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Amor y Capital.
Karl y Jenny Marx y el nacimiento de una Revolución.
Autora: Mary Gabriel




La muerte de Musch (fragmento del libro Amor y Capital)


En marzo Eleanor estaba peor, y como Fawksy, sus estridentes chillidos molestaban tanto a los
de casa que contrataron a una nodriza irlandesa con la esperanza de que el cambio tranquilizase
a la criatura. Marx, que padecía una grave inflamación ocular que según creía él se la había
causado la lectura de sus propios manuscritos, también estaba tragando frascos de medicina
tratando de curarse de una fuerte tos. Pero el más enfermo de todos, según le dijo Marx a
Engels, era Musch, su querido hijo de ocho años. Marx se hizo cargo del cuidado del niño, que
padecía una severa fiebre gástrica que no podía quitarse de encima, y estuvo a su lado día y
noche mientras duró su enfermedad. El 8 de marzo, según le dijo a Engels, el médico estaba
contento porque el muchacho parecía haber hecho grandes avances hacia su recuperación,
tantos, de hecho, que Marx ya estaba considerando ir a visitar a Engels en cuanto pudiese
hacerlo con la conciencia tranquila.
A lo largo de marzo, la enfermedad de Musch fluctuó: el médico se mostró primero
satisfecho con sus progresos, y luego preocupado cuando desarrolló nuevos síntomas y
reaparecieron otros que parecían superados. El 16 de marzo Marx le dijo a Engels que temía que
Musch no se recuperase, pero once días más tarde dijo que había mejorado visiblemente, y el
médico dijo que había motivos para la esperanza. Lo importante era que Musch estaba muy
débil y no estaba nada claro que pudiese resistir el tratamiento necesario para fortalecerle lo
suficiente como para viajar al campo –lejos del viciado aire de Londres– donde, según el
médico, podría recuperarse totalmente.
Marx siguió velando a su hijo, estando a su lado y acompañándole cada vez que se
levantaba de la cama. Lenchen también estaba continuamente con el muchacho. Jenny, sin
embargo, estaba tan consternada ante la perspectiva de perder a su hijo, al que se refería como
su orgullo, su alegría, su ángel, el hijo de su corazón, que procuraba quedarse en la habitación
delantera, lejos de su hijo, que estaba en cama en la trasera, cerca del único hogar del
apartamento. Temía que sus lágrimas asustasen al chico. Pero Musch, aquel muchacho de
mirada expresiva y cabeza grande, era muy listo, y decía a sus hermanas: “Cuando mamá viene
a hacerme compañía, siempre me tapa las manos y los brazos para no ver lo delgados que
están.” Sabía lo que su madre temía.
Mientras Edgar estaba enfermo, las niñas cuidaban de Eleanor y no perdían de vista a la
nodriza irlandesa, que era alegre y de natural bondadosa, pero que tenía predilección por el
brandy y la ginebra. Jenny decía que las niñas “la vigilaban como un halcón,” y finalmente
Eleanor se hizo más fuerte. Engels se hizo cargo de escribir los artículos de Marx para el
Tribune, y de este modo entraba al menos un poco de dinero en la casa.
El 30 de marzo Marx le dijo a Engels que la salud de Musch cambiaba de hora en hora.
Pero las fluctuaciones implicaban más pasos atrás que adelante. La enfermedad del muchacho
parecía haberse convertido en una especie de consunción abdominal, una forma de tuberculosis,
y aunque no lo decía abiertamente, el médico parecía haber perdido la esperanza. Marx escribió:
“Durante la pasada semana la tensión emocional ha hecho que mi mujer esté peor que nunca. En
cuanto a mí, aunque me sangra el corazón y me arde la cabeza, tengo, naturalmente, que mantener la compostura. Ni un solo momento durante su enfermedad mi hijo ha sido infiel a su
carácter bondadoso y al mismo tiempo independiente.”
El 6 de abril Marx escribió a Engels: “El pobre Musch nos ha dejado. Hoy, entre las cinco y
las seis se ha quedado dormido (literalmente) en mis brazos… Comprenderás cómo lamento su
muerte.” Su hijo, el maravilloso granujita, el coronel, cuya imaginación, vitalidad y buen humor
habían sido la auténtica savia vital de la familia, ya no estaba; su carita macilenta, su carne fría
al tacto. Tras él, en las pequeñas habitaciones bajo el alero de un desvencijado edificio, en un
barrio que era una cochambrosa colmena, en la ciudad más grande del mundo, quedó una
angustiosa soledad.
Liebknecht describió la escena en la casa de Marx inmediatamente después de que Musch
fuese declarado muerto. Jenny y Lenchen lloraban sobre su cuerpo, una a cada lado, junto con
las niñas, a las que Jenny agarraba con tanta fuerza que parecía que quería defenderlas de la
muerte que le había arrebatado a su hijo. Marx rechazó enojado todo consuelo; la muerte de su
hijo no había sido una pérdida, había sido un robo.
Pero ¿quién era el ladrón? Musch había muerto de tuberculosis intestinal, una enfermedad
nada infrecuente, pero en su caso exacerbada por una mala nutrición y unas condiciones de vida
poco saludables. Ningún padre en circunstancias similares podría dejar de preguntarse qué podía
haber hecho para evitar aquel trágico resultado, y no cabe duda de que Marx y Jenny también se
lo preguntaron. Tampoco cabe duda de que aquel descenso al rincón más oscuro de sus almas
solo podía haberles llevado a una conclusión: el camino revolucionario que habían elegido era
lo que lo había matado. Era el tercer hijo que perdían Marx y Jenny, pero su muerte era mucho
más dolorosa. Jenny confesó que el día del fallecimiento de Musch fue el más terrible de su
vida, peor que todos sus anteriores sufrimientos combinados. Un amigo de la familia dijo que la
muerte de Musch hizo que el cabello moteado de canas de Marx se volviese blanco de la noche
a la mañana.