Nunca fui un gran entusiasta de la obra de Stephen King. Sin embargo, reconozco su trayectoria y talento, o sea: lo respeto como escritor (y nada tiene esto que ver con la cantidad de libros que vende; hace mucho que descubrí que no existe correlación alguna —ni positiva ni negativa— entre “éxito comercial” y mis preferencias personales). Quiero decir que entre lo que opine Paolo Coehlo y lo que opine Stephen King sobre temas de literatura, tenderé a prestarle más atención a lo que diga éste a lo que se le ocurra a aquel. Esto, claro, es una cuestión muy personal, pero viene a cuento dado que en estos días me topé con una definición del norteamericano sobre Cincuenta sombras de Grey que, me parece, resume muy bien el sentimiento generalizado de sorpresa (por no utilizar otro peyorativo peor) que se respira entre la gente que mira ese éxito con cierto (bueno, el peyorativo acaba apareciendo aunque yo no quiera) desdén.
King calificó la novela de E. L. James de mommy porn: porno para mamis. La imagen resume bien el malestar generalizado, pero a mi modo de ver es algo simplista. Pareciera que la crítica política y estética no quiere ir contra un éxito editorial de más de 30 millones de ejemplares vendidos. La cuestión sobre si el éxito de la triología puede explicarse solo con el deseo de sumisión latente en mujeres aparentemente emancipadas sigue sin ser respondida adecuadamente.
La triología se convierte en un producto de masas porque refiere a una forma específica de comunicación social: aquella comunicación de género en cuyo devenir la promesa cosmética y la promesa terapéutica se combinan de manera tal que convierten a la promesa de autosuperación en algo in-alcanzable. Cincuenta sombras de Grey es un drama brillantemente elaborado, a medida de lectoras que sumieron su vida en un interminable ciclo de autoayuda en temas de dieta, pareja y carrera.
En el centro de este drama, nuestro héroe masculino no solo huele a ropa recién lavada y costosos jabones para la ducha, sino que también carga con un profundo trauma; Christian Grey encarna una popular fantasía femenina: la salvación mediante el amor de alguien dañado de forma respetable – y permanente. Su salvación es misión y heroico objetivo narrativo de la triología: con ayuda de la catársis post-coital hay que reconciliar aquí al empresario controlador con aquel niño sensible, abandonado por una madre adicta al crack y seducido por una vecina mayor. Para lograr semejante objetivo, la autora hace que su protagonista sea tan versada en los lugares comunes de la psicología popular como si estuviera relatando sus traumas infantiles en el sillón de Oprah Winfrey. En la elaboración de su monólogo internior, Anastasia reune a diversas entidades que de algún modo difuso remiten a Freud, como su “subconsciente” o su “diosa interior“.
Mientras que el monólogo de Anastasia y su intercambio de mensajes con Sr. Grey son una versión moderna de la novela epistolar sentimental de Samuel Richardson, el contrato que los amantes celebran en la primera parte es la versión moderna del contrato marital. La socióloga Eva Illouz, en un temprano análisis de “Cincuenta sombras…“, mencionaba que el contrato entre partes a primera vista tan desiguales no solo establece un esquema de dominación/sumisión sino que también ofrece un modelo de reducción de complejidad para las relaciones contemporáneas. En un mundo en donde hombres y mujeres por igual deben lidiar con el ejercicio extenuante de la libertad, sumidos en medio de una aterradora multiplicidad de opciones, un código ordenador de la intimidad puede obrar como herramienta descongestionante y liberadora. En efecto, el contrato que E.L. James redacta para sus protagonistas lleva a la práctica las soluciones contractuales que hace mucho tiempo se han establecido en el marco de la terapia de pareja: en una sociedad en donde los amantes deben obedecer el mandato moderno de reinventar su erotismo de manera permanente, hacen bien en llevar a cabo una negociación comunicactiva de sus preferencias sexuales. Anastacia y Christian amplían ese mantra de forma sugestiva; en el contrato celebrado entre ámbos, él parece ponerse en el lugar de juez y coach a la vez, determinando no solo la forma en la que Anastacia ha de proporcionarle placer, sino también controlando su aseo personal, la elección de su vestuario, su rutina de ejercicios y su dieta, proporcionándole a la heroína ese tipo de (auto-) ayuda que termina convirtiendo a la adolescente insegura y tardía en una mujer moderna, existosa y segura de sí misma.
