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Debería alzar la copa, brindar por tus logros, morir en tu guerra. Deberías —dicen— hacer lo que se supone que debes hacer (¿qué era eso?) deberías atender, pedir perdón y aplaudir al ídolo.

Deberías votar en blanco, tomar partido —sentirse insultado ante este presente saturado de imputados y chorizos, informarte (cada día) y leer (y alabar) tantas firmas cargadas de odio, vísceras y ego. Deberías ofenderte. Patalear. Manifestarte un millón de veces ante el congreso del soberano. Exigir lo que te corresponde (¿qué era eso?). Deberías ver House of Cards, The Leftovers y la última tontería de Godard; leer Libertad (de Franzen), suscribirte a The New Yorker y escuchar toda la discografía de Los Planetas. Deberías estar al tanto de cada una de las cosas de las que se supone que hay que estar al tanto.

Deberías atar a tu perro, contestar cada e-mail, sumarte al coro de palmeros que aplaude al mañana. Deberías entender el discurso ajeno, poner la otra mejilla, hacer un esfuerzo —todos los esfuerzos del mundo. Deberías escuchar. Y asentir. Y callarte.

Pero no lo voy a hacer.