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-TAN VIVO Y TAN MUERTO-

Desperté, mareado y confuso, con los ojos tan pegados que no podía ver nada.

Un molesto zumbido bastante doloroso parecía dispuesto a quedarse en mi cabeza hasta el fin de los días.

Mis pestañas se vieron decididas a abrirse de una vez, pero mi vista estaba tan nublada que no podía ni distinguir si la luz de mi cuarto estaba encendida o apagada.

Pero mi mente estaba aun más nublada.

-Puto zumbido, sal de mi cabeza...-gruñí.

Intenté levantarme, con la intención de bajar de la cama, ponerme las zapatillas y echarme un poco de agua en la cara para despertarme del todo.

-Jodido colchón... Tengo la espalda destrozada. Así no hay quien duerma agusto, joder.

Me restregué el dorso de la mano contra los ojos, para intentar aclarar mi vista.

Y cuando mis ojos se adaptaron a la luz me di cuenta de un pequeño detalle...

No estaba en mi cuarto.

No estaba en mi cama, no estaba en mi casa, y ¿quién sabe? A lo mejor esa no era ni mi ciudad.

La idea me pareció graciosa.

Y me reí, porque, joder, ¿quién me lo impedía?

Me percaté de que estaba tirado en medio de la carretera.

Con cierto temor a que me atropellase un coche, me levanté, y me di cuenta de que tenía los pies entumecidos y parecía que hubiesen machacado mis brazos con un bate de beisbol.

Y ahí estaba yo, en mitad de una carretera donde no pasaba absolutamente ni un vehículo.

Dirigí mi cabeza -mierda, cómo me dolía- hacia la acera, pero tampoco había nadie.

Presioné mis sienes con los dedos índices, como si el dolor se fuera a ir mágicamente. Y me dí cuenta de que mi mano derecha estaba cubierta de tinta. Mis ojos no se habían adaptado lo suficiente como para descifrar lo que estaba escrito, no solo por mi mano, sino por todo mi jodido brazo.

Intenté quitarme un poco de tinta presionando fuertemente y con la ayuda de saliva. Las palabras escritas tenían cierto volumen sobre la piel.

-¡No me jodas! ¡Esto es un tatuaje!-grité, impactado- Aaargh... ¡como dueleee! Como pille al que me ha hecho esto...

Me tire al suelo, tumbándome de nuevo, y maldiciendo todo lo maldecible.

Creo que me dormí.

Y me desperté, gritando una frase sin ser consciente de ello, algo así como: "¡¿Dónde estás, Sally?!"

Volví a ponerme de pie, y esta vez si veía con suficiente claridad como para saber que ponía en mi brazo.

Pero no eran frases. Era una sola palabra, repetida dolorosamente miles y miles de veces con perfecta caligrafía sobre mi extremidad.

"Sally"

-¡Oooh Sally, no sé quien demonios eres pero ya te odio!-grité al aire.

Intenté reconocer el lugar en el que me hallaba, pero la cabeza me dolía demasiado.

Mis pensamientos eran jodidamente borrosos.

Sabía que necesitaba algo.

Que buscaba algo.

¿Pero qué?

Una barrera invisible dentro de mi cabeza me impedía concentrarme en ese "algo".

-A ver, vayamos por partes-susurré para mi mismo-. Estoy en un lugar que no conozco. En medio de una carretera, para ser exactos. Pero parece que esto está desierto. Por la posición del sol, supongo que es por la mañana, aunque poco me importa eso.

Pero a pesar de que era de día, la ciudad estaba muy oscura.

No era por la claridad en el cielo.

Era porque no había gente caminando por la acera.

No había un tráfico insoportable con coches abarrotando la carretera.

No había vida, algo en la ciudad había muerto.

Y de repente, sentí miedo, y tuve la indomable y extraña necesidad de comenzar a correr.

Y corrí, porque, joder, soy el dueño de mi alma y hago lo que quiero.

Corrí, asustado, sin saber de qué.

Nunca antes había logrado alcanzar tal velocidad.

Me mantuve bastante tiempo corriendo, pero no conseguía notar ni el más mínimo dolor en mis pies, ni un pequeño atisbo de cansancio.

Me di cuenta de que no corría por miedo o por escapar de alguien, sino porque necesitaba encontrar algo.

Pero...

¿Qué estaba buscando?

¿Qué esperaba encontrar?

No tenía ni idea, así que continué corriendo.

Había perdido la noción del tiempo, pero durante toda mi carrera no había logrado ver ni una persona.

Me hallaba como un loco buscando a alguien.

Una dulce metáfora de cómo me he pasado toda mi vida buscando a alguna persona que me salvase.

De cómo nunca he logrado encontrar a nadie que realmente me guiara por un buen camino como ser humano consciente y racional que soy.

"Pero todos nacemos con padres o tenemos algún tutor que nos guie, que desde pequeños nos diga lo que está bien y lo que está mal." es exactamente lo que diría un ignorante.

Mi nacimiento hizo que la relación de mis padres se hundiese más de lo que ya lo estaba.

Obviamente, yo no tenía esa intención, solo era un jodido bebé llorón.

Hace alrededor de un año escuché por la noche una historia que mi madre le contó a mi hermana pequeña sobre mi padre.

