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Los grandes partidos, las finales, se definen por detalles. Las causalidades son el motor, la distribución del enfrentamiento, pero serán las acciones de los jugadores (o, en menor medida, los desaciertos del árbitro) los que determinen el resultado; como dicta uno de los tantos lugares comunes del balompié: “los goles no se merecen, se hacen”. En la pasada final del Mundial en el Maracaná la Selección Argentina tuvo sus ocasiones, dos de ellas clarísimas, también pudo contar con un penal, lo cierto fue que ni el italiano Nicola Rizzoli decidió pitarlo ni los delanteros argentinos estuvieron atinados en sus definiciones. Fallos capitales que fueron el condimento más amargo para la albiceleste en un encuentro igualado durante más de 90 minutos; demasiadas ventajas para un rival que no te perdona.

Alejandro Sabella planteó el encuentro como en los dos partidos disputados anteriormente, sabedor de que no iba a poder discutirle el balón a Alemania optó por obstruir los circuitos de su juego y esperar para que cualquier robo se transforme en una ocasión a la contra. Así jugó el equipo gran parte del encuentro con Bélgica y de la misma forma se manifestó en la semifinal contra Holanda. En el choque definitivo ante los germanos el seleccionado fue más atrevido, mejoró en ofensiva aunque, al corresponder su génesis a un carácter conservador, sus delanteros quedaron descolgados muchas veces agenciándose un desgaste físico inaccesible para rentarlo 90 minutos (o más). Las acometidas hacia el arco rival requerían entonces, al realizarse con escasos efectivos, de una elevada precisión en la toma de decisiones, pases y esfuerzos para transformar cualquier avance en ataque (ver imagen).La dificultad de sus adversarios fue in cresendo y la capacidad de estos en desarrollar una presión homogénea en todo el campo sobre la albiceleste dificultaba aún más sus opciones de ataque. Los posibles receptores se encontraron más de una vez en la situación de dominar el balón de espaldas, con apenas espacios y en una marcada inferioridad numérica. Para que la situación progrese se dependía de una acción individual, algo que no debería suceder si se hubiese apostado por sumar efectivos en ataque. Para llevar a cabo esta labor no es necesario controlar la posesión de la pelota durante todo el encuentro; se puede jugar al contragolpe y de igual modo desplegar, en rápidas transiciones, 4 o 5 jugadores con opciones de gol en el área rival.



Sin duda que la categoría de los rivales que se cruzaron en el camino de la Argentina hicieron que sus ocasiones de gol disminuyan aunque también vale destacar que la decisión de Sabella por mutar a un esquema protector fue la principal causa. Fallo inteligente por parte del técnico de la albiceleste, el cual supo rectificar a tiempo luego de que la Argentina firmara una fase de grupos con más dudas que certezas. Tal vez el cambio se gestó luego del partido contra Suiza, donde el equipo nacional presentó signos de una preocupante fragilidad en la contención; atacó mucho, si, pero nunca transmitió seguridad. Sabella rediseñó el centro del campo argentino (quitó a Gago, sumó a Biglia) sitio donde el seleccionado quedaba más descompensado y hacía sufrir, hasta entonces, a una irresoluta defensa (sacó a F. Fernández e ingresó Demichelis). A cambio propuso un esquema de líneas agrupadas, con más ayudas en los laterales, donde la ocupación de los espacios era vital. A diferencia de la fase de grupos y el partido de octavos, el seleccionado decretó no llevar el peso del encuentro esperando agazapado su momento.

La incursión de Enzo Pérez en el equipo (por el lesionado Di María) afianzó el muro defensivo formando un tribote (Biglia – Mascherano - Perez). A esto debemos añadir la transformación que sufrió Pocho Lavezzi en su posición, recordemos que en un principio había ingresado en remplazo de Kun Agüero y terminó siendo una pieza clave en el medio como escolta todoterreno, confirmando la tendencia en el juego argentino. La baja de Ángel Di María resultó ser un jarro de agua helada para el equipo en lo que a posibilidades ofensivas significa. El 7, además de aportar un sinfín de variantes en ataque era el socio de Messi. El jugador del Real Madrid fue el único que demostró, en el Mundial, fusionar su juego con el 10 argentino. Di María no solo se llevaba varios marcajes de Lionel sino que juntos creaban los mejores pasajes de fútbol del equipo. Seguramente la decisión de Sabella de cerrar filas con más severidad se debió a la inesperada lesión de Ángel.

Messi sufrió la ausencia de Di María de manera doble; de forma inmediata, por lo antes comentado, su socio futbolístico dentro del campo. Colateralmente, por el repliegue táctico del equipo, Messi quedó aislado. En el Mundial más competido de la historia contra las mejores selecciones del mundo su juego omnipotente necesitaba asociados activos y cercanos para poder explotar. Lionel tuvo que adaptarse a una posición que no siente (no solo por la retrasada demarcación en el campo sino por cómo fue nutrido, alrededor, su nuevo lugar). Se sabe que Messi acapara la atención total de los contrarios, confinarlo en un juego defensivo y sin talentos ofensivos próximos facilitó la misión del adversario por excluirlo del juego abandonando su juego a jugadas puntuales. De todos modos sus intervenciones, siempre talentosas y con criterio, hicieron gozar a la selección de los mejores pasajes futbolísticos y, por ende, de las ocasiones de gol más claras.




