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CAPITULO 56
Thomas sujetó a Minho del brazo.
—¡Tengo que lograr pasar a través de ellos como sea! —exclamó, apuntando hacia la manada rodante de Penitentes, que se interponía en su camino hacia el barranco.
Parecía una gran masa de grasa pinchuda y estruendosa que lanzaba destellos rojos y metálicos. Bajo la luz grisácea y desvaída, resultaban todavía más amenazadores.
Esperó una respuesta mientras Newt y Minho intercambiaban una mirada prolongada. Los nervios previos a la batalla eran todavía peores que el miedo en sí.
—¡Se están acercando! —gritó Teresa—. ¡Tenemos que hacer algo!
—Tú ve adelante —dijo Newt a Minho, casi en un murmullo-. Ábrele un maldito camino a Tommy y a la chica. Ya.
Minho hizo una señal afirmativa y encaró a los Habitantes con una firme determinación en el rostro.
—¡Nos dirigiremos directamente al Acantilado! Pelearemos en el centro, empujando a los monstruos hacia los muros. ¡Lo esencial es que Thomas y Teresa puedan llegar a la Fosa de los Penitentes!
Thomas miró a las criaturas que se aproximaban y apretó su patética lanza.
Debemos mantenernos juntos, le dijo a Teresa. Deja que ellos luchen. Nosotros tenemos que entrar a esa Fosa. Se sentía un cobarde, pero sabía que cualquier combate —o muerte— sería en vano si no lograban ingresar el código y abrir la puerta que los conduciría hasta los Creadores.
Ya lo sé, contestó ella. Siempre juntos.
—¡Listos! —rugió Minho, empuñando un palo con alambre de púas en una mano y un cuchillo plateado en la otra, apuntándolos hacia la horda de Penitentes—. ¡Ahora!
El Encargado corrió hacia delante sin esperar respuesta. Newt lo siguió pegado a sus talones con el resto de los Habitantes detrás: un grupo cerrado de chicos aullando con las armas en alto, listos para un combate sangriento.Thomas aferró la mano de Teresa y los dejó pasar. Mientras esperaba el momento adecuado para entrar en acción, pudo sentir el terror que embargaba a sus compañeros.
Cuando los primeros choques entre los Habitantes y los Penitentes llenaron el aire de gritos y ruidos mecánicos, Chuck pasó corriendo delante de Thomas, quien estiró la mano y lo tomó del brazo.
El chico retrocedió a tropezones y levantó la vista con unos ojos tan aterrorizados que Thomas sintió que se le quebraba el corazón. En esa fracción de segundo, tomó una decisión.
—Tú vienes con Teresa y conmigo —exclamó con tono autoritario, sin dejar lugar para la duda.
Chuck observó la batalla que se estaba desarrollando más adelante.
—Pero... —comenzó a hablar y se interrumpió. Thomas sabía que, aunque le diera vergüenza admitirlo, le entusiasmaba la idea.
De inmediato, trató de salvar la dignidad de su pequeño amigo.
—Necesitaremos tu ayuda en la Fosa de los Penitentes, en caso de que haya alguno esperándonos.
Chuck asintió con rapidez y Thomas volvió a sentir la punzada de tristeza más profundamente que nunca, junto con el impulso irrefrenable de regresar al niño sano y salvo a su casa.
—Muy bien —anunció—, sujeta la otra mano de Teresa. Vámonos.
Chuck hizo un gran esfuerzo por aparentar valor.
¡Han abierto un camino!, gritó Teresa en su mente, disparando un chasquido de dolor en su cerebro. Apuntó hacia delante y Thomas contempló el angosto pasillo que se formaba en
el sendero, mientras los Habitantes luchaban salvajemente para mantener a las bestias contra las paredes.
—¡Ahora! —gritó Thomas.
Empuñando las lanzas y los cuchillos de combate, avanzó a toda velocidad arrastrando aTeresa que, a su vez, jalaba a Chuck. Los tres juntos recorrieron el pasadizo que los separaba del Acantilado, en medio de la sangre y el griterío.
La guerra se desarrollaba con toda su furia. Los Habitantes luchaban impulsados por la adrenalina generada por el pánico. Los sonidos rebotaban por las paredes provocando ecos terroríficos: los aullidos humanos, los choques de metal, los alaridos de las criaturas, los golpes de las garras, los chicos implorando auxilio. Era una bruma sangrienta, grisácea y con destellos de acero. Thomas miraba hacia delante tratando de no desviar los ojos hacia los costados, mientras avanzaba por la estrecha abertura que formaban los Habitantes.
Al tiempo que corría, no dejaba de repasar en su cabeza las palabras del código: CORRER, CAPTURAR, SANGRAR, MORIR, ESTIRAR, OPRIMIR. Sólo faltaban unos diez metros.
¡Me hicieron una cortada en el brazo!, gritó Teresa.
En ese mismo momento, sintió una puñalada aguda en la pierna, pero no se volteó ni se molestó en responder. La implacable dificultad de la situación en que se encontraban era como un fuerte diluvio de agua negra que arrasaba con todo, presionándolo para que se diera por vencido. Sin embargo, resistió y empujó hacia delante.
