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“El odio no disminuye con el odio. El odio disminuye con el amor”.
Buda



¿Por qué tanto odio? Esa pregunta, acompañada de la nota del reciente multihomicidio en Japón, se dejó leer en mi muro de Facebook. Me pareció una fortuna que se asome esta pregunta que llama a la reflexión, a pesar de las implicaciones que tiene el entender la vida a partir de números -forma convencional en que los mediadores modernos de la información transmiten y propician el convencionalismo de la muerte-, y la crítica que producen y reproducen las dinámicas de vida en derredor del dinero y la exigencia multinivel de éste para con nuestros tiempos “libres” u ocupados y/o productivos.



La misma pregunta me asalta hace un tiempo y, con el optimismo de imaginar que seamos más de dos, me aventuro a exhibir mis apreciaciones al respecto con la finalidad urgente de que el tema se vuelque a la palabra pública y trascienda poco a poco en la difícil tarea de cambiar al mundo.


El odio, atendiendo las letras apenas arriba ensalzadas, resulta que es el sentimiento humano más rentable; si se creía que el 14 de febrero resulta un buen negocio, el del armamento, la droga y la violencia que la circunda, ocupan los primeros lugares a nivel mundial.
Este sentimiento hace también una labor extraordinaria en la insistente tarea de la disociación o el aislamiento político que desde hace años es caldo de cultivo para la imposición de medidas, sobre todo económicas, a los países que no forman parte del G7 -más Rusia y China-, es decir, ( dejando en el listado solamente a los Estados reconocidos por la ONU) los 186 restantes y los 49 negados.


Es así, y en respuesta a la inocultable realidad que cada vez alcanza a más y que conmina a la organización (en la multiplicidad de las trincheras que últimamente se evidencian), a la deconstrucción y a la reconstrucción de un mañana que se antoja más duradero, que se hace necesaria la confección de un consumidor de miedo y odio que demande los discursos que las esferas políticas ofertan y para los cuales los procesos de comunicación se prestan como catalizadores: los ultranacionalismos; el proteccionismo; la xenofobia; la homofobia; la etnofobia; el racismo o el aislacionismo, por citar algunos, que tan ad hoc atienden al viejo dicho “divide y vencerás”.

Tomemos como ejemplo la Segunda Guerra Mundial, tan representativa de estos efectos políticos dentro de los que destaca el fascismo. 



Odio y temor, volvemos al punto principal, pues el uso de éstos como métodos de manipulación son cada vez más usados, aunque no nuevos. En la actualidad podemos ver la creciente oleada de atentados terroristas y las formas expresas de violencia acotada que se conjugan con altos índices de impunidad –en el caso de México, cerca del 98%-. Es normal encontrarnos con noticias como la del hallazgo del cuerpo calcinado de Paulette González en Celaya (Nuestra Belleza Gay Nayarit 2015), o sobre los feminicidios, que devienen en manifestaciones de exigencia de protocolos burocráticos que garanticen la seguridad, o alertas de género -que son negadas, cabe destacar-. 

 La invitación es a no dejarnos convertir en ese consumidor pasivo de odio escindido e incapacitado para la empatía, la solidaridad y el amor.