
-Borges fue ciego desde los 55 años, durante 30 años de su vida sin embargo eso no le impidió seguir escribiendo y publicando.
-Borges era tímido y tartamudeaba al hablar, problemas que tuvo que superar con ayuda médica.

-Fue criado en una familia bilingüe de Buenos Aires. Era para el tan natural hablar dos lenguas que no fue hasta que ya era un jovencito, que se dio cuenta que el Español y el Ingles eran dos idiomas diferentes.
-El 26 de abril de 1986 , meses antes de su fallecimiento, Borges, es se casa con su secretaria María Kodama, quien ha sido sus ojos durante todos los años de ceguera.

Jorge Luis Borges y María Kodama
-Las posturas políticas de Borges le impidieron ganar el premio Nobel a la literatura, del cual fue candidato durante 30 años.
-A la edad de 4 años ya sabía leer y escribir.
-Con apenas seis años de edad le dijo a su padre que su vocación sería ser escritor y apenas un año después escribió en inglés un resumen de la mitología griega. A los ocho años escribió “La visera fatal”, un texto para el que se inspiró en un episodio de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes, y a los nueve tradujo del inglés "El príncipe feliz", de Oscar Wilde.
-Durante toda su vida, Borges no profesó religión alguna y se declaró algunas veces agnóstico y otro ateo. Sin embargo, por expreso pedido de su madre -católica devota- Borges rezaba un Padre Nuestro y un Ave María antes de irse a dormir, y en su lecho de muerte recibió la asistencia de un sacerdote católico. En 1978, en una entrevista del periodista peruano César Hildebrandt, Borges afirma tener la certeza de que Dios no existe.

-A la edad de 11 años, tradujo a Oscar Wilde. Borges creía que la traducción podía superar al original y que la alternativa y potencialmente contradictoria revisión del original podía ser igualmente válida, más aún, que el original o la traducción literal no tenía por qué ser fiel a la traducción.
-El cuento de “El Aleph” se lo dedicó a una escritora, periodista y traductora argentina, que conoció en una reunión con Bioy Casares y Silvina Ocampo, su nombre era Estela Canto. Le regaló el manuscrito original y ella lo subastó años después en Sothebay por más de 25 000 dólares.

- En 1914 su padre se jubiló y decidió pasar una temporada con la familia en Europa, donde por el inicio de la Primera Guerra Mundial, se instalaron en Ginebra, Suiza, donde él escribirá algunos poemas en francés mientras estudiaba el bachillerato (1914-1918).
-Su primera publicación registrada es una reseña de tres libros españoles escrita en francés para ser publicada en un periódico ginebrino. Publicó varios poemas en la prensa española de 1919 hasta 1921, año en que la familia Borges regresó a Buenos Aires.
-Argentina tiene una moneda conmemorativa al centenario del nacimiento de Borges.

-María Kodama, la viuda del legendario escritor Jorge Luis Borges, en una entrevista de miles recordó varias anécdotas. Entre ellas, el día que Borges conoció a Mick Jagger, el líder de los Rolling Stone.
“Siempre es lindo recordar este momento, cuando estábamos en un hotel en Madrid, esperando que nos llamen a cenar y aparece Mick Jagger, yo no lo había visto de lejos porque soy miope”
Y siguió: “De repente veo que se acerca un hombre y era él, que se arrodilla frente a Jorge Luis y le dice: `maestro yo lo admiro´. Y Borges le responde: `¿Y usted quién es?´. “Mick Jagger”, fue la respuesta del rockero. Y en ese momento él le dijo: `Ah, ¿uno de los Rolling Stones?´“, contó María. Y agregó: “Le gustaba mucho la música de Pink Floyd. Para su cumpleaños poníamos The Wall porque decía que lo llenaba de energía”.

En otra entrevista Kodama declaró:
“Borges era fanático de los Beatles, de los Rolling Stones, de Pink Floyd. Amaba la música que le daba fuerza, le gustaban los espirituales negros, muchas veces fuimos a Nueva Orleáns a escuchar jazz, también le gustaban los blues y la milonga le gustaba muchísimo. Le gustaban los viejos tangos, que eran totalmente distintos a lo que él decía que había hecho Gardel con el tango, hacerlo llorón, sentimental, arruinarlo”.

-Siendo profesor de Filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires, Jorge Luis Borges le pidió a una alumna su opinión sobre la obra de William Shakespeare. Ésta contestó:
-Me aburre
Pero al instante puntualizó:
-Al menos lo que ha escrito hasta ahora
Borges, sin alterarse, le respondió:
- Tal vez Shakespeare todavía no escribió para vos. A lo mejor dentro de cinco años lo hace


DIEZ FRASES DE JORGE LUIS BORGES
"La ciencia experimental que Francis Bacon profetizó nos ha dado ahora la cibernética, que ha permitido que los hombres pisen la Luna"
"Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos"
"Me pregunto si la identidad personal consiste precisamente en la posesión de ciertos recuerdos que nunca se olvidan"
"Si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo"
"Ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin"
"La imaginación está hecha de convenciones de la memoria. Si yo no tuviera memoria no podría imaginar."
"La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido."
"Uno llega a ser grande por lo que lee y no por lo que escribe"
"Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo"
"Si la literatura no fuera más que un álgebra verbal, cualquiera podría producir cualquier libro, a fuerza de ensayos y variaciones"


YAPA:
Las ruinas circulares
de J.L.B
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.