Divisó el Acantilado, que se abría hacia un cielo plomizo a unos seis metros de distancia. Continuó la marcha impulsando a sus amigos.
Los combates se desarrollaban a ambos lados de los tres chicos, pero Thomas no miraba ni ayudaba. Un Penitente se interpuso en su camino aferrando entre sus garras a un niño que, en su intento por escapar, lanzaba feroces cuchilladas a la dura piel de ballena del monstruo. Lo eludió hacia la izquierda y continuó su carrera. Al esquivarlo, escuchó un alarido que sólo podía significar que el Habitante había encontrado un horrendo final. El aullido quebró el aire sofocando los otros sonidos de la guerra, hasta que se desvaneció en la muerte. Le tembló el corazón y deseó que no se tratara de alguien que él conociera.
¡No te detengas!, dijo Teresa.
—¡Ya lo sé! —respondió en voz alta.
Alguien pasó velozmente a su lado y lo golpeó. Un Penitente se abalanzó desde la derecha haciendo girar las cuchillas, pero un Habitante se interpuso y lo atacó con dos largas espadas, entrechocando aceros en la contienda. Escuchó una voz lejana que repetía una y otra vez algo acerca de él. Que había que protegerlo. Era Minho. Sus gritos revelaban fatiga y desesperación.
¡Una criatura casi se lleva a Chuck!, sonó Teresa violentamente en su cabeza.
Cuantos más Penitentes los atacaban, más Habitantes se acercaban a defenderlos. Winston había recogido el arco y las flechas de Alby y le disparaba las puntas de acero a cualquier forma no humana que se moviera, errando más tiros que los que daba en el blanco. Una bandada de chicos desconocidos para Thomas corría a su lado embistiendo a las criaturas con sus armas improvisadas y saltando sobre ellas. La batalla se encontraba en su punto máximo: ruidos de metal, gritos, gemidos, rugidos de motores, sierras giratorias, hojas cortantes, chirridos de púas contra la piedra, pedidos espeluznantes de socorro, todos esos sonidos habían ido creciendo hasta resultar insoportables.
Thomas continuó corriendo hasta llegar al Acantilado y se detuvo justo en el borde. Chuck y Teresa chocaron con él y casi se caen los tres al precipicio. Al instante, hizo un reconocimiento de la Fosa. En el medio del aire, colgaban unas lianas de hiedra que se perdían en el vacío.
Unas horas antes, Minho y un par de Corredores habían arrancado algunas ramas de enredadera y las habían atado a las lianas que seguían adheridas a las paredes. Luego habían
arrojado los extremos por el Acantilado hasta chocar con la Fosa. Esas eran las seis o siete lianas que se extendían desde el borde de piedra hacia un cuadrado invisible, que flotaba en el cielo gris, donde desaparecían en la nada.
Era hora de saltar. A último momento, se sintió invadido por el terror y vaciló -desgarrado entre los horrendos sonidos de atrás y el espejismo de adelante—, pero logró sobreponerse.
—Teresa, tú primero.
Quería que ellos fueran antes que él para asegurarse de que los Penitentes no los atraparan.
Para su sorpresa, la chica no titubeó. Después de apretar la mano de Thomas y el hombro de Chuck, saltó del borde y, de inmediato, estiró las piernas. Thomas contuvo la respiración hasta que ella se deslizó por el espacio entre las ramas de hiedra y desapareció. Parecía que hubiera sido borrada de un soplo.
—¡Guau! —gritó Chuck, entre la sorpresa y el pavor.
—Lo mismo digo -exclamó Thomas—. Ahora es tu turno.
Antes de que pudiera negarse, lo tomó por debajo de los brazos y le sujetó el pecho.
—Yo te levanto y tú impúlsate con las piernas. ¿Listo? ¡Uno, dos, tresl —gritó, lanzando un resoplido por el esfuerzo y empujándolo hacia la Fosa.
Chuck emitió un aullido mientras volaba por el aire y casi se pasa de largo, pero sus pies habían entrado en el hueco; luego, el estómago y los brazos golpearon contra los bordes del orificio invisible antes de perderse en el interior. Se sintió emocionado ante la valentía de Chuck. Lo quería como si fuera un hermano.
Ajustó las tiras de la mochila y sujetó con fuerza su lanza rústica en el puño derecho. Los ruidos a sus espaldas eran horripilantes y otra vez se sintió mal por no colaborar. Sólo haz tu parte, se dijo a sí mismo.
Armándose de valor, dio un golpe con la lanza en el piso de piedra, apoyó el pie izquierdo en el borde del Acantilado y dio un salto, elevándose como una catapulta en el aire neblinoso. Apretó el arma contra el pecho, puso los talones hacia abajo y estiró el cuerpo.
En un instante, golpeó contra la Fosa.



CAPITULO 57
Al entrar a la Fosa de los Penitentes, Thomas sintió una ráfaga helada que le recorría el cuerpo como si se hubiera zambullido en agua congelada. Mientras sus pies aterrizaban con fuerza en una superficie resbaladiza, el mundo se ennegreció a su alrededor. Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás en los brazos de Teresa. Ella y Chuck lo ayudaron a incorporarse. Era un milagro que no le hubiera sacado un ojo a alguien con la lanza.
