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Eduardo Galeano – Las Venas abiertas de América Latina. (Fragmentos)



ESPAÑA TENÍA LA VACA, PERO OTROS TOMABAN LA LECHE

Entre 1545 y 1558 se descubrieron las fértiles minas de plata de Potosí, en la actual Bolivia, y las de Zacatecas y Guanajuato en México; el proceso de amalgama con mercurio, que hizo posible la explotación de plata de ley más baja, empezó a aplicarse en ese mismo período. El «rush» de la plata eclipsó rápidamente a la minería de oro. A mediados del siglo XVII la plata abarcaba más del 99 por ciento de las exportaciones minerales de la América hispánica.

América era, por entonces, una vasta bocamina centrada, sobre todo, en Potosí. Algunos escritores bolivianos, inflamados de excesivo entusiasmo, afirman que en tres siglos España recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta del palacio real al otro lado del océano. La imagen es, sin duda, obra de fantasía, pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto, parece inventada: el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas. La cuantiosa exportación clandestina de plata americana, que se evadía de contrabando rumbo a las Filipinas, a la China y a la propia España, no figura en los cálculos de Earl J. Hamilton, quien a partir de los datos obtenidos en la Casa de Contratación ofrece, de todos modos, en su conocida obra sobre el tema, cifras asombrosas. Entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata. La plata transportada a España en poco más de un siglo y medio, excedía tres veces el total de las reservas europeas. Y estas cifras, cortas, no incluyen el contrabando.

Los metales arrebatados a los nuevos dominios coloniales estimularon el desarrollo económico europeo y hasta puede decirse que lo hicieron posible. Ni siquiera los efectos de la conquista de los tesoros persas que Alejandro Magno volcó sobre el mundo helénico podrían compararse con la magnitud de esta formidable contribución de América al progreso ajeno. No al de España, por cierto, aunque a España pertenecían las fuentes de plata americana. Como se decía en el siglo XVII, «España es como la boca que recibe los alimentos, los mastica, los tritura, para enviarlos enseguida a los demás órganos, y no retiene de ellos por su parte, más que un gusto fugitivo o las partículas que por casualidad se agarran a sus dientes». Los españoles tenían la vaca, pero eran otros quienes bebían la leche. Los acreedores del reino, en su mayoría extranjeros, vaciaban sistemáticamente las arcas de la Casa de Contratación de Sevilla, destinadas a guardar bajo tres llaves, y en tres manos distintas los tesoros de América.


Máscara de oro precolombina. Colombia.


La Corona estaba hipotecada. Cedía por adelantado casi todos los cargamentos de plata a los banqueros alemanes, genoveses, flamencos y españoles. También los impuestos recaudados dentro de España corrían, en gran medida, esta suerte: en 1543, un 65 por ciento del total de las rentas reales se destinaba al pago de las anualidades de los títulos de deuda. Sólo en mínima medida la plata americana se incorporaba a la economía española; aunque quedara formalmente registrada en Sevilla, iba a parar a manos de los Függer, poderosos banqueros que habían adelantado al Papa los fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro, y de otros grandes prestamistas de la época, al estilo de los WeIser, los Shetz o los Grimaldi. La plata se destinaba también al pago de exportaciones de mercaderías no españolas con destino al Nuevo Mundo.

