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¿Educación o adoctrinamiento?
Por: Milton Muñoz


“Mi educación fue muy buena… hasta que el colegio me la interrumpió” George Bernard Shaw

La educación pública es un concepto de mediana edad; no es lo suficientemente nuevo ni lo suficientemente viejo. Antiguamente, el acceso a la educación era monopolio de las clases altas o las castas superiores como militares, la nobleza clerical y aristócratas. La educación estaba muy restringida, pues la mayoría de la población como campesinos y esclavos estaban destinados a una vida de trabajo y servidumbre, casualmente, hacia las clases altas. En Grecia existían lugares para la charla y la meditación, pero no había maestros designados. Por supuesto, los que podían acceder a estos lugares eran los hombres libres y nativos de la región. Para el siglo XVI los únicos que sabían leer en su idioma natal y contar números eran las noblezas papales.
Con la revolución industrial, poco después de derrocar al viejo régimen (monarquía) los propietarios de las industrias más poderosas de las épocas, junto al estado benefactor, acuerdan “educar y escolarizar” a la gente que trabajaban para ellos. Esto podría suponer una eficiencia humana en el ámbito de trabajo y una especialización constante en el uso de las máquinas. Las universidades del momento hacen hincapié en el positivismo, en el método científico aplicado al estudio de la humanidad y las ciencias, y un gran catálogo de ideales como la libertad, la emancipación, la autonomía, entre otros. Fue así que se le dio rienda suelta a un proyecto que aún sigue en vigencia.
Es oportuno señalar que las escuelas estadounidenses e inglesas, son homólogas a las fábricas de principios de siglo. Ambas cuentan con alarmas para que indiquen a los niños (¿o a los obreros?) cuándo volver a sus obligaciones, comedores incorporados al establecimiento, casilleros personales donde cada persona guarda sus pertenencias, etc. Es decir, la escuela es la antesala de la fábrica. Cada niño es visto como un futuro obrero, donde su vida consistirá en realizar un trabajo repetitivo, aburrido, carente de interés hasta su jubilación, en un área específica (el área para el que fue educado). La educación en la era industrial es superficial, parcial y sobre todo, autoritaria. Nuestros abuelos recordarán que en su niñez el maestro, ese ser endemoniado que escupía observaciones sarcásticas hirientes, podía, en todo su derecho, azotarle la mano o tirarle la oreja al chico que se equivocaba, o al que se lo sorprendía distraído con otra cosa. El maestro se erige como un policía del aula. Eran gente frustrada que se desquitaba con los alumnos. No eran poco frecuentes los abusos y los daños que estos miserables ocasionaban sobre esas inocentes almas y para peor, enseñaban un poco de todo pero nada con profundidad.
La escuela, además de ser una prisión, es el matadero de la creatividad, la innovación y la originalidad. A cada niño se lo somete, a martillazos, ideas repetidas y regurgitadas por décadas pasadas. Esto es lo que se conoce popularmente por “repetir como loros”. No hay ningún estímulo para que el alumno se interese por lo que se le enseña. Los profesores buscan la “homogeneización” de su clase. Es un eufemismo para aplastar a los que cuestionan demasiado, si es que hubiera alguno. Se les inyecta estrés y miedo de un posible castigo (físico o emocional) si no se aprenden de memoria tal concepto. Ya no queda ni un rastro de pensamiento crítico o analítico, siquiera. Pensar distinto al resto de la clase es convertirse, automáticamente, en un agitador, en un subversivo, en la oveja negra del corral. Quienes cuestionan demasiado son tildados de locos o rebeldes. La escuela fabrica mentes moldeadas y la industria los consume como una mercancía. Tristemente, esta tendencia se viene dando desde generaciones. La perjudicial máxima de “seguir la tradición” ha opacado la luz de las personas. Cuando el padre que estudió, supongamos, abogacía, le exige a su hijo que siga con la misma carrera, ya lo está adoctrinando, o mucho peor, atormentándolo sin saberlo.