Hay una cierta idea instaurada, muchas veces bajada por los medios (nacionales e internacionales y, sobre todo, españoles) de que Messi ya no sirve o que su capacidad no es tal, en general, esta especie de concepto es acompañada por detractores de piel (Seguidores de Real Madrid, rivales, envidiosos o refutadores por genética) y por gente no muy puesta en esto del fútbol, más pendientes de repetir lo que se dice por ahí que en dedicarle, al menos, 90 minutos a observar un partido (en gran parte, porque tampoco les interesa este deporte). Los individuos que gozan con el fútbol, que lo siguen, que vieron todos los partidos de la Selección en el mundial y que disfrutan hace años del mejor jugador de la historia, al menos, del fútbol moderno (sus números están ahí, y su fútbol también), asumen que Messi no corre cuando no tiene el balón (porque realmente no lo hizo nunca y porque, sobretodo, no lo necesita) y entienden que esperar que sea el tipo de hace 3 años (que hacía 3 goles por partido y daba 2 asistencias en cada tiempo en el que era, tal vez, el mejor equipo de los últimos 80 años) luego de una temporada de lesiones dentro del campo y presiones exacerbadas fuera se vuelve algo ridículo. Aun así, estas personas también saben que él, con su presente, sin estar rodeado de los mejores (que enriquecen su juego y él los mejora a todos) le sigue alcanzando para ser el mejor.

Pero el 10 asumió su papel, muchas veces el esfuerzo y el compromiso no se contabiliza por la suma de veces que un jugador se arroja al piso o por la cantidad de kilómetros que este recorre. Su sacrificio fue el más difícil de todos; el de renunciar al protagonismo, el de olvidar los primeros cuatro partidos del mundial en los que suscribió 4 goles y 3 asistencias, el de abdicar a su indiscutible corona para fortalecer al equipo. El agudo plan táctico de Sabella para que la Selección avance, después de 24 años, más allá de los cuartos de final en una Copa del Mundo escondía un daño adyacente impensado; Messi perdería su función de estrella individual y este acató la decisión porque comprendió que el todo es más que la suma de las partes; como se estaba jugando no se iba a llegar muy lejos, por mucho que Lionel Messi pueda explotar. Nada de esto hubiese ocurrido sin un pacto, sin un juramento por parte de todo el plantel; desde el partido con Bélgica se observó la decidida voluntad de un grupo de hombres por hacer historia; si el punto de inflexión ha sido Suiza, Bélgica fue la confirmación.

Argentina compitió la gran final del mundial, estuvo a la altura de las circunstancias contra una potencia futbolística como Alemania. La cual, por aparato de organización, posibilidades y objetivos, parece alejarse cada vez más de nuestra órbita; esas dos estrellas de diferencia con la Selección bordadas en la camiseta de la mannschaft se transforman, lentamente, en muchos años de serio trabajo que para la vulgar organización del fútbol argentino se presentan difíciles de seguir. A modo de esperanza se forja la ambición de que la Argentina no tenga esperar otros 24 años para volver a disputar una final de Copa del Mundo. Nuestro rival, Alemania, con el mencionado proyecto de recambio profundo en su estructura futbolística, que tuvo sus inicios hace más de 10 años, consiguió no bajar de semifinales en los últimos 4 mundiales, algo que no es poco. La apuesta era grande porque se trataba nada más y nada menos de una nación que llevando a cabo su método histórico había sabido disputar 7 finales consiguiendo 3 veces levantar la copa, la jugada incluía variar las raíces de su liga nacional, de las inferiores de sus equipos, etc. Como anteriormente comenté, no creo que Argentina esté, lamentablemente, para madurar algo similar pero si tiene la posibilidad de apostar por un proyecto de Selecciones, que englobe a los juveniles y los promueva como base de la Mayor, con un plan de trabajo que supere el lapso de la brecha que separa un mundial de otro, con un cuerpo técnico capaz de no tener que armar el Frankenstein en medio de un Mundial (no porque no haya que variar cuando es necesario, sino porque un cambio drástico en un torneo de 7 partidos – con suerte - es síntoma de una falta total de identidad), con un estilo que potencie a sus figuras y no que nos haga dependiente de estas (o, aún peor, que sus existencias se vuelvan irrelevantes), una misión encarada con dirigentes serios que no delimiten, solo con su presencia, la posibilidad de contar con tal director técnico o tal otro. Veremos que sucede, pero insisto, espero que no debamos esperar otros 24 años.