Aquel imperio rico tenía una metrópoli pobre, aunque en ella la ilusión de la prosperidad levantara burbujas cada vez más hinchadas: la Corona abría por todas partes frentes de guerra mientras la aristocracia se consagraba al despilfarro y se multiplicaban, en suelo español, los curas y los guerreros, los nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético en que crecían los precios de las cosas y las tasas de interés del dinero. La industria moría al nacer en aquel reino de los vastos latifundios estériles, y la enferma economía española no podía resistir el brusco impacto del alza de la demanda de alimentos y mercancías que era la inevitable consecuencia de la expansión colonial. El gran aumento de los gastos públicos y la asfixiante presión de las necesidades de consumo en las posesiones de ultramar agudizaban el déficit comercial y desataban, al galope, la inflación. Colbert escribía: «Cuanto más comercio con los españoles tiene un estado, más plata tiene». Había una aguda lucha europea por la conquista del mercado español que implicaba el mercado y la plata de América. Un memorial francés de fines del siglo XVII, nos permite saber que España sólo dominaba, por entonces, el cinco por ciento del comercio con «sus» posesiones coloniales de más allá del océano; pese al espejismo jurídico del monopolio: cerca de una tercera parte del total estaba en manos de holandeses y flamencos, una cuarta parte pertenecía a los franceses, los genoveses controlaban más del veinte por ciento, los ingleses el diez y los alemanes algo menos. América era un negocio europeo.


Carlos V.


Carlos V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio por elección comprada, sólo había pasado en España dieciséis de los cuarenta años de su reinado. Aquel monarca de mentón prominente y mirada de idiota, que había ascendido al trono sin conocer una sola palabra del idioma castellano, gobernaba rodeado por un séquito de flamencos rapaces a los que extendía salvoconductos para sacar de España mulas y caballos cargados de: oro y joyas y a los que también recompensaba otorgándoles obispados y arzobispados, títulos burocráticos y hasta la primera licencia para conducir esclavos negros a las colonias americanas. Lanzado a la persecución del demonio por toda Europa, Carlos V extenuaba el tesoro de América en sus guerras religiosas. La dinastía de los Habsburgo no se agotó con su muerte; España habría de padecer el reinado de los Austria durante casi dos siglos. El gran adalid de la Contrarreforma fue su hijo Felipe II. Desde su gigantesco palacio-monasterio del Escorial, en las faldas del Guadarrama, Felipe II puso en funcionamiento, a escala universal, la terrible maquinaria de la Inquisición, y abatió sus ejércitos sobre los centros de la herejía. El calvinismo había hecho presa de Holanda, Inglaterra y Francia, y los turcos encarnaban el peligro del retorno de la religión de Alá. El salvacionismo costaba caro: los pocos objetos de oro y plata, maravillas del arte americano, que no llegaban ya fundidos desde México y el Perú, eran rápidamente arrancados de la Casa de Contratación de Sevilla y arrojados a las bocas de los hornos.

Ardían también los herejes o los sospechosos de herejía, achicharrados por las llamas purificadoras de la Inquisición; Torquemada incendiaba los libros y el rabo del diablo asomaba por todos los rincones: la guerra contra el protestantismo era además la guerra contra el capitalismo ascendente en Europa. «La perpetuación de la cruzada -dice Elliott en su obra ya citada- entrañaba la perpetuación de la arcaica organización social de una nación de cruzados». Los metales de América, delirio y ruina de España, proporcionaban medios para pelear contra las nacientes fuerzas de la economía moderna. Ya Carlos V había aplastado a la burguesía castellana en la guerra de los comuneros, que se había convertido en una revolución social contra la nobleza, sus propiedades y sus privilegios. El levantamiento fue derrotado a partir de la traición de la ciudad de Burgos, que sería la capital del general Francisco Franco cuatro siglos más tarde; extinguidos los últimos fuegos rebeldes, Carlos V regresó a España acompañado de cuatro mil soldados alemanes. Simultáneamente, fue también ahogada en sangre la muy radical insurrección de los tejedores, hilanderos y artesanos que habían tomado el poder en la ciudad de Valencia y lo habían extendido por toda la comarca.

La defensa de la fe católica resultaba una máscara para la lucha contra la historia. La expulsión de los judíos -españoles de religión judía- había privado a España, en tiempos de los Reyes Católicos, de muchos artesanos hábiles y de capitales imprescindibles. Se considera no tan importante la expulsión de los árabes -españoles, en realidad, de religión musulmana- aunque en 1609 nada menos que 275 mil fueron arriados a la frontera y ello tuvo desastrosos efectos sobre la economía valenciana, y los fértiles campos del sur del Ebro, en Aragón, quedaron arruinados.