De no haber sido por el haz de luz de la linterna de Teresa habrían estado en la más completa oscuridad. Cuando recuperó la orientación, Thomas descubrió que se hallaban en un cilindro de piedra de unos tres metros de altura. Era húmedo y estaba cubierto de un aceite brillante y mugriento, y se extendía unos doce metros hasta perderse en las tinieblas. Levantó la vista hacia la Fosa por la cual habían entrado: parecía una ventana cuadrada en un espacio profundo y sin estrellas. -La computadora está más allá -dijo Teresa, llamando su atención. Apuntó con la linterna por el túnel hacia un cuadrado de vidrio sucio de un color verde pálido. Debajo de él, había un teclado colocado en la pared, puesto de tal forma que podía utilizarse estando de pie. Allí se encontraba finalmente, listo para que ingresaran el código. No pudo dejar de pensar que todo había resultado demasiado fácil. -¡Pon las palabras! —gritó Chuck, palmeándole el hombro-. ¡Date prisa! Thomas le hizo un ademán a Teresa para que ella se encargara. -Chuck y yo haremos guardia para estar seguros de que no entre un Penitente por el hueco.
Sólo esperaba que los Habitantes se dedicaran, a partir de ese momento, a mantener a las criaturas lejos del Acantilado. -Perfecto —repuso ella.
Sabía que Teresa era demasiado inteligente como para perder el tiempo en discusiones. Se paró frente a la pantalla de la computadora y comenzó a escribir.
¡Espera!, le dijo en la mente. ¿Estás segura de que sabes las palabras? Ella lo miró con enojo.
—Tom, no soy idiota. Sí, soy totalmente capaz de recordar...
Un estruendo se escuchó arriba y detrás de ellos: un Penitente se deslizaba mágicamente por la Fosa a través del cuadrado negro. Una vez que aterrizó con un sonido blando y acuoso, una decena de desagradables objetos filosos se proyectaron hiera de su cuerpo, dándole un aspecto más siniestro que nunca.
Empujó a Chuck detrás de él y enfrentó al monstruo, enarbolando su lanza como si eso fuera a mantenerlo alejado.
—¡Teresa, sigue con el código! —le gritó.
Una varilla delgada y metálica brotó de la piel babosa del Penitente, desplegándose en un largo apéndice con tres hojas giratorias, que se movían directamente hacia su cara.
Aferró con ambas manos el extremo de la lanza, mientras bajaba la punta afilada hacia el suelo. El brazo con las cuchillas estaba a unos sesenta centímetros de él, listo para rebanar su piel en finas láminas. Cuando estuvo a sólo treinta centímetros,Thomas tensó los músculos y llevó la lanza hacia el techo haciéndola girar con todas sus fuerzas. Le pegó al brazo metálico de tal forma que éste salió despedido hacia el cielo, dando vueltas hasta que cayó de un golpe sobre el cuerpo del Penitente. La bestia lanzó un chillido airado y retrocedió un par de metros, al tiempo que las púas se retraían dentro de su cuerpo. Thomas jadeó por el esfuerzo realizado.
Tal vez pueda resistir, le comunicó rápidamente a Teresa. ¡Apúrate!
Ya estoy terminando, contestó ella.
Las púas del Penitente afloraron nuevamente; avanzó de golpe mientras otro brazo surgía de su piel y se estiraba hacia delante. Este poseía unas garras inmensas que se abrían y cerraban tratando de atrapar el arma. Thomas volvió al ataque clavando la lanza en la base de los garfios y jalando con toda su potencia. Con un fuerte sonido metálico y gelatinoso a la
vez, el brazo completo se soltó del lugar en donde estaba encastrado y se desplomó en el suelo. Luego, desde algún tipo de boca —que Thomas no pudo divisar—, la criatura emitió un aullido largo y desgarrador y se fue hacia atrás otra vez, ocultando las púas.
—¡Es posible vencer a estos monstruos! —gritó Thomas.
¡No me deja ingresar la última palabra!, dijo Teresa en su cabeza.
Sin entender bien lo que ella decía, profirió un rugido y atacó al Penitente aprovechando el momento de debilidad. Giró en el aire la lanza con furia, saltó sobre el cuerpo bulboso y le arrancó dos brazos de metal con un golpe sonoro. Levantó el arma por encima de su cabeza, afirmó los pies, que se patinaban en la piel viscosa, y luego bajó el arma hasta clavarla en el cuerpo de la criatura. Pronto brotó de la herida un chorro de una sustancia babosa y amarilla que salpicó sus piernas, mientras continuaba hundiendo la lanza en la bestia. Finalmente, soltó la empuñadura del arma y se alejó de un brinco.
Thomas observó con fascinación morbosa cómo el Penitente se retorcía descontroladamente, arrojando ese aceite amarillo en todas direcciones. Las púas entraban y salían de la piel, los brazos restantes giraban como locos y, a veces, atravesaban su propio cuerpo. Fue disminuyendo gradualmente la velocidad de los movimientos, perdiendo la energía con cada gota de sangre —o combustible— que derramaba.
Unos segundos más tarde, se detuvo por completo. Thomas no podía creerlo: acababa de derrotar a un Penitente, uno de los monstruos que habían aterrorizado a los Habitantes durante más de dos años.