Como dijo Paulo Freire: “El estudio no se mide por el número de páginas leídas en una noche, ni por la cantidad de libros leídos en un semestre. Estudiar no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas y recrearlas.” Estudiar debe ser algo más que una obligación para conseguir un empleo para mantener el statu quo del que estudia, y en conjunto, de la sociedad. El don de aprender es la mayor flexibilidad que posee el ser humano y desperdiciarlos en pos del enriquecimiento mundano y el éxito material son lamentables pérdidas de tiempo y energía. Artistas de todas las ramas se descubren todos los días. Hay jóvenes que apuestan a las olvidadas artes como la poesía, pintura, música y danza.
Hay maestros, no vamos a negarlo, que realmente vierten su corazón en la enseñanza. Ellos, a pesar de que unos alumnos los odiaron y otros los apreciaron, siguen demostrándose a sí mismos, y al resto de los colegas, que la enseñanza es un tesoro maravilloso que no cualquiera puede brindar. Hay profesores que hacen de su empleo una vocación, porque a pesar de que muchas veces se le presentan obstáculos de tipo social, económico y muchas veces políticos, no claudican en su empeño. Voy a hacer una distinción entre empleo y vocación, influenciado por el gran Bernard Lietaer. Empleo es lo que uno hace para sobrevivir, muchas veces no tiene que ver con lo que se estudió previamente. Vocación es la fuerza emocional, la vitalidad con la se predispone a realizar el trabajo de cada día. La vocación es algo que identifica a quien la hace, a diferencia del empleo convencional. Vocación es levantarse todas las mañanas a luchar por un sueño, una ilusión, un motivo en el que depositamos esperanzas y horas y horas de esfuerzo, a sabiendas de que la retribución económica no es suficiente o que algunos colegas pueden odiarnos por pensar distinto o simplemente porque la sociedad no tolera ideas que amenacen el estado actual de las cosas. Maestros que hicieron de su trabajo una vocación fueron Carlos Fuentealba, humilde docente de Neuquén, asesinado por la espalda a quemarropa por un policía represor cuando protestaba por un corte de ruta injustificado e innecesario. O el sublime Pedro Bonifacio Palacios, que nos legó, en una época oscura de la educación argentina, sus vigentes poemas y escritos imperecederos. O al mismísimo Domingo Faustino Sarmiento, el aclamado “niño que nunca faltó al colegio”, que invirtió gran parte de su vida adulta a combatir la ignorancia y el conformismo.
Muchos hombres que cambiaron el curso de la humanidad, con sus inventos, fueron ajenos a toda institución educativa. Para ellos, la educación era sinónimo de adoctrinamiento. Ser adoctrinado es equivalente a no pensar, a no criticar, a no preguntar por nada, porque las respuestas ya están servidas. Albert Einstein no pudo hablar hasta los nueve años, y los directores de la escuela lo tildaron de idiota. Dijeron que era un caso perdido. Sin embargo, ese mismo hombre fue el que revolucionó el campo de las ciencias físicas. Cuando los hermanos Wright estaban ocupados diseñando un prototipo de lo que sería el primer avión motorizado, científicos y educadores de la época escribían, sin cansancio, libros que detallaban por qué el hombre jamás volaría por el cielo como los pájaros. Los ingeniosos hermanos jamás leyeron esos libros y siguieron adelante con sus metas. Hoy los conocemos por ser los pioneros de la aviación moderna.
Parece que debemos, en sociedad, cambiar de raíz la enseñanza tradicional. Alvin Toffler, pensador futurista, afirmó que es mejor aplicar un cambio rotundo a la educación que tratar de renovarla. La enseñanza clásica y retrógrada ya no puede ser efectiva en el cambiante mundo de hoy. En un mundo de constante conocimiento emergente se disparan nuevos horizontes. Hay alumnos sedientos de saber y embotarlos con el pensamiento de un siglo pasado es echar por tierra sus esfuerzos. Contamos con la tecnología suficiente como para hacer el aprendizaje una experiencia rica, estimulante, didáctica y sobre todo muy valiosa. Los niños pueden interactuar con computadoras de manera tan práctica como cualquier adulto. Los profesores deberán ser re-educados también. Pero esto no es “imponer”, sino actualizar conocimientos.
Porque adoctrinar es imponer. Educar es abrir, incluso romper, los límites autoimpuestos.