Anteriormente, Felipe II había echado, por motivos religiosos, a millares de artesanos flamencos convictos o sospechosos de protestantismo: Inglaterra los acogió en su suelo, y allí dieron un importante impulso a las manufacturas británicas.


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EL ASESINATO DE LA TIERRA EN EL NORDESTE DE BRASIL

Las colonias españolas proporcionaban, en primer lugar, metales. Muy temprano se habían descubierto, en ellas, los tesoros y las vetas. El azúcar, relegada a un segundo plano, se cultivó en Santo Domingo, luego en Veracruz, más tarde en la costa peruana y en Cuba. En cambio, hasta mediados del siglo XVII, Brasil fue el mayor productor mundial de azúcar. Simultáneamente, la colonia portuguesa de América era el principal mercado de esclavos; la mano de obra indígena, muy escasa, se extinguía rápidamente en los trabajos forzados, y el azúcar exigía grandes contingentes de mano de obra para limpiar y preparar los terrenos, plantar, cosechar y transportar la caña y, por fin, molerla y purgarla. La sociedad colonial brasileña, subproducto del azúcar, floreció en Bahía y Pernambuco, hasta que el descubrimiento del oro trasladó su núcleo central a Minas Gerais.

Las tierras fueron cedidas por la corona portuguesa, en usufructo, a los primeros grandes terratenientes de Brasil. La hazaña de la conquista habría de correr pareja con la organización de la producción. Solamente doce «capitanes» recibieron, por carta de donación, todo el inmenso territorio colonial inexplorado, para explotarlo al servicio del monarca. Sin embargo, fueron capitales holandeses los que financiaron, en mayor medida, el negocio, que resultó en resumidas cuentas, más flamenco que portugués Las empresas holandesas no sólo participaron en la instalación de los ingenios y en la importación de lo, esclavos; además, recogían el azúcar en bruto en Lisboa, lo refinaban obteniendo utilidades que llegaban a la tercera parte del valor del producto', y lo vendían en Europa. En 1630 la Dutch West India Company invadió y conquistó la costa nordeste de Brasil para asumir directamente el control del producto. En preciso multiplicar las fuentes del azúcar, para multiplicar las ganancias, y la empresa ofreció a los ingleses de la isla Barbados todas las facilidades para iniciar el cultivo en gran escala en las Antillas. Trajo a Brasil colonos del Caribe, para que allí, en sus flamantes dominios, adquirieran los necesarios conocimientos técnicos y la capacidad de organización. Cuando los holandeses fueron por fin expulsados del nordeste brasileño, en 1654, ya habían echado las bases para que Barbados se lanzara a una competencia furiosa y ruinosa. Habían llevado negros y raíces de caña, habían levantado ingenios y les habían proporcionado todos los implementos. Las exportaciones brasileñas cayeron bruscamente a la mitad, y a la mitad bajaron los precios del azúcar a fines del siglo XVII. Mientras tanto, en un par de décadas, se multiplicó por diez la población negra de Barbados. Las Antillas estaban más cerca del mercado europeo, Barbados proporcionaba tierras todavía invictas y producía con mejor nivel técnico. Las tierras brasileñas se habían cansado. La formidable magnitud de las rebeliones de los esclavos en Brasil y la aparición del oro en el sur, que arrebataba mano de obra a las plantaciones, precipitaron también la crisis del nordeste azucarero. Fue una crisis definitiva. Se prolonga, arrastrándose penosamente de siglo en siglo, hasta nuestros días.


Esclavos para Brasil.