"-Mami, ¿por qué dice Scott que papi y tú no os queríais?

-Oh, cielo... Papi era un hombre muy malo. Cuando tu hermano no había nacido, papi siempre estaba metiéndose en problemas.

Siempre llegaba tarde por la noche, despertándome, borracho y con el cuerpo lleno de moratones...

Nunca fue un hombre muy amable y siempre estaba buscando peleas.

Pero cuando un día le dije que estaba embarazada, me prometió que iba a cambiar por completo.

-¿Y lo hizo, mami?

-No cambió en absoluto. Su maldad era cada día más grande..."

En ese momento, mi madre tuvo que parar de hablar, pues rompió a llorar.

Yo también siento cierta pena cuando recuerdo esos tiempos.

Mi padre nunca aparecía por casa mientras el sol estuviera en el cielo.

El día era feliz. Yo hacía mis deberes, jugaba con mi madre...

Pero tenía un constante temor a que llegara la noche.

En cuanto el sol desaparecía, me iba corriendo a la cama, a intentar dormirme, y todas las noches rezaba por poder despertar sano a la mañana siguiente.

Pero Dios nunca escuchó mis plegarias.

A las 1:00 de la madrugada, mi padre entraba en la casa con un portazo, borracho y drogado, pero eso sí, siempre puntual.

Y siempre tenía alguna excusa para descargar su furia conmigo o con mi madre.

Si el portazo que daba al llegar "a modo de saludo" no me despertaba, lo hacía el olor a alcohol invadiendo mi habitación.

Y yo me encogía en posición fetal en mi cama, bajo esas sábanas que todos los críos de mi edad veían como un escudo que les protegía de seres inexistentes (fantasmas, vampiros, el Hombre del Saco...).

Pero no eran capaz de protegerme a mi de algo tan real como un adulto violento y drogado.

Y cuando yo estaba lo suficientemente asustado, el hundía su fornido brazo bajo las sábanas, y me sacaba de la cama agarrándome por los pelos y tirándome bruscamente al suelo.

Y ahí me pegaba puñetazos y patadas hasta que yo caía inconsciente.

Pero lo sorprendente es saber que esas no eran las peores noches.

Las noches que yo peor lo pasaba eran aquellas en las que el no entraba en mi cuarto, porque se decidía a agredir a mi madre.

¿Que por qué esas noches eran peores para mi?

Porque es insoportable sentir la impotencia de no poder hacer nada cuando escuchas a tu madre gritar y llorar en la habitación de al lado.

Porque yo era un niño pequeño y no podía enfrentarme a esa bestia que hacía de nuestra vida un infierno.

Pero cuando yo era golpeado y acababa inconsciente en el suelo, a la mañana siguiente despertaba en mi cama arropado.

Pero si era mi madre la que acababa tirada en el suelo, no había quien la metiese en la cama y la arropase.

Y todos los días, antes de llevarme al colegio, me prometía que no iba a volver a ocurrir, mientras untaba una asquerosa y fría pomada sobre mis moratones.

Y una mierda.

Todas las noches ocurría lo mismo. Siempre la misma historia.

Siempre el mismo sufrimiento.

Pero en este mundo, nada es eterno.

Dos años después de que mi hermanita naciera, mi madre entró en una profunda enfermedad.

Yo apenas tenía 12 años, pero como mi madre estaba indispuesta, me encargaba de comprar y hacer la comida, cuidar a mi hermana, limpiar la casa...

Y mi padre...

Bueno, mi padre se encargaba de llegar borracho todas las noches y hacerme todo el daño que podía antes de caer dormido.

Pero Dios escuchaba parte de mis plegarias, y mi padre no volvió a tocar a mi madre ni se atrevió a agredir a mi preciada hermanita.

Y nuestra vida cambió una fría noche de Febrero.

El sol acababa de ocultarse por completo. Mi hermanita estaba durmiendo y mi madre se encontraba reposando en su cama.

Yo estaba dibujando en mi cuarto, incapaz de dormir, cuando escuché un fuerte ruido que procedía de la entrada.

Me levanté, me puse las zapatillas y bajé silenciosamente las escaleras.

Alguien estaba golpeando la puerta.

Hice caso omiso de los golpes.

Era demasiado pronto para que llegase mi padre, por lo que seguramente sería un vagabundo loco o un perro intentando resguardarse de la lluvia.

Me di la vuelta, pero el causante de los golpes no desistía y golpeó con más fuerza.

Me acerqué más a la puerta.

Los golpes pararon por cinco segundos, pero volvieron con más intensidad.

Acerqué mi oído a la puerta, y escuché el crepitar de la lluvia impactando contra el asfalto y la respiración entrecortada y angustiada de lo que parecía ser una persona.

La verdad es que eso me asustó.

Abrí el pomo de la puerta, y un cuerpo lleno de sangre cayó sobre mi.

El cuerpo de mi padre.

Y tras el, un tío con capucha que no permitía que su cara fuera visible y otras dos personas tras de el.

El hombre me lanzó un cuchillo al pecho, que cogí torpemente, y en un susurro que en mi cabeza pareció un grito, dijo:

-Adelante, mátalo.