Chuck se encontraba a su lado, con los ojos abiertos de par en par.
—Lo mataste —dijo el chico y lanzó una carcajada, como si esa única acción solucionara todos los problemas.
-No fue tan difícil —masculló Thomas, y echó una mirada a Teresa, que presionaba las teclas frenéticamente.
Se dio cuenta de inmediato de que algo andaba mal.
—¿Qué pasa? —le preguntó casi gritando.
Corrió hasta ella y miró por arriba de su hombro. Teresa escribía una y otra vez la palabra OPRIMIR, pero no aparecía nada en el monitor.
Señaló el sucio cuadrado de vidrio, que estaba vacío y sólo emitía una luz verdosa.
—Ingresé todas las palabras y fueron apareciendo una por una en la pantalla. Luego se escuchó un sonido y desaparecieron. Pero no me permite incorporar la última. ¡No pasa nada!
Cuando comprendió lo que ella estaba diciendo, una ola de frío recorrió sus venas.
-Bueno... ¿y por qué?
—¡No lo sé! -exclamó con desesperación. Probó varias veces más sin ningún resultado.
-¡Thomas! -chilló Chuck a sus espaldas: un Penitente había entrado por el hueco, desplomándose sobre su hermano muerto, mientras otro se deslizaba por la Fosa detrás de él.
—¡¿Por qué tardan tanto?! —preguntó Chuck al borde del colapso—. ¡Dijiste que quedarían desactivados en cuanto escribieras el código!
Las dos criaturas se enderezaron, extendieron sus púas y comenzaron a avanzar hacia ellos.
-No nos deja ingresar la palabra OPRIMIR -dijo Thomas distraídamente, sin dirigirse a Chuck, sino tratando de encontrar una solución...
—No entiendo qué pasa -exclamó Teresa.
Los Penitentes estaban cada vez más cerca. Sintió que su voluntad se nublaba, afirmó los pies y levantó los puños desanimado. Se suponía que tenía que funcionar. El código debía...
—Quizás sólo tienen que oprimir ese botón —dijo Chuck.
Thomas se quedó tan sorprendido por el comentario arrojado al azar por su amigo, que desvió la mirada de las criaturas y le prestó atención. Chuck estaba señalando un lugar cerca del piso, justo debajo de la pantalla y del teclado.
Antes de que él empezara a moverse, Teresa ya estaba de rodillas bajo la computadora. Consumido por la curiosidad y por una esperanza fugaz, se unió a ella, arrojándose al suelo para ver mejor. Escuchó los gemidos y rugidos del Penitente detrás de él, notó que una garra filosa sujetaba su camisa y luego llegaba el pinchazo de dolor. Pero no podía dejar de mirar.
Había un pequeño botón rojo ubicado en la pared a pocos centímetros del piso. Tenía tres palabras negras impresas. Era tan obvio que no podía creer que no lo hubiera visto antes.
Eliminar el Laberinto
Otra puntada de dolor lo sacó de su estupor. El monstruo lo había enganchado con dos mecanismos y lo arrastraba hacia atrás. El otro se dirigía hacia Chuck y estaba a punto de atacarlo con una larga cuchilla de metal.
Un botón.
—¡Oprímelo! —gritó Thomas, con una fuerza en su voz que nunca hubiera creído posible.
Teresa apretó el botón y todo quedó en silencio. Luego, desde algún lugar en la profundidad del túnel, se escuchó el sonido de una puerta que se deslizaba al abrirse.




CAPITULO 58
De pronto, los Penitentes se apagaron por completo: los dispositivos mecánicos se retrajeron dentro de la piel viscosa, las luces se extinguieron y los mecanismos interiores quedaron como muertos. Y esa puerta...
Thomas cayó al suelo una vez que las garras de sus captores lo liberaron y, a pesar del dolor por las heridas que tenía en los hombros y en la espalda, la euforia que lo invadió fue tan impresionante que no supo cómo reaccionar. Después de lanzar un grito ahogado, sobrevino una carcajada, se atragantó con un sollozo y terminó riendo otra vez.
Al escapar de los Penitentes, Chuck se había llevado por delante a Teresa. Ella lo sujetó con fuerza y le dio un gran abrazo.
—Lo logramos gracias a ti, Chuck —exclamó—. Estábamos tan preocupados por esas estúpidas palabras del código que no se nos ocurrió mirar alrededor buscando algo que oprimir, la última palabra era la pieza del rompecabezas que nos faltaba.
Thomas volvió a reír. Después de todo lo que habían pasado, todavía no podía creer un final semejante.
—Ella tiene razón, Chuck. ¡Tú nos salvaste, güey! ¡Te dije que necesitábamos tu ayuda! —se puso de pie con dificultad y se unió a los otros dos en un abrazo grupal delirante—. ¡Chuck es un héroe garlopo!
—¿Qué estará pasando con los demás? —intervino Teresa, echando un vistazo hacia la Fosa de los Penitentes.
Thomas sintió que su alegría se desvanecía, mientras se dirigía hacia el hueco.
