo feo que es el suyo en comparación con el tuyo y… Bueno, te ha dejado a su cría. Mátalo, es lo mejor que puedes hacer.

El campesino, furioso, se dispuso a acabar con la cría de duende, pero su mujer se interpuso.

-¡No!-exclamó.- Es sólo un bebé. Cuidaré de él. Ojalá que quien tenga ahora a mi niño se compadezca de él y haga lo propio.

Y así lo hizo. En contra de las protestas de su airado marido, la campesina se obstinó en sacar adelante aquella criatura. pero no fue fácil. Por más que intentaba hacerle beber leche o comer papilla, el bebé duende no aceptaba nada.

- Sólo comen sabandijas y ratones-le dijo la vieja.- Déjalo morir de hambre, mujer, no te esfuerces por una criatura del demonio.

El bebé duende estaba cada día más flaco y débil, y la muerte se acercaba a él poco a poco. La campesina lo intentó, pero no fue capaz de dejarlo morir. Haciendo de tripas corazón, empezó a arrastrase por el suelo buscando escarabajos, babosas, ratones, toda clase de sabandijas asquerosas con las que alimentar al pequeño demonio. Y el duende las devoró con avidez en cuanto las tuvo delante, como si fueran caramelos. Y comenzó a ganar peso.

Pero seguía siendo feo como el demonio. El campesino enfermaba cada vez que lo veía y se acordaba de su hijito de cabello rubio y ojos azules, y se ponía furioso cuando veía a su mujer dedicarle tanto tiempo a aquel esperpento cuya raza le había arrebatado a su niño.

Se enfadaba y le gritaba, e incluso amenazó con pegarle, pero su mujer se interpuso y recibió los golpes en su lugar. El campesino, frustrado, no volvió a intentarlo, pero pasaba los días y las noches maldiciendo a la loca su mujer, a pesar de lo mucho que la amaba. La pobre campesina sentía que había perdido a su marido además de a su hijo, pero continuó alimentando y cuidando al hijo de los duendes como si fuera el suyo propio. “Tal vez alguien haga lo mismo por mi pobre niño allí donde esté”.

Un día, el campesino sorprendió a su mujer proponiéndole un paseo por el campo. “Como cuando éramos novios. Puedes traer al pequeño, así le da un poco el aire”. La campesina se puso muy contenta, envolvió al duende en una mantita y, con él en brazos, corrió a donde la esperaba su marido. El campesino tomó el sendero que llevaba hacia la parte alta de las montañas. Era un día soleado y caluroso, y la mujer jadeaba cada vez más.

- Yo llevaré al niño.- le dijo su marido.-No quiero que te canses.

Apenas habían andado unos pasos, cuando el campesino fingió tropezar y arrojó al duende por el acantilado. Pero cuando se puso en pie, satisfecho, vio a su esposa magullada y arañada por las zarzas a las que se estaba sujetando, pero con el bebé sano y salvo en su mano. Enfurecido, el hombre dio media vuelta y no volvió a dirigirle la pelabraa su mujer en varios meses.

El tiempo pasó, el niño duende fue creciendo. Cada día era más feo. La campesina sentía crecer la tristeza en su corazón, pero no permitía que nadie le hiciese daño. Los vecinos murmuraban que se había vuelto loca, que era una bruja, que no tenía remedio. Su marido, que aun la quería, no era capaz de dirigirle una palabra de cariño mientras siguiera acunando esa cosa en su regazo…

Una tarde, la mujer tuvo que salir al pueblo, y dejó al pequeño en casa. Cuando regresó, vio una columna de humo recortarse en el cielo. Su cabaña ardía por los cuatro costados, la gente rodeaba la escena sin hacer nada.

-¡El niño! ¿Dónde está el niño?

Sin que su marido pudiese detenerla, se abalanzó hacia las llamas y penetró en la casa. Cuando salió, su pelo había ardido y sus manos estaban quemadas, pero el niño duende estaba sano y salvo en sus brazos.

-¡No lo aguanto más!-gritó su marido.- ¡Pensé que entrarías en razón, pero tú no piensas más que en esa criatura del diablo! ¡Quédate con él y que te aproveche!

Y dejando a su mujer hecha un mar de lágrimas, emprendió el camino que lo alejaría para siempre de su hogar.

Cuando llevaba un buen rato caminando, vio venir hacia él un muchacho rubio, de unos siete años.

-¡Oh, tu tendrías la edad de mi hijo si no lo hubieran raptado los duendes!.- se lamentó


-Soy tu hijo.- contestó el muchacho. -Pero no estoy vivo gracias a ti, sino a la compasión de mi madre.

La hembra de duende que me llevó de vuestro lado nunca dejó de vigilar cómo tratabais a su hijo, y se comportó conmigo en consecuencia. Casi muero de hambre al principio, pues no me daban más para comer que babosas y sanguijuelas, pero cuando mi madre alimentó al bebé duende, me consiguieron pan y leche. Cuando tú arrojaste al bebé duende por el precipicio, la hembra duende me tenía suspendido sobre el vacío, esperando a que su bebé cayera para soltarme a mí también. Pero mi madre arriesgó su vida para salvar la de la cría de los duendes, y salvó la mía también.

-¿Y por qué tienes el pelo chamuscado…?- empezó apreguntar el campesino. Pero antes de terminar de hablar ya sabía la respuesta.

-Mientras tú terminabas de preparar el incendio de tu casa, los duendes acumilaron leña para una hoguera. Cuando el incendio comenzó, la prendieron y me arrojaron dentro. Pero mi madre entro a buscar al duendecito antes de que sufiera daño, y así salvó mi vida también.

El campesino no esperó a oír más. Cogió al niño en brazos y echó a correr hacia su casa. Cuando llegó allí, su mujer aun lloraba por haberlo perdido todo. El campesino se arrojó a a sus pies pidiéndole persón, y el niño abrazó a su madre, que no dejaba de dar gracias al cielo por devolverle a su hijo perdido.

En cuanto al niño duende… desapareció. Seguramente volvió con los suyos. Con los duendes, y su extraño sentido de la justicia.