Capítulo IV
Después de tomar contacto con el suelo nos quedamos un buen rato inmóviles y silenciosos. Tal vez esta
actitud pueda parecer sorprendente, pero es que sentíamos la necesidad de concentrarnos y hacer acopio
de nuestra energía. Nos habíamos lanzado a una aventura mil veces más extraordinaria que la de los
primeros navegantes terrestres y estábamos preparando nuestro espíritu para hacer frente a las cosas
extrañas que ha vertido la imaginación de varias generaciones de poetas a propósito de las expediciones
transiderales.
De momento, hablando de maravillas, nos habíamos posado sin el menor tropiezo sobre la hierba de
un planeta que, igual que el nuestro, tenía océanos, montañas, bosques, terrenos cultivados, ciudades y,
con toda certeza, habitantes. No obstante, debíamos encontrarnos bastante lejos de los países civilizados
si teníamos que juzgar por la extensión de la jungla sobre la que habíamos volado antes de tomar tierra.
Salimos, por fin, de nuestro encantamiento. Nos pusimos primero las escafandras y luego, con mucha
precaución, abrimos uno de los tragaluces de la chalupa. No hubo movimiento alguno de aire. Las
presiones interior y exterior se equilibraban.
El bosque circundaba el claro, igual que las murallas de una fortaleza. No se oía ruido alguno, ni
nada turbaba la calma. La temperatura era algo elevada, pero perfectamente soportable: alrededor de
unos veinticinco grados centígrados.
Salimos de la chalupa llevando con nosotros a Héctor. Antes que nada, el profesor Antelle insistió en
analizar con toda precisión la composición de la atmósfera. El resultado fue alentador: el aire tenía la
misma composición que el de nuestra Tierra, con algunas pequeñas diferencias en la proporción de algún
gas extraño. Tenía que ser, por tanto, perfectamente respirable. No obstante, por un exceso de prudencia,
quisimos antes efectuar la prueba sobre nuestro chimpancé. Lo desembarazamos de su escafandra y el
mono pareció estar muy contento y no sentir incomodidad alguna. Se le veía como embriagado por la
alegría de sentirse libre, sobre el suelo. Después de unas cuantas piruetas, echó a correr hacia el bosque,
saltó a un árbol y siguió haciendo cabriolas sobre las ramas. Pronto se fue alejando y desapareció, a
pesar de nuestros gestos y llamadas.
Entonces nos quitamos también las escafandras, quedando en situación de poder hablarnos
libremente. Al principio, nos impresionó el sonido de nuestra propia voz y sólo nos atrevimos a dar unos
cuantos pasos tímidos, sin alejarnos de la chalupa.
No nos podía caber duda alguna de que nos encontrábamos en una hermana gemela de nuestra Tierra.
Existía la vida. Podía incluso apreciarse que el reino vegetal era de un vigor especial. Algunos de los
árboles que veíamos pasaban seguramente de cuarenta metros de altura. Tampoco tardó mucho en
aparecérsenos el reino animal bajo la forma de unos grandes pájaros negros que se cernían en el cielo
como buitres, y otros, más pequeños, bastante parecidos a nuestros periquitos, que se perseguían piando.
Por lo que habíamos podido ver antes de aterrizar, sabíamos que había también una civilización.
Unos seres razonables, a los que no nos atrevíamos aún a llamar hombres, habían modelado la faz del
planeta. Sin embargo, a nuestro alrededor el bosque parecía deshabitado. Pero esto no tenía nada de
sorprendente. Si hubiéramos caído por azar, en nuestra Tierra, en algún rincón de la selva asiática,
habríamos experimentado la misma sensación de soledad.
Antes de tomar una iniciativa, nos pareció urgente dar un nombre al planeta. Por su parecido con
nuestra Tierra, decidimos llamarlo Soror.
Habiendo decidido hacer un primer reconocimiento sin tardar ya más, nos adentramos en el bosque
siguiendo lo que parecía ser un camino natural. Arturo Levain y yo íbamos provistos de carabinas. En
cuanto al profesor, desdeñaba las armas materiales. Nos sentíamos ligeros y andábamos alegremente, no
porque nuestra gravedad fuera inferior a la de la Tierra, ya que también en esto la analogía era completa,
sino porque, acostumbrados a la mayor gravedad en la nave, el contraste nos hacía saltar como cabritos.
Marchábamos en fila india, llamando a Héctor de vez en cuando sin ningún resultado, cuando el joven
Levain, que iba a la cabeza, se detuvo y nos hizo seña de escuchar. A cierta distancia se oía una especie
de rumor, como de agua que se desliza. Avanzamos en aquella dirección y el ruido se fue precisando.
Era una cascada. Al verla, nos quedamos los tres emocionados por la belleza del paraje que Soror
nos ofrecía. Clara como el agua de nuestros torrentes de montaña, una corriente de agua serpenteaba por
encima de nuestras cabezas y al llegar a una plataforma se expandía a todo lo largo de la misma para
dejarse caer en cortina desde una altura de varios metros, hasta nuestros pies, dentro de una especie de
lago, como una piscina natural bordeada de rocas y arena y en cuya superficie se reflejaba a la sazón el
fuego rojo de Betelgeuse, entonces en su cénit.
La vista de aquella agua era tan tentadora que tanto a Levain como a mí nos asaltó el mismo deseo. El
calor era bastante fuerte. Nos quitamos los vestidos, prestos a darnos una zambullida en el lago. Pero el
profesor Antelle nos hizo comprender que debíamos obrar con más prudencia cuando no habíamos hecho
más que abordar el sistema de Betelgeuse. Aquel líquido tal vez no era agua y podía resultar perjudicial.
Él se acercó a la orilla, se agachó y lo examinó, luego lo tocó con el dedo con precaución. Finalmente,
cogió un poco con la mano, lo olió y se humedeció la punta de la lengua.
—Esto no puede ser más que agua —murmuró.
Se agachaba otra vez para sumergir la mano en el lago, cuando vimos que se quedaba inmóvil.
Profirió una exclamación y apuntó con el dedo una huella que acababa de descubrir en la arena. Creo
sinceramente que en aquel momento recibí la mayor impresión de mi vida. Allí, bajo los rayos ardientes
del Betelgeuse que, sobre nuestras cabezas, invadía el cielo como un enorme balón rojo, muy visible,