El azúcar había arrasado el nordeste. La franja húmeda del litoral, bien regada por las lluvias, tenía un suelo de gran fertilidad, muy rico en humus y sales minerales, cubierto por los bosques desde Bahía hasta Ceará. Esta región de bosques tropicales se convirtió, como dice Josué de Castro, en una región de sabanas. Naturalmente nacida para producir alimentos, pasó a ser una región de hambre. Donde todo brotaba con vigor exuberante, el latifundio azucarero, destructivo y avasallador, dejó rocas estériles, suelos lavados, tierras erosionadas. Se habían hecho, al principio, plantaciones de naranjos y mangos, que «fueron abandonadas a su suerte y se redujeron a pequeñas huertas que rodeaban la casa del dueño del ingenio, exclusivamente reservadas a la familia del plantador blanco». Los incendios que abrían tierras a los cañaverales devastaron la floresta y con ella la fauna; desaparecieron los ciervos, los jabalíes, los tapires, los conejos, las pacas y los tatúes. La alfombra vegetal, la flora y la fauna fueron sacrificadas, en los altares del monocultivo, a la caña de azúcar. La producción extensiva agotó rápidamente los suelos.

A fines del siglo XVII, había en Brasil no menos de 120 ingenios, que sumaban un capital cercano a los dos millones de libras, pero sus dueños, que poseían las mejores tierras, no cultivaban alimentos. Los importaban, como importaban una vasta gama de artículos de lujo que llegaban, desde ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de sal. La abundancia y la prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria de la mayoría de la población, que vivía en estado crónico de subnutrición. La ganadería fue relegada a los desiertos del interior, lejos de la franja húmeda de la costa: el sertão que, con un par de reses por kilómetro cuadrado, proporcionaba (y aún proporciona) la carne dura y sin sabor, siempre escasa.


Paisaje en el sertão.


De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre, todavía vigente, de comer tierra. La falta de hierro provoca anemia; el instinto empuja a los niños nordestinos a compensar con tierra las sales minerales que no encuentran en su comida habitual, que se reduce a la harina de mandioca, los frijoles y, con suerte, el tasajo. Antiguamente, se castigaba este «vicio africano» de los niños poniéndoles bozales o colgándolos dentro de cestas de mimbre a larga distancia del suelo (Un viajero inglés, Henry Koster, atribuía la costumbre de comer tierra al contacto de los niños blancos con los negritos, “que contagian este vicio africano”.)

El nordeste de Brasil es, en la actualidad, la región más subdesarrollada del hemisferio occidental (El nordeste padece, por varias vías, una suerte de colonialismo interno en beneficio del sur industrializado. Dentro del nordeste, a la vez, la región del sertáo está subordinada a la zona azucarera a la cual abastece, y los latifundios azucareros dependen de las plantas industrializadoras del pro ducto. La vieja institución del senhor de engenho está en crisis; los molinos centrales han devorado a las plantaciones) Gigantesco campo de concentración para treinta millones de personas, padece hoy la herencia del monocultivo del azúcar. De sus tierras brotó el negocio más lucrativo de la economía agrícola colonial en América Latina. En la actualidad, menos de la quinta parte de la zona húmeda de Pernambuco está dedicada al cultivo de la caña de azúcar, y el resto no se usa para nada: los dueños de los grandes ingenios centrales, que son los mayores plantadores de caña, se dan este lujo del desperdicio, manteniendo improductivos sus vastos latifundios.


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EL PETRÓLEO, LAS MALDICIONES Y LAS HAZAÑAS

El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria química y el material estratégico primordial para las actividades militares. Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias; el petróleo es la riqueza más monopolizada en todo el sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen, en escala universal, las grandes corporaciones petroleras. La Standard Oil y la Shell levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de la paz. La Standard Oil Co de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista; fuera de los Estados Unidos no existe ninguna empresa industrial más poderosa que la Royal Dutch Shell. Las filiales venden el petróleo crudo a las subsidiarias, que lo refinan y venden los combustibles a las sucursales para su distribución: la sangre no sale, en todo el circuito, fuera del aparato circulatorio interno del cártel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial, para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.



Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferencia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo, los países exportadores de la materia prima más importante del mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los países del área desarrollada, donde tienen su asiento las casas matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan.

El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares. El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos, y el cártel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente. Curiosa inversión de las «leyes del mercado»: el precio del petróleo se derrumba, aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican las fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que pagan los consumidores. Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo y el de los derivados. Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo en el mundo capitalista está, como hemos visto, en manos de un cártel todopoderoso.