Como una respuesta a su pregunta, alguien cayó por el cuadrado negro: era Minho, que tenía el cuerpo lleno de cortadas y arañazos.
—¡Minho! —gritó Thomas embargado por el alivio—. ¿Te encuentras bien? ¿Cómo están los otros?
El corredor caminó a tropezones hasta la pared curva del túnel y se apoyó, respirando con dificultad.
—Perdimos una cantidad de gente... Allá arriba hay mucha sangre... —de pronto, todos se quedaron inmóviles. Hizo una pausa para tomar aire—. Ustedes lo lograron. No puedo creer que realmente haya funcionado.
Se escuchó un ruido y apareció Newt seguido por Sartén. Luego Winston con el resto del grupo. En unos minutos, dieciocho chicos estaban reunidos en el túnel con Thomas y sus amigos: eran veintiún Habitantes en total. Tenían la ropa hecha jirones y estaban cubiertos del lodo de los Penitentes y de sangre humana.
—¿Y el resto? —preguntó Thomas, temiendo la respuesta.
—La mitad de nosotros —contestó Newt, con la voz quebrada—. Muertos.
Nadie dijo una palabra más y permanecieron en silencio durante un rato largo.
—¿Saben algo? —dijo Minho, irguiendose un poco-. Una mitad se habrá muerto, pero nosotros, que somos la otra mitad, estamos más vivos que un garlopo. Y, como Thomas creía, nadie recibió ningún pinchazo. Tenemos que salir de aquí.
Demasiados, pensó. Realmente demasiados.
Su entusiasmo se transformó en duelo por esos veinte chicos que habían perdido la vida. A pesar de saber que si no hubieran tratado de escapar, podrían estar todos muertos, de todas maneras sufría por ellos, aunque no los había llegado a conocer muy bien. ¿Cómo podían considerar que semejante exhibición de muerte fuera una victoria?
—Vámonos de aquí —dijo Newt—. Ahora mismo.
— ¿Adonde? -preguntó Minho.
Thomas estiró el brazo hacia el túnel.
—La puerta que se abrió sonó allá adelante.
Intentó sacudirse el dolor: los horrores de esa batalla que acababan de ganar, las pérdidas. Todavía faltaba mucho para que estuvieran seguros.
—Bueno, vamos —contestó Minho, y comenzó a caminar por el túnel sin esperar aprobación.
Newt les indicó a los otros Habitantes que siguieran al Encargado. Fueron pasando uno por uno hasta que sólo quedaron Newt, Thomas, Teresa y Chuck.
—Yo voy al final —dijo Thomas.
Nadie se opuso. Newt fue el primero en entrar en el negro pasadizo, luego Chuck y finalmente Teresa. La oscuridad parecía tragarse hasta los rayos de luz de las linternas. Thomas cerró la marcha, sin molestarse en echar una última ojeada a los Penitentes muertos.
Después de unos minutos de andar, escuchó un alarido, que venía de la parte delantera del grupo, y luego otro y otro. Los gritos se desvanecían, como si se estuvieran desplomando...
Los murmullos recorrieron la fila hasta que llegaron a Teresa.
—Parece que el túnel termina en una rampa descendente —le dijo.
Thomas sintió que se le retorcían las tripas. Parecía que ese sitio era realmente un juego, al menos para quien lo había construido.
Fue escuchando los gritos y las risotadas que se apagaban de cada uno de los Habitantes. Luego fue el turno de Newt y de Chuck. Teresa apuntó la luz hacia abajo: había un tobogán de metal negro brillante con una pendiente muy abrupta.
Creo que no tenemos alternativa, le dijo ella dentro de su cabeza.
Me parece que no. Thomas tenía un fuerte presentimiento de que eso no los sacaría de la pesadilla en que vivían. Sólo esperaba que no los condujera a otra manada de Penitentes.
Teresa se arrojó por la rampa con un chillido casi de alegría y él la siguió, antes de llegar a convencerse de no hacerlo: cualquier cosa era mejor que el Laberinto.
Se deslizó bruscamente por el tobogán, que estaba cubierto de un aceite pegajoso que olía muy mal, como a plástico quemado y a maquinaria gastada. Retorció su cuerpo hasta que logró poner los pies adelante y trató de mantener las manos hacia fuera para disminuir la rapidez de la caída. Era inútil: esa sustancia grasosa cubría toda la rampa y no había manera de afirmarse.
Los gritos de los otros Habitantes resonaban como un eco dentro de las paredes del túnel mientras descendían por la rampa gelatinosa. El pánico se apoderó de él. No podía dejar de pensar que habían sido tragados por una bestia gigantesca, se deslizaban por su largo esófago y, en cualquier momento, aterrizarían en el estómago. Y como si sus pensamientos se hubieran materializado, surgió un olor a moho y a podrido, que le produjo arcadas y tuvo que reprimir las ganas de vomitar.
El pasadizo comenzó a serpentear y se convirtió en un tosco espiral. Eso disminuyó la velocidad que traían, hasta que los pies de Thomas chocaron contra Teresa, golpeándola en la cabeza. Al retroceder, se sintió invadido por una sensación de miseria total. Seguían girando sin parar: el túnel parecía no tener fin.
