Tramposos, corruptos y ventajeros, un país con buena gente
Según las últimas mediciones que se conocen sobre la corrupción en el mundo, Argentina ocupa el lugar 107 de 175 países relevados por el ranking de corrupción que en diciembre dio a conocer Transparencia Internacional (TI).
Otro informe, de las mismas características confeccionado por el Barómetro Global de Corrupción también para TI, dio cuenta que 13 de cada 100 argentinos, confesó haber pagado alguna vez coimas para recibir un beneficio de algún organismo del Estado.
En el ranking de las coimas, Argentina se encuentra en una zona media, ocupando el lugar número 7 en el continente americano, donde en el peor lugar aparecen los bolivianos, con el 36 por ciento, los mexicanos con 33 por ciento y los venezolanos, con el 27 por ciento de ciudadanos que confesaron haber pagado coimas en su país.
Así también, hay que decir, que todo indica, según las encuestas, que a los argentinos nos indigna la corrupción, que la detestamos y que es una de las principales causas por las que decidimos nuestro voto cuando se pone en juego el gobierno del país o de alguna de nuestras provincias. Por caso, la misma encuesta de TI da cuenta que el 74 por ciento de los argentinos queremos erradicar ese flagelo y criticamos de la misma manera lo poco que se hace desde los gobiernos para desterrarla.
Ahora bien, ¿cuánto de cierto hay en la última afirmación? Quizás todo sea verdad y que realmente los mendocinos y los argentinos en general no queremos vivir en una provincia o en un país corrupto. Pero también vale hacerse otra pregunta, además de aquella que nos saca nuestro supuesto odio hacia la corrupción. ¿Si tuviéramos la oportunidad de sacar provecho de una prebenda del Estado, de conseguir un beneficio bajo cuerda o si en caso alguno de nosotros pudiera alcanzar un lugar de privilegio, sucumbiríamos a la tentación de meter la mano en la lata cuando nadie te dice nada, ni te ven, dominado todo por un sistema de control y de justicia que deja a muchos impunes? Muchos lo pensarían.
El sábado pasado, durante el partido de fútbol que jugaban Vélez y Arsenal, el árbitro Delfino creyó ver que un jugador de Arsenal tocaba la pelota con la mano en su área. Rápidamente le sacó tarjeta amarilla y como el jugador, en este caso Valencia ya había visto esa tarjeta, lo echó y cobró penal a favor del Fortín. Gran revuelo de los jugadores de Arsenal que, pese a las quejas, se quedaron con un jugador menos y un penal en contra. Pero en medio de esas quejas, casi un minuto después de que el árbitro pitara la pena máxima en el fútbol y echara a Valencia, uno de sus colaboradores de afuera le dicen que se había equivocado. Que la mano no había sido de Valencia, sino del jugador de Vélez Pavone que disputaba la pelota junto a Valencia. Delfino aceptó el error, dio vuelta la sanción, hizo reingresar a Valencia y no cobró penal. Ahí las quejas se revirtieron. Todo Vélez, junto a su técnico Miguel Ángel Russo, se le fueron encima a Delfino para decirle de todo menos bonito. Pavone, el jugador de Vélez que había tocado la pelota con la mano nunca confesó haberlo hecho y Russo, el técnico de Vélez, que sabía que no había sido mano de su jugador, destrozó a Delfino por revertir un fallo que ya había sido sancionado.
Fue entonces cuando el país futbolero entró en ebullición hasta el día de hoy. Y volvió la polémica sobre el uso o no de la tecnología televisiva para sacarse las dudas en medio de un partido, como ocurre en el básquet, en tenis, en el hockey y otros tantos deportes. Pero lo que más llamó la atención fueron las críticas contra un árbitro que más allá de sus problemas para impartir justicia durante un partido, decidió reconocer su error en el medio del partido y enmendarlo. Medio país lo quiere matar a Delfino, por boludo, por tonto, por no ser idóneo, por no tener autoridad para mantener un fallo. Es un gran mamarracho por reconocer un error, en definitiva.
El ejemplo del fútbol viene bien porque mucho de lo que pasa cada fin de semana en una cancha refleja en gran medida la característica de nuestra sociedad. Nos encanta sacar ventaja, joder a quien tenemos al lado y con quien competimos, pasar un semáforo en rojo, hablar por celular cuando se conduce, acelerar a mil en las autopistas y hacernos los que venimos a 60 cuando se acerca el control policial. Y si fuimos descubiertos, sacar la carta ganadora debajo de la manga, la de la coima o la de la chapa. La de la trampa permanente.
Con esos des-atributos también vamos a votar. Y así suelen ser los resultados y así producimos doctores Frankenstein en serie.