El cártel nació en 1928, en un castillo del norte de Escocia rodeado por la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva jersey, la Shell y la Anglo-Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco se incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cártel. La Standard Oil, fundada por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra los trusts; la hermana mayor de la numerosa familia Standard es, en nuestros días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo, sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la mitad de las ventas totales del cártel en nuestros días. Las empresas petroleras del grupo Rockefeller son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del total de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto, arrancan al mundo entero. La jersey, típica corporación multinacional, obtiene sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de ganancias resulta cuatro veces más alta. Las filiales de Venezuela produjeron, en 1957, más de la mitad de los beneficios recogidos por la Standard Oil de Nueva jersey en todas partes; en ese mismo año, las filiales venezolanas proporcionaron a la Shell la mitad de sus ganancias en el mundo entero.

Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a los países pobres no sólo derivan en línea recta a las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de cupones, sino que además se reinvierten parcialmente para robustecer y extender la red internacional de operaciones. La estructura del cártel implica el dominio de numerosos países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su servicio. Son las empresas quienes deciden, con un lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles han de ser las zonas de explotación y cuáles las de reserva, y son ellas quienes fijan los precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La riqueza natural de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del asalto y el saqueo organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su servidumbre política y su degradación social.



Ésta es una larga historia de hazañas y de maldiciones, infamias y desafíos.

Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de Nueva jersey. La jersey compraba el petróleo crudo a la Creole Petroleum, su filial en Venezuela, y lo refinaba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le convenían para cada una de las etapas. En octubre de, 1959, en plena efervescencia revolucionaria, el Departamento de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya habían comenzado los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte, y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la reducción de la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos a precios buenos para Cuba.

La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin compensación alguna.

Encabezadas por la Standard Oil de Nueva jersey, las empresas comenzaron el bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los repuestos esenciales para las maquinarias y el boicot de los fletes. El conflicto era una prueba de soberanía, y Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una estrella en la constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el engranaje mundial de la Standard Oil.



México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado por la Standard Oil de Nueva jersey y la Royal Dutch Shell. Entre 1939 y 1942 el cártel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas. Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndose la primera el norte y la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo. Este fenómeno sigue siendo usual en varios países. En Colombia, por ejemplo, donde el petróleo se exporta libremente y sin pagar impuestos, la refinería estatal compra a las compañías extranjeras el petróleo colombiano con un recargo del 37 por 100 sobre el precio internacional, y lo tiene que pagar en dólares. En pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años. «Habían quitado a México -escribe O'Connor- sus depósitos más ricos, y sólo le habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos.» En menos de veinte años, la producción se había reducido a una quinta parte. México se quedó con una industria decrépita, orientada hacia la demanda extranjera, y con catorce mil obreros; los técnicos se fueron, y hasta desaparecieron los medios de transporte. Cárdenas convirtió la recuperación del petróleo en una gran causa nacional, y salvó la crisis a fuerza de imaginación y de coraje. Pemex, Petróleos Mexicanos, la empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda la producción y el mercado, es hoy la mayor empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de las ganancias que Pemex produjo, el gobierno mexicano pagó abultadas indemnizaciones a las empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como bien dice Jesús Silva Herzog, «México no es el deudor de esas compañías piratas, sino su acreedor legítimo.»" En 1949, la Standard Oil interpuso veto a un préstamo que los Estados Unidos iban a conceder a Pemex, y muchos años después, ya cerradas las heridas por obra de las generosas indemnizaciones, Pemex vivió una experiencia semejante ante el Banco Interamericano de Desarrollo.




Eduardo Galeano, lectura esencial ayer y hoy, es uno de los escritores más enterados y lúcidos de América Latina, y describe en su libro Las venas abiertas de América Latina el horror de la inmisericorde explotación capitalista a nuestros países, y de cómo no seremos libres mientras no logremos tomar el futuro en nuestras propias manos.



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