Las náuseas provocadas por esa sustancia viscosa que se le pegaba al cuerpo, por el olor y el movimiento en círculos, le quemaban el estómago. Estaba a punto de llevar la cabeza a un costado para vomitar cuando Teresa emitió un chillido agudo. No se escuchó ningún eco. Un segundo después, salió volando del túnel y aterrizó encima de ella.
Los cuerpos estaban desperdigados por todos lados, unos arriba de otros, gimiendo y retorciéndose en medio de la confusión, tratando de separarse. Sacudió los brazos y las piernas para alejarse de Teresa, y luego se arrastró un trecho para vomitar todo lo que tenía en el estómago.
Con el cuerpo todavía tembloroso, se pasó la mano por la boca y descubrió que estaba cubierta con esa sustancia mucosa tan desagradable. Se incorporó, frotó ambas manos en el piso y observó dónde se hallaban. Los otros chicos se habían agrupado y también
contemplaban los alrededores. Durante la Transformación, había tenido vislumbres fugaces de ese lugar, pero justo en ese momento las imágenes se volvieron nítidas.
Se encontraban en una inmensa cámara subterránea, nueve o diez veces más grande que la Finca. El lugar estaba cubierto de arriba abajo con todo tipo de maquinaria, cables, conductos y computadoras. En un lado de la sala —hacia su derecha— pudo ver una hilera de unas cuarenta cápsulas blancas que parecían enormes ataúdes. En la pared de enfrente había grandes puertas de vidrio, pero la iluminación no permitía distinguir lo que había del otro lado.
—¡Miren! —gritó alguien.
Pero él ya lo había visto y se le había cortado la respiración. Se le puso la piel de gallina, al tiempo que un escalofrío le recorría la columna como si fuera una araña mojada.
Directamente delante de ellos, una fila de ventanas de vidrio oscuro —unas veinte en total— se extendía en forma horizontal a lo largo del recinto. Del otro lado de cada una de ellas, una persona —hombres y mujeres, pálidos y delgados— observaba atentamente a los Habitantes con los ojos entornados. Se estremeció de terror. Parecían fantasmas: como siniestras figuras de seres humanos enfurecidos y famélicos, que nunca habían sido felices en vida, mucho menos, muertos.
Pero Thomas sabía bien que no eran fantasmas. Eran las personas que los habían enviado al Laberinto. Aquellos que les habían arrancado sus vidas.
Los Creadores.




CAPITULO 59
Thomas dio un paso atrás y notó que los demás hacían lo mismo. Un silencio mortal pareció absorber el aire del lugar, mientras los Habitantes miraban la hilera de ventanas y a los observadores que se escondían detrás. Uno de ellos desvió la vista hacia abajo para anotar algo; otro estiró la mano y se colocó unos lentes. Llevaban camisas blancas y batas negras, con una palabra bordada en el lado derecho del pecho. No podía leer lo que decía. Ninguno de los individuos se destacaba por algún rasgo facial: tenían tez cetrina y aspecto demacrado. Daba pena verlos.
Continuaban observando a los Habitantes. Un hombre sacudió la cabeza; una mujer asintió. Otro hombre se rascó la nariz. Ese fue el único gesto humano que Thomas detectó.
—¿Quién es esta gente? —susurró Chuck, pero su voz se amplificó como un eco por la habitación.
—Los Creadores -dijo Minho, escupiendo al piso-. ¡Les voy a romper la cara!
Gritó con tanta fuerza que Thomas se tapó los oídos.
—¿Qué hacemos? —preguntó—. ¿Qué están esperando?
—Seguramente han reactivado a los Penitentes —respondió Newt—. Y es probable que estén viniendo...
Un silbido lento y potente lo interrumpió. Sonaba como la señal de aviso de la marcha atrás de un camión enorme, pero mucho más fuerte. Se escuchaba por todos lados y retumbaba dentro de la sala.
—¿Y ahora qué? —preguntó Chuck, sin esconder la preocupación.
Por alguna razón, todos miraron a Thomas, que se encogió de hombros como única respuesta. Sus recuerdos llegaban hasta ahí. Desde ese momento, estaba tan desconcertado como cualquiera. Además de asustado. Estiró el cuello para examinar el lugar de una punta a la otra, intentando encontrar el origen del sonido. Pero todo seguía igual. Luego vio por el rabillo del ojo que los Habitantes miraban hacia las puertas. El corazón le latió aceleradamente al percibir que una de ellas se estaba abriendo.
El ruido se apagó y se instaló en la cámara un silencio tan profundo como si se encontraran en el espacio sideral. Thomas contuvo la respiración y se preparó para ver algo horrible atravesando la abertura.
En vez de eso, dos personas entraron en la habitación.
Una de ellas era una mujer adulta. Parecía bastante común. Llevaba pantalones negros y una camisa blanca, con botones en el cuello y un logo en el pecho: CRUEL, escrito en letras azules mayúsculas. Tenía pelo café que le caía hasta los hombros, cara delgada y ojos oscuros. Caminó hacia el grupo con cara inexpresiva. Era como si no hubiera notado la presencia de los chicos o no le importara.
La conozco, pensó. Pero era un recuerdo borroso. No sabía su nombre ni qué relación tenía con el Laberinto, pero le resultaba familiar. Y no solamente su aspecto, también la forma de caminar, los gestos: rígidos, sin una gota de alegría. Se detuvo a unos dos metros de los Habitantes y los fue mirando lentamente uno por uno, de izquierda a derecha.
La otra persona, que se encontraba de pie al lado de ella, era un chico que llevaba una sudadera extremadamente grande, con la capucha puesta tapándole la cara.
—Bienvenidos —dijo finalmente la mujer—. Más de dos años y tan pocos muertos. Increíble. Thomas abrió la boca y la cara se le puso roja de furia.
—¿Perdón? -exclamó Newt.
Los recorrió de nuevo con la vista antes de detenerse en él.
—Todo salió de acuerdo con lo planeado, señor Newton. Aunque suponíamos que algunos más se rendirían durante el camino.
Echó una mirada a su compañero y luego estiró la mano y le bajó la capucha. El levantó la vista con los ojos llenos de lágrimas. Los Habitantes dejaron escapar un suspiro de asombro. Thomas sintió que se le doblaban las rodillas. Era Gally.
Thomas parpadeó y se frotó los ojos, como en un gesto salido de una historieta. La sorpresa y la indignación lo abrumaban.
—¡¿Qué está haciendo él aquí?! —gritó Minho.
—Ya están seguros —respondió la mujer como si no lo hubiera escuchado—. Por favor, cálmense.
—¿Qué? —ladró Minho-. ¿Quién eres tú para decirnos a nosotros que nos calmemos? Queremos ver a la policía, al alcalde, al presidente... ¡a alguien!
Thomas estaba preocupado por lo que Minho pudiera hacer; sin embargo, también quería que le diera un golpe en la cara a la desconocida.
Ella entrecerró los ojos mientras lo observaba.
—Muchacho, no tienes la más mínima idea de lo que estás diciendo. Yo hubiera esperado más madurez de alguien que pasó las Pruebas del Laberinto.
Su aire de superioridad irritó a Thomas.
Minho estaba por contestarle, pero Newt le dio un codazo en el estómago.
-Gally —dijo Newt— ¿Qué está pasando?
El chico de pelo oscuro lo miró. Sus ojos se encendieron un segundo y la cabeza le tembló levemente, pero no respondió. Hay algo extraño en él, pensó Thomas. Peor que antes.
La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza como si estuviera orgullosa de él.
-Algún día, estarán agradecidos por lo que hemos hecho por ustedes. Es lo único que puedo prometerles y confío en que sus mentes lo aceptarán. Si no es así, entonces todo esto fue un error. Estas son épocas oscuras, señor Newton, muy oscuras.
Hizo una pausa.
—Por supuesto que también existe una Variable final —agregó, mientras retrocedía.
Thomas examinó a Gally. Le temblaba todo el cuerpo y la palidez enfermiza de la cara destacaba los ojos enrojecidos y vidriosos como manchas de sangre en un papel. Apretaba nerviosamente los labios como si quisiera hablar pero no pudiera hacerlo.
—¿Gally? —le dijo, haciendo un esfuerzo para reprimir el profundo odio que sentía por él.
Las palabras salieron a borbotones de su boca.
—Ellos... pueden controlarme... Yo no... —los ojos parecían saltar de su cara; una mano se dirigió a la garganta como ahogándolo—.Yo... tengo... que...
Cada palabra era como un graznido. Luego se quedó quieto y la cara y el cuerpo se relajaron.
Era lo mismo que le había pasado a Alby aquella vez en la cama, después de la Transformación. ¿Qué sería lo que... ?
Pero Thomas no tuvo tiempo de terminar su reflexión. Gally llevó la mano hacia atrás y sacó algo largo y brillante del bolsillo trasero. Las luces de la habitación lanzaron destellos sobre la superficie plateada: el chico aferraba con fuerza una daga de aspecto siniestro. Con una velocidad inusitada, se estiró y le lanzó el cuchillo. En ese momento, Thomas escuchó un grito a su derecha y notó un movimiento en su dirección.
La hoja giró como un molinete. Alcanzó a ver cada una de las vueltas que daba en el aire, como si, de pronto, el mundo pasara en cámara lenta y eso ocurriera con la sola intención de hacerle sentir el terror de ser testigo de algo semejante. La daga se acercaba en círculos directamente hacia él, mientras un grito ahogado le estrangulaba la garganta. Se obligó a moverse, pero no pudo.
Luego, sin ninguna explicación, Chuck estaba ahí, arrojándose delante de él. Los pies de Thomas se habían convertido en bloques de hielo: lo único que podía hacer era contemplar impotente la escena de horror que se desarrollaba delante de sus ojos.
La daga golpeó el pecho de Chuck con un ruido húmedo y desagradable, enterrándose hasta el fondo. El chico lanzó un grito y se desplomó, mientras su cuerpo se sacudía y brotaba sangre de la herida. Las piernas golpearon contra el piso y los pies continuaron arrojando patadas al aire. Una saliva roja se escurrió de los labios. Thomas sintió que el universo se derrumbaba a su alrededor y le aplastaba el corazón.
Se arrojó al suelo y tomó el cuerpo tembloroso de Chuck entre sus brazos. Las manos se le tiñeron de rojo.
—¡Chuck! —le gritó. Su voz le rasgó la garganta como si fuera un ácido—. ¡Chuck!
El chico seguía con las convulsiones. Los ojos se le salían de las órbitas y la sangre manaba de la nariz y de la boca. -Chuck... –repitió Thomas, como un susurro.
Debía de haber algo que pudieran hacer. Había que salvarlo. Ellos...
De pronto dejó de moverse. Los ojos volvieron a la posición normal y se posaron en Thomas, como aferrándose a lo que le restaba de vida. Apenas una palabra:
—Thom... mas.
—Resiste, Chuck -exclamó—. No te mueras, pelea. ¡Busquen ayuda!
Nadie se movió y, en el fondo, Thomas sabía por qué. No había nada que pudieran hacer. Era el fin. Manchas negras inundaron sus ojos, mientras la habitación se balanceaba de un lado al otro. No, pensó. Chuck no. Cualquiera menos él.
—Thomas —susurró—. Busca a... mi mamá —una tos seca brotó de los pulmones seguida de un chorro de sangre—. Dile...
No terminó la frase. Sus ojos se cerraron, el cuerpo se aflojó y respiró por última vez.
Se quedó mirando la figura sin vida de su amigo.
Fue entonces que algo ocurrió en su interior. Algo que se originó muy adentro de su pecho, como un brote de furia, de odio, de venganza. Oscuro y terrible.Y luego explotó, dispersándose por todo su cuerpo y su mente.
Soltó a Chuck, se puso de pie temblando y encaró a los nuevos visitantes.
En ese momento, perdió por completo la razón.
Corrió hacia delante, se arrojó sobre Gally y le apretó la garganta como si sus dedos fueran garras. Ambos cayeron al piso. Thomas se puso a horcajadas sobre el chico, lo sujetó con las piernas para que no escapara y comenzó a golpearlo.
Sostuvo a Gally en el suelo con la mano izquierda, presionando su cuello hacia abajo, mientras con el puño derecho descargaba una andanada de puñetazos en su cara. Estrelló sus nudillos contra las mejillas y la nariz una y otra vez. Hubo crujidos, sangre y aullidos horribles. No sabía cuáles eran más fuertes: los de Gally o los de él. Le pegó hasta que liberó la última gota de furia que llevaba dentro.
Luego Minho y Newt lo arrastraron por el piso fuera de allí, mientras él se retorcía y pedía a gritos que lo dejaran en paz. Seguía con los ojos clavados en Gally, que estaba echado en el suelo, quieto. Thomas podía sentir el odio que brotaba de él, como si estuvieran conectados por una llama visible.
Y, de golpe, todo se desvaneció y sólo pudo pensar en Chuck.
Se soltó de las manos que lo sujetaban y corrió hacia el cuerpo inerte de su amigo. Lo agarró otra vez entre sus brazos, sin prestar atención ni a la sangre ni al aspecto cadavérico.
—¡No! —aulló, consumido por la tristeza—. ¡No!
Teresa estaba junto a él y apoyó la mano en su hombro. Thomas se la quitó de una sacudida.
—¡Yo se lo prometí! —gritó, percibiendo que su voz estaba teñida de algo que no era bueno, como demencial—. ¡Le prometí que iba a salvarlo, que lo llevaría a su casa!
Teresa no respondió, sólo sacudió la cabeza con los ojos clavados en el piso.
Thomas apretó a Chuck contra su pecho lo más fuerte que pudo, como si así pudiera revivirlo o darle las gracias por haberle salvado la vida y haber sido su amigo cuando nadie más quería serlo.
Se echó a llorar como nunca antes lo había hecho. Sus sollozos angustiantes resonaron por la sala como los lamentos de un torturado.




CAPITULO 60
Finalmente, escondió sus emociones en su corazón, reprimiendo la ola de dolor que lo inundaba. En el Área, Chuck se había convertido en el símbolo de la esperanza de que las cosas podían cambiar y volver a la normalidad: dormir en camas otra vez, recibir el beso de las buenas noches, comer pan con mantequilla en el desayuno, ir a una escuela de verdad. Ser felices.
Pero ahora se había ido. Y su cuerpo inmóvil, que Thomas todavía aferraba, parecía un frío amuleto. Era la prueba de que no sólo esos sueños de un futuro mejor nunca llegarían a concretarse, sino que la vida, en realidad, nunca había sido del todo buena. Aun escapándose, tenían por delante días muy sombríos y una existencia de tristeza.
Sus recuerdos recurrentes eran fragmentarios y no había muchas cosas buenas que rescatar entre tanta miseria.
Thomas juntó su dolor y lo encerró en algún lugar muy profundo de su interior. Lo hizo por Teresa, por Newt y por Minho. Por más oscuro que fuera lo que los esperaba, ellos estarían unidos y eso era lo único que importaba en ese momento.
Soltó a su amigo y se desplomó hacia atrás, tratando de no mirar la camisa del chico empapada de sangre. Se secó las lágrimas y se frotó los ojos, pensando que debería sentirse avergonzado, cuando en realidad no lo estaba. Entonces levantó la vista y vio a Teresa, con sus enormes ