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Autor: Autor: Delia Aguiar



¿Quieres que te deje preñá? Me gusta cuando me haces esa pregunta, ya lo sabes tú. Por eso siempre te pido que me la hagas de nuevo, y tú siempre me haces caso y la repites. ¿Quieres que te deje preñá? Y es justo esa palabra que usas para decirlo, preñá, y el tono de taxista de Andalucía profunda que utilizas lo que más me gusta y me hace reír.

No es una palabra que vaya bien con tu forma de hablar, además los dos sabemos que no queremos más hijos. Ya lo hemos hablado. Pero quizá es por eso por lo que me gusta tanto que me lo preguntes. Porque me hace pensar que tú podrías dejarme así, Luis, aunque nunca vayas a hacerlo, aunque sea imposible por teléfono. Pero podrías.

Es temprano y sé que en un rato me vas a llamar. Por las mañanas siempre me llamas tú, cuando te despiertas, que suele ser tardísimo. Es a la hora en que casi todo el mundo está comiendo ya, cuando los restaurantes se llenan de gente y en los poros de las chicas que trabajan en las hamburgueserías empiezan a asomar las primeras gotas de sudor, un sudor que se parece un poco al rocío de un amanecer pero que es más triste que el amanecer de verdad, porque está rodeado de tubos digestivos y de sabor a patata frita. Tú te despiertas cuando las personas están contando sus monedas para pagar un Cheeseburguer, cuando las calles están llenas de esa mezcla de olor a comida y dinero.

Yo te pregunto si te acabas de levantar y siempre dices que no, que hace un rato que estás dando vueltas por la casa pero yo sé que es mentira, que te da vergüenza que yo sepa que no madrugas. Reconozco tu voz de recién levantado, tu voz apática de mano que revisa en un monedero cuando ya sabe que está vacío. Porque para ti empezar un día es arrastrarlo como si fuera un grillete de los que usan los presos, un grillete cuyo peso sabes tú de memoria. Luego reconoces que te quedaste trabajando hasta tarde, que no podías dormir, que se te acabaron los cigarrillos y estuviste a punto de morirte, porque había empezado de nuevo ese dolor en el hombro que siempre relacionas con un infarto. O que te bebiste media botella de ginebra y estuviste las horas siguientes vomitando, para que yo te regañe un poco. Pero sólo un poco, porque cualquier cosa que hagas ya me parece menos grave que lo que vi en mi sueño de hace dos noches, un sueño en el que tú bebías de una bombona de butano como si se tratara de un biberón. Las llamadas de la mañana son casi de hospital, de primeros auxilios para que confirme que sigues entero, para auscultarte. Me llamas para que te rescate del infierno que es para ti la noche, de las historias que escuchas en los programas de radio que cuentan los que tampoco pueden dormirse.

La llamada de la tarde, en cambio, siempre la hace el que más solo se encuentre en ese momento. Nuestra soledad es una goma con la que juegan las niñas en el parque, estirando una de cada lado. Es una soledad que unas veces se tensa más de un lado y otras de otro, pero es la misma. En realidad, la de la tarde no era una llamada acordada, en principio no entraba en los planes pero la fuimos adoptando poco a poco hasta que la hicimos nuestra. Es la llamada en la que después de hablar yo contigo, se suelen poner las niñas. A ti te gusta que la pequeña te diga que eres el más guapo del espacio, de los alienígenas y de la telefónica, y de todos los espejos del mundo. A veces jugáis al veo-veo por teléfono, ella pone el manos libres y yo os escucho desde mi cuarto. Es tan bonita la mezcla de tu voz ronca y su voz suave, que siempre me viene a la cabeza una pluma de paloma que vi posada hace poco sobre el asfalto fresco, (no te lo he dicho, pero han asfaltado por fin nuestra calle). La pluma se había quedado allí quieta, enganchada en lo áspero.

Por las noches siempre te llamó yo, para que el timbre del teléfono no despierte a las niñas, que suelen estar acostadas. Porque es un timbre que hace enfadar, irritante, de dedo que se mete en el ojo. La casa tiene un silencio a esas horas que no tiene en todo el día. Se queda muda la casa pero también alerta, con su montón de orejas levantadas. A punto de ladrar pero sin llegar a ladrar, porque las casas ladran y estornudan, sobre todo cuando hay tormenta. Yo he oído a nuestra casa estornudar cuando salía para hacer la compra, pero no me quise dar la vuelta. Luego vi que había estado por allí el barrendero con su escobón levantando el polvo, y lo entendí. Por todo eso, por las niñas y porque la casa es una vida más que protesta, me he enfadado cuando alguna noche se te ha ocurrido llamarme, me he enfadado tanto que no has vuelto a hacerlo nunca más. Suelo llamarte yo cuando he terminado de estudiar, me he puesto el pijama y me he lavado los dientes, para que al colgar pueda entrar de un salto en la cama y analizar todo lo que me has dicho. Porque en mi cama, bajo las mantas, mi cabeza se convierte en una oficina de correos donde se clasifica todo.

Siempre soy yo la primera que tiene ganas de despedirse, pero no porque no me guste hablar contigo, sino porque me da sueño y mi teléfono no es inalámbrico como el tuyo, que te permite cocinar a la vez que hablas, batir unos huevos y hasta fregar los platos. Llevarme contigo a donde quieras. Yo tengo que estar clavada en el pasillo, con el frío que hace. Y la verdad es que cuesta despedirse de ti, encontrar esa última palabra que nos deje satisfechos a los dos hasta el día siguiente, el tono justo de cariño porque un tono menor podría dejarnos pensando toda la noche en que las cosas ya no son como antes. Porque yo creo que eso es lo que más nos asusta, que algún día ya no nos apetezca hablar, que nos cansemos de que nuestra relación tenga que ser así, por teléfono. Tres veces al día como el antibiótico. Que ya no nos interese aprovechar la tarifa plana que tú siempre has defendido, y a la que yo tenía miedo de meter en casa porque su nombre, tarifa plana, me traía a la cabeza una pista amarilla de patinaje en la que íbamos a dar vueltas tú y yo. Con niebla y solos.

Pero hay algo que no te he contado por teléfono, Luis. Porque contártelo era importante pero a la vez no, como la flor pequeñita que viene cosida de adorno en la parte delantera de la ropa interior, que la puedes dejar o quitar; lo que tú quieras que no pasa nada. Y que tú sepas esto tampoco va a cambiar nada, quizá sólo te deje un poco más triste. ¿Te acuerdas que siempre me quejaba de que me dolía un oído cuando llevábamos mucho rato hablando? Tú decías que era una excusa para colgarte ya, pero no. Me dolía por dentro, como si tus palabras se fueran poniendo en fila una tras otra y formaran una aguja que me pinchara cada vez más. El caso es que consulté al médico y después de hacer algunas pruebas, me ha dicho que tengo otosclerosis, que es una enfermedad en la que los nervios del oído se van durmiendo poco a poco, y también el hueso. Dice que oigo la mitad de lo que debería oír, pero yo no lo sabía, y dice que a la larga es posible que deje de oír por completo. Pero también dice que se puede operar el hueso, o poner un aparato de los que llevan las personas mayores que parece una garrapata enorme. ¿Te imaginas? Siempre que vi a un sordo leyendo en los labios de alguien, me venía a la cabeza un puñado de harina blanca que se deja caer entre los dedos, una harina que se va posando en el suelo sin hacer ruido. Porque a los sordos las palabras se les convierten en harina que cae sin ruido.

Pero yo no quiero ser sorda, yo lo que sea con tal de que podamos seguir hablando, porque esto de los oídos dormidos no me ha gustado nada. Me he imaginado a mis dos oídos compartiendo la misma cama que tú y yo no compartimos, de espaldas a nosotros abrazados tan a gusto, encajados en sus propios pliegues, y nosotros sin poder escucharnos en nuestras tres llamadas al día.


Carta ganadora de la VI Edición del certamen de cartas de amor Antonio Villalba, organizado por la Escuela de Escritores.