Entonces, el núcleo duro de la triología sí radica en el abrazo escondido y feliz del postfeminismo a viejas estructuras de dominación, pero no tanto por sus escenas de sexo explícito (no son tantas, ni tan explícitas) o en el sadomasoquismo de salón supuestamente escandalizante (curioso oximorón). La triología remite al ideal romántico de la novela rosa pues celebra una doble promesa de salvación: la promesa femenina de salvación mutua. Habiendo vendido Corín Tellado 400 millones de libros en todo el mundo, los 30 millones de ejemplares vendidos de Cincuenta Sombras de Grey no parecen, después de todo, tan impresionantes.
King calificó la novela de E. L. James de mommy porn: porno para mamis. La imagen resume bien el malestar generalizado, pero a mi modo de ver es algo simplista. Pareciera que la crítica política y estética no quiere ir contra un éxito editorial de más de 30 millones de ejemplares vendidos. La cuestión sobre si el éxito de la triología puede explicarse solo con el deseo de sumisión latente en mujeres aparentemente emancipadas sigue sin ser respondida adecuadamente.
La triología se convierte en un producto de masas porque refiere a una forma específica de comunicación social: aquella comunicación de género en cuyo devenir la promesa cosmética y la promesa terapéutica se combinan de manera tal que convierten a la promesa de autosuperación en algo in-alcanzable. Cincuenta sombras de Grey es un drama brillantemente elaborado, a medida de lectoras que sumieron su vida en un interminable ciclo de autoayuda en temas de dieta, pareja y carrera.
En el centro de este drama, nuestro héroe masculino no solo huele a ropa recién lavada y costosos jabones para la ducha, sino que también carga con un profundo trauma; Christian Grey encarna una popular fantasía femenina: la salvación mediante el amor de alguien dañado de forma respetable – y permanente. Su salvación es misión y heroico objetivo narrativo de la triología: con ayuda de la catársis post-coital hay que reconciliar aquí al empresario controlador con aquel niño sensible, abandonado por una madre adicta al crack y seducido por una vecina mayor. Para lograr semejante objetivo, la autora hace que su protagonista sea tan versada en los lugares comunes de la psicología popular como si estuviera relatando sus traumas infantiles en el sillón de Oprah Winfrey. En la elaboración de su monólogo internior, Anastasia reune a diversas entidades que de algún modo difuso remiten a Freud, como su “subconsciente” o su “diosa interior“.
Mientras que el monólogo de Anastasia y su intercambio de mensajes con Sr. Grey son una versión moderna de la novela epistolar sentimental de Samuel Richardson, el contrato que los amantes celebran en la primera parte es la versión moderna del contrato marital. La socióloga Eva Illouz, en un temprano análisis de “Cincuenta sombras…“, mencionaba que el contrato entre partes a primera vista tan desiguales no solo establece un esquema de dominación/sumisión sino que también ofrece un modelo de reducción de complejidad para las relaciones contemporáneas. En un mundo en donde hombres y mujeres por igual deben lidiar con el ejercicio extenuante de la libertad, sumidos en medio de una aterradora multiplicidad de opciones, un código ordenador de la intimidad puede obrar como herramienta descongestionante y liberadora. En efecto, el contrato que E.L. James redacta para sus protagonistas lleva a la práctica las soluciones contractuales que hace mucho tiempo se han establecido en el marco de la terapia de pareja: en una sociedad en donde los amantes deben obedecer el mandato moderno de reinventar su erotismo de manera permanente, hacen bien en llevar a cabo una negociación comunicactiva de sus preferencias sexuales. Anastacia y Christian amplían ese mantra de forma sugestiva; en el contrato celebrado entre ámbos, él parece ponerse en el lugar de juez y coach a la vez, determinando no solo la forma en la que Anastacia ha de proporcionarle placer, sino también controlando su aseo personal, la elección de su vestuario, su rutina de ejercicios y su dieta, proporcionándole a la heroína ese tipo de (auto-) ayuda que termina convirtiendo a la adolescente insegura y tardía en una mujer moderna, existosa y segura de sí misma.
Entonces, el núcleo duro de la triología sí radica en el abrazo escondido y feliz del postfeminismo a viejas estructuras de dominación, pero no tanto por sus escenas de sexo explícito (no son tantas, ni tan explícitas) o en el sadomasoquismo de salón supuestamente escandalizante (curioso oximorón). La triología remite al ideal romántico de la novela rosa pues celebra una doble promesa de salvación: la promesa femenina de salvación mutua. Habiendo vendido Corín Tellado 400 millones de libros en todo el mundo, los 30 millones de ejemplares vendidos de Cincuenta Sombras de Grey no parecen, después de todo, tan impresionantes.