Según las últimas mediciones que se conocen sobre la corrupción en el mundo, Argentina ocupa el lugar 107 de 175 países relevados por el ranking de corrupción que en diciembre dio a conocer Transparencia Internacional (TI).
Otro informe, de las mismas características confeccionado por el Barómetro Global de Corrupción también para TI, dio cuenta que 13 de cada 100 argentinos, confesó haber pagado alguna vez coimas para recibir un beneficio de algún organismo del Estado.
En el ranking de las coimas, Argentina se encuentra en una zona media, ocupando el lugar número 7 en el continente americano, donde en el peor lugar aparecen los bolivianos, con el 36 por ciento, los mexicanos con 33 por ciento y los venezolanos, con el 27 por ciento de ciudadanos que confesaron haber pagado coimas en su país.
Así también, hay que decir, que todo indica, según las encuestas, que a los argentinos nos indigna la corrupción, que la detestamos y que es una de las principales causas por las que decidimos nuestro voto cuando se pone en juego el gobierno del país o de alguna de nuestras provincias. Por caso, la misma encuesta de TI da cuenta que el 74 por ciento de los argentinos queremos erradicar ese flagelo y criticamos de la misma manera lo poco que se hace desde los gobiernos para desterrarla.
Ahora bien, ¿cuánto de cierto hay en la última afirmación? Quizás todo sea verdad y que realmente los mendocinos y los argentinos en general no queremos vivir en una provincia o en un país corrupto. Pero también vale hacerse otra pregunta, además de aquella que nos saca nuestro supuesto odio hacia la corrupción. ¿Si tuviéramos la oportunidad de sacar provecho de una prebenda del Estado, de conseguir un beneficio bajo cuerda o si en caso alguno de nosotros pudiera alcanzar un lugar de privilegio, sucumbiríamos a la tentación de meter la mano en la lata cuando nadie te dice nada, ni te ven, dominado todo por un sistema de control y de justicia que deja a muchos impunes? Muchos lo pensarían.

El sábado pasado, durante el partido de fútbol que jugaban Vélez y Arsenal, el árbitro Delfino creyó ver que un jugador de Arsenal tocaba la pelota con la mano en su área. Rápidamente le sacó tarjeta amarilla y como el jugador, en este caso Valencia ya había visto esa tarjeta, lo echó y cobró penal a favor del Fortín. Gran revuelo de los jugadores de Arsenal que, pese a las quejas, se quedaron con un jugador menos y un penal en contra. Pero en medio de esas quejas, casi un minuto después de que el árbitro pitara la pena máxima en el fútbol y echara a Valencia, uno de sus colaboradores de afuera le dicen que se había equivocado. Que la mano no había sido de Valencia, sino del jugador de Vélez Pavone que disputaba la pelota junto a Valencia. Delfino aceptó el error, dio vuelta la sanción, hizo reingresar a Valencia y no cobró penal. Ahí las quejas se revirtieron. Todo Vélez, junto a su técnico Miguel Ángel Russo, se le fueron encima a Delfino para decirle de todo menos bonito. Pavone, el jugador de Vélez que había tocado la pelota con la mano nunca confesó haberlo hecho y Russo, el técnico de Vélez, que sabía que no había sido mano de su jugador, destrozó a Delfino por revertir un fallo que ya había sido sancionado.
Fue entonces cuando el país futbolero entró en ebullición hasta el día de hoy. Y volvió la polémica sobre el uso o no de la tecnología televisiva para sacarse las dudas en medio de un partido, como ocurre en el básquet, en tenis, en el hockey y otros tantos deportes. Pero lo que más llamó la atención fueron las críticas contra un árbitro que más allá de sus problemas para impartir justicia durante un partido, decidió reconocer su error en el medio del partido y enmendarlo. Medio país lo quiere matar a Delfino, por boludo, por tonto, por no ser idóneo, por no tener autoridad para mantener un fallo. Es un gran mamarracho por reconocer un error, en definitiva.
El ejemplo del fútbol viene bien porque mucho de lo que pasa cada fin de semana en una cancha refleja en gran medida la característica de nuestra sociedad. Nos encanta sacar ventaja, joder a quien tenemos al lado y con quien competimos, pasar un semáforo en rojo, hablar por celular cuando se conduce, acelerar a mil en las autopistas y hacernos los que venimos a 60 cuando se acerca el control policial. Y si fuimos descubiertos, sacar la carta ganadora debajo de la manga, la de la coima o la de la chapa. La de la trampa permanente.


Con esos des-atributos también vamos a votar. Y así suelen ser los resultados y así producimos doctores Frankenstein en serie.