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Bueno gente, vi que hay buen recibimiento a lo escrito por algunos usuarios, y por esa razón me animo a subir un cuento mío. Pueden encontrar otros escritos míos en mi blog, Avistando Quimeras.

Espero que les guste. Lo más importante, de todas maneras, es que comenten qué les pareció.

Mini Sinópsis: “El cazador cazado” es un cuento totalmente ficcional, que transcurre en las calles de un barrio de Buenos Aires. El protagonista relata una historia que lo incumbe en demasía, pero no se limita a contarla simplemente; Al irla transcribiendo en un papel, puede detenerse y reflexionar sobre cada párrafo escrito. Su propia historia, entonces, no se desvanece al ser vivida, sino que permanece, reviviendo una y otra vez, al ser leída.


Un saludo.
Juan Martín


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El cazador cazado - Por Juan Martín



Ella terminó por desobedecerme. A pesar de mis advertencias, de mi enojo y de mis gritos. Yo le dije que no lo haga, sin embargo fue y lo hizo. Agarró su cámara de fotos, me insultó y salió de casa, donde olvidó sus llaves, arriba de la mesa. Tal vez no quería volver. No era mi intención seguirla, sólo quería darle lo que se había olvidado. O al menos eso pensaba para justificarme. La vi caminar, de lejos, de aquella forma que me tenía loco, que me había conquistado desde el primer día en que la vi. Seguramente, pensé, su olfato experto la iba orientar hacia alguna zona de la ciudad, en donde iba a sacar su Nikon digital de la mochila, apuntar y esperar el momento indicado para iniciar la cacería.

Cuando la conocí, sus ojos verdes resplandecían de una forma particular que me impedía concentrarme en mis asuntos y mirar hacia otro lado. Su rostro quedó, desde ese momento, grabado en mis pensamientos, como parte de una foto. Hace ocho meses había entrado trabajar en la compañía de publicidad en la que yo participaba, la que ahora forma parte de un pasado que intento borrar, como si de líneas escritas en lápiz estuviera construido. Mariela Gonzáles, un nombre sencillo que desde ese instante comenzó a tener un gran significado en mi vida. Con el tiempo nos fuimos conociendo más, y ya de novios le regalé aquella cámara, reina y destructora de todo lo que vino después.

Nunca quiso contarme mucho sobre su pasado. Esquivaba el tema, ágil y cortés. Un día, sin embargo, confesó que comenzar una nueva relación con alguien la atemorizaba. Había perdido, en su juventud, a la mayor parte de su familia, y no quería que le sucediera conmigo. Le prometí que eso no iba a pasar, que le entregaba mi corazón para que lo guardara como si fuera suyo.

“Cazar es lo que haces”, le decía, a veces, cuando me describía cómo había capturado cuerpo y alma de la escena de alguna foto. Esas charlas no tenían desperdicio alguno. Nos pasábamos horas, café de por medio, discutiendo acaloradamente sobre la importancia de la fotografía en la historia de la humanidad. A sus comentarios de alabanza hacia el arte de fotografiar, yo irónicamente le contraponía las creencias indígenas que reafirmaban que las fotos arrancan los espíritus inquietos de los retratados. Le hacía recordar un documental que habíamos visto en casa de mis viejos, en donde el líder de una tribu existente aún en la costa pacifica de los Estados Unidos, se negaba a ser fotografiado, incluso a ser filmado por las cámaras. En la explicación de aquel programa educativo digno del Discovery Channel, una voz en castellano neutro explicaba que esta negación se debía a un antigua dogma indígena que rechazaba cualquier intento occidental de recortar su realidad, por temor a que sus almas se vean esclavizadas en pequeños papeles fotográficos. “Te pareces a un cazador profesional, cada día con mejor puntería”, le comentaba entre risas. Se enojaba, pero veía en sus ojos aquel brillo que me hacía entender que su rencor era parte del juego.

Semana tras semana las cosas fueron tomando un tinte que nunca hubiera creído posible. Tomó demasiado en serio mis palabras, e incorporó como suya la idea de ver al objeto de su lente como una presa a cazar. Lamento que esto no haya sido parte de mi imaginación, pero lo cierto es que comencé a ver las cosas con claridad muy lentamente. Comencé a extrañarme sobre sus comportamientos hace seis meses atrás, cuando cada día pasaba más tiempo con su cámara, y menos conmigo. En ese entonces era cotidiano que me levantara y antes de ir al laburo la pasara a buscar, pero un día no contestó a mis repetidos golpes en la puerta de su casa, una vieja casona de las que están de moda actualmente en Palermo. Como esa semana se había sentido un poco enferma, decidí entrar con las llaves que me había dado, sin encontrarla por ninguna parte. Cuando me estaba por ir, me di cuenta que sus bibliotecas, estantes y escritorios se habían atiborrado de fotos, de trofeos de caza. Presas insertadas en marcos de madera, pensé en aquel instante, pidiendo salir desesperadas del vidrio que constituía su cárcel. Los posteriores hechos de la realidad coincidieron con esos pensamientos oscuros que me habían atacado; La vecina del noveno piso, a la que no veía desde que Mariela le había tomado una foto, como el perro del portero, que luego de ser fotografiado, adoleció hasta fallecer, sólo siguieron existiendo en las fotos de las paredes de su casa. Me culpaba a mi mismo por pensar que Mariela podría haber tenido algo que ver con la desaparición de ellos. Por eso intenté eliminar aquellos pensamientos de mi cabeza, oxidada tal vez por el extenuante trabajo que había tenido por aquellos días. Sin querer caer en un intelectualismo barato, todo sucedió como afirmaba Aristóteles, “la única verdad es la realidad”. Cada día, mas fotos sobre desconocidos inundaban nuestra vida, y lo que antes había pasado no dejaba de palpitar en el presente. Estos insufribles descubrimientos llevaron a que le gritara, y le exigiera, ya sin fuerzas, que se deshiciera de esa cámara, a lo que ella contestó con su enojo y huida.

Y ahí estaba yo, una cuadra detrás de ella, viendo hacia donde se dirigía, estudiando sus movimientos como si se tratara de una presa, inocente y totalmente desprotegida. Sin intentar cazar al cazador, la imagen se asemejaba a aquello. La vi, entre el sube y baja y el tobogán. La arena, sucia y mojada, dejaba distinguir un sinnúmero de pequeñas huellas que la habían pisado. Atiné a mirar hacia al cielo, deseando que la lluvia cayera, en un frágil intento para que las madres se llevaran a sus hijos lo más lejos posible de aquella placita, la que había sido un retazo de mi infancia. Se agachó, dejando a un lado su mochila, levantando la cámara y dirigiendo la lente hacia abajo, en donde un bebé de apenas un año caminaba distraído.

No lo podía permitir, ya que yo sabía lo que iba a pasar. Lo ilógico, lo irracional, todo lo que en otro momento había servido en las charlas para contradecirla superficialmente, ahora lo creía posible. Los temores indígenas hacia la fotografía comenzaron a parecerme reales y válidos. En ese preciso momento, la pequeña cámara que Mariela llevaba en sus manos se me representó como una verdadera arma, como el fusil de un cazador capaz de arrebatar una vida, el alma de aquel inocente recién nacido. Así como mi vecina y el perro del portero, ese bebé iba a pasar a existir solo como parte de un retrato, petrificado sin oportunidad de volver a reír.

Sólo fragmentos de lo que vino después permanecen en mi mente. Gotas de agua comenzaron a caer sobre mi rostro, en el momento que me abalancé hacia ella, y extendí mis manos, cubriendo con ellas la cámara. Su presa, como un lince que al reconocer a su enemigo se lanza en una huida veloz, comenzó a gatear hacia donde estaba su madre, y se alejó, así, de la escena que Mariela y yo, sin quererlo, estábamos representando. Forcejeamos e intenté sacarle la cámara, quien parecía decidida a dominarla. Sus ojos parecían haberse teñido de rojo, como en una mala película de terror. Éramos dos personas luchando por un objeto maldito, hasta que lo probable pasó: el funesto gatillo de la Nikon digital se activó y retrató una imagen que predeciría el futuro. Todo lo que en ella apareciera tal como sucedió con los retratados hasta ahora, iría desintegrándose y perdiendo su lugar en la realidad, hasta pasar a ser parte de una colección de tristes pasados.

Me encuentro ahora escribiendo estas líneas, en un papel sucio y amarillento, suspirando cada vez que recuerdo su rostro. Esa cámara que tanto mencioné, ocupa un lugar en el piso, cerca de mí, esperando a que me decida a tirarla para siempre. En la reflexión que despierta esta situación, no dejo de pensar qué pasó en todos estos meses. A Mariela sé que no la voy a olvidar jamás. Solo debo volver a ver mi único trofeo, esa foto, sacada entre forcejeos, la que muestra una mirada aterrada y consciente, de que por primera y última vez, se convertiría en la protagonista de la fotografía de un triste final.