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Editado por Adrius
Por favor no borrar este post. Para mas detalles manden un MP.
Me sumo a la movida literaria autoctona. Espero que les guste
Hombres de Gris
Mi vida comienza temprano, a poco tiempo de salido el sol. El ruido del exterior me avisa que ha comenzado el movimiento. Mi cuerpo me fuerza a levantarme de la cama mientras mi mente pelea por un rato mas de descanso. Por fin cede, y abandono mi cama.
Me visto pausadamente, y desayuno algo de lo poco que encuentro: un poco de pan lactal medio duro con un dulce amargo, con gran posibilidad de ser arrojado a la basura. Acomodo mi corbata oscura, ato los cordones de mis zapatos negros, y sacudo las mangas de mi traje gris. Me paro por un instante frente al festejo, para encontrarme con la misma imagen de cada mañana; los ojos se esfuerzan por mantenerse abiertos y evitar que se noten mis cada vez mas oscuras ojeras. Estiro la manga del saco junto con la de la camisa, blanca, y muevo los hombros para ajustar la ropa a mi cuerpo. Mi traje, como el uniforme de un soldado comando, me mimetiza con mi ambiente.
Me dirijo a la puerta, y recojo a la pasada mi maletín, también gris del que nunca saco nada, y el celular, que cuelga del cargador. Desciendo por el pequeño ascensor del edificio, solo; hasta la planta baja, donde debo atravesar un largo pasadizo lleno de penumbras que me lleva a la jungla, de cemento, nombre más que conveniente. Cierro la puerta al salir, sin esperar que el “trabapuertas” cumpla su trabajo; hago un par de pasos por la calle, y vuelvo sobre mis pasos para certificar que se encuentra cerrada. No confío. No confío ni en mis ojos ni en mi memoria.
Camino un par de cuadras, en dirección al centro, llego a la avenida y doblo a mi izquierda, para luego bajar por las escaleras del subte; la gente pasa a mi lado, apresurada; yo paso también apresurado, un joven “dark” me golpea con su, acorde, mochila; pienso en chistarle para que me preste atención y regañarlo, pero lleva la música de su iPod muy elevada, ni lo intento. Una señora mayor de cabello blanquecino baja lentamente tomándose del pasamano mientras con la otra mano se apoya en su viejo bastón de ébano, la esquivo. Paso el molinete metálico, luego de que se ha devorado mi último pasaje. Hago un bollo de la tarjeta y lo arrojo en alguna dirección donde supongo que se encuentra el cesto de residuos. A la vuelta compraré más.
Me conozco los pasillos de memoria. Los mismos carteles luminosos, los mismos grafittis en las paredes, el mismo ciego tocando en su violín la melodía marchita de todos los días, mientras “ruega” por una limosna. Todo igual, a veces cuesta distinguir cuando un día es lunes o jueves u otro.
Una joven, de largo pelo oscuro y una pollera roja, seguro no es de aquí, se frena, lo observa al violinista y arroja un par de monedas, que tintinean al chocar unas con otras. Pienso algo por primera vez en el día. Qué esperan las personas lograr con su lástima, dando limosnas a indigentes que adoran ser pobres? Quizás nunca se lo preguntan, y siguen soñando que realmente el mundo puede cambiarse.
Termino el recorrido, y me detengo frente al kiosco, a un costado del paso del subte; justo detrás de la línea que alguna vez fue amarilla. La mujer, joven, fresca, con su pollera roja, también para a un costado mío, mirando en varias direcciones quizás buscando guiarse. Su cartera se mueve hacia todos los costados, con soltura, acompañando sus idas y vueltas.
Un fuerte viento fresco proviene del túnel, cuando un par de ojos ya han captado una víctima. Se acerca lento, como un gato pardo observando a su presa, y luego se apresura.
La mujer sigue mirando en varias direcciones, un poco desconcertada; de pronto un chico, no mayor de 13 años, pasa por detrás, del lado de las vías, toma la cartera de ella con fuerza, tironeando. La mujer se da cuenta, y hace fuerza para mantener un brazo junto al cuerpo, las tiras de la cartera resisten un instante, pero el chico hace mas fuerza y sale corriendo, provocando que la joven gire sobre si misma, pierda el equilibrio y caiga hacia atrás.
Las personas alrededor miramos todo el suceso, repetido, vemos al chico correr delante nuestro y huir, sin que podamos, ni queramos, hacer nada. Ella mientras, intenta balancearse, pero su zapato cede, el taco se quiebra y comienza a caer de espaldas, hacia las vías; al fondo del túnel, comienzan a verse las luces del subte aproximándose a gran velocidad. El tiempo parece en cámara lenta para todos, ella sigue cayendo lentamente mientras los cuerpos se abalanzan lentamente y apiñados, como pingüinos, buscando un lugar cerca de las puertas del subte para subir de inmediato y conseguir una buena ubicación; mirando lo que sucede pero sin razonar.
De repente siento un intenso calor, el tiempo vuelve a su curso normal; todo el sudor, energía contenida se libera de la masa, cada individuo irradia su deseo de luchar por un lugar. Mientras yo, inerte, en la frontera de mi concepción, veo a la mujer abalanzarse al pozo de las vías, la gravedad la empuja con soltura y ella baila una danza desesperada. Su pollera roja, su única compañera, la traiciona, traba sus piernas, deteniendo su única chance de salvarse, y por fin la mujer cae a su destino.
No se que impulso, ni sentimiento me motiva, me despabilo y me lanzo hacia ella, de una forma que ni en mi mejores años deportivos lo hubiera hecho, mi ser contenido salta, suelto el maletín al momento que la tomo de su brazo, la jalo hacia mi y aterrizo, en cuclillas con ella apoyando lentamente su cara en mi pecho. El subte pasa al lado nuestro a gran velocidad, revolviéndonos el pelo, exudando aceite y calor; para luego detenerse unos metros mas adelante, con un último resoplido.
Las puertas se abren y la masa se apresura a ocupar sus posiciones, mientras nosotros nos miramos por primera vez. Nos quedamos así, pensativos, sin movernos.
Ella me sonríe, y, por fin habla
- Sabes – dice mientras estira su brazo hacia mi cabeza - tienes una flor amarilla colgando de tu pelo – y la toma en su mano.