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Capítulo XI

Me sentía aniquilado. Los acontecimientos de los días últimos habían destrozado mi cuerpo y sumido mi
espíritu en un desorden tan absoluto que hasta entonces no había sido capaz de deplorar la pérdida de mis
compañeros e incluso de darme cuenta, de una forma concreta, de lo que representaba para mí la
destrucción de la chalupa. Acogí con alivio la penumbra y luego el aislamiento en la casi total oscuridad
que la siguió, pues la tarde cayó rápidamente y rodamos toda la noche. Yo torturaba mi cerebro para
buscar un sentido a los acontecimientos de que había sido testigo. Tenia necesidad de este esfuerzo
intelectual para poder huir de la desesperación que me estaba acechando, para probarme a mí mismo que
era un hombre, quiero decir un hombre de la Tierra, una criatura racional, acostumbrada a buscar una
explicación lógica a todos los caprichos de la Naturaleza, incluso a los de apariencia milagrosa, y no una
bestia acorralada por unos monos extrañamente civilizados.
Repasé en mi mente todas las observaciones que había hecho a pesar mío. Por encima de todas,
dominaba una impresión general: aquellos monos, machos y hembras, gorilas y chimpancés, no eran en
modo alguno ridículos. Ya he dicho que no me habían producido la impresión de ser unos animales
disfrazados como los monos sabios que vemos en nuestros circos. En la Tierra, una mona llevando un
sombrero sobre la cabeza es para algunos un motivo de hilaridad, y en cambio para mí es un espectáculo
desagradable. Aquí no hay nada de esto. El sombrero y la cabeza están en armonía y en todos los gestos
de estos animales no hay nada que no sea completamente natural. La mona que bebía el contenido de un
vaso con una paja tenía el aire de una dama. Me acordé también de haber visto que uno de los cazadores
sacaba una pipa del bolsillo, la llenaba metódicamente y la encendía. Pues bien, ninguno de sus gestos me
había chocado, pues los había hecho con una absoluta naturalidad. Tuve que reflexionar mucho para
llegar finalmente a esta paradoja. Medité detenidamente sobre este punto y, quizá por primera vez desde
mi captura, deploré la desaparición del profesor Antelle. Su sabiduría habría podido encontrar
seguramente una explicación a estas paradojas. ¿Qué habría sido de él? Estaba seguro de que no se
encontraba entre los cadáveres que habían traído los simios. ¿Se encontraría entre los prisioneros? No
era imposible, pues yo no los había visto todos. No me atrevía a confiar en que hubiese podido conservar
su libertad.
Intenté construir con mis pobres y escasos recursos una hipótesis, que, en verdad, no me satisfizo
mucho. ¿Acaso los habitantes de este Planeta, los seres civilizados cuyas ciudades habíamos visto,
habían llegado a enseñar a los monos a comportarse más o menos razonablemente, después de una
selección paciente y de unos esfuerzos mantenidos durante varias generaciones? Al fin y al cabo, en la
Tierra hay chimpancés que llegan a ejecutar trucos sorprendentes. El mismo hecho de que tuvieran un
lenguaje podía no ser tan raro como yo había creído, Recordaba ahora una conversación con un
especialista que me había dicho que hay sabios muy formales que se pasan una parte de su vida
intentando hacer hablar a los simios. Pretenden que en la conformación de estas bestias no hay nada que
se oponga a ello. Hasta entonces todos sus esfuerzos habían sido en vano, pero perseveraban en su
empeño sosteniendo que el único obstáculo era que los monos no querían hablar. ¿Acaso algún día lo
habían querido en el planeta Soror? Esto permitiría que aquellos habitantes hipotéticos los utilizaran para
trabajos rudos, como aquella cacería en la cual yo había sido capturado.
Me asía desesperadamente a esta explicación porque sentía temor y repugnancia a imaginarme otra
más sencilla, ya que me parecía indispensable para mi salvación que en este planeta Soror existieran
verdaderas criaturas conscientes, es decir, hombres, hombres como yo, con los cuales yo podría tener una
explicación.
¡Hombres! ¿A qué raza pertenecían, pues, los seres a los que los monos cazaban y capturaban? ¿A
pueblos retrasados? Pero sí era así, ¿cómo serían de crueles los amos de este planeta para tolerar y tal
vez ordenar estas carnicerías?
Me distrajo de estos pensamientos una forma que se me acercaba arrastrándose. Era Nova. A mi
alrededor todos los prisioneros se habían tendido en el suelo. Después de cierta vacilación, se apelotonó
contra mí como la víspera. Traté vanamente, una vez más, de buscar en su mirada la llama que hubiera
dado a su gesto el valor de un impulso amistoso. Ella volvió la cabeza y pronto cerró los ojos. A pesar
de ello, su simple presencia me reconfortaba y acabé por dormirme con ella esforzándome por no pensar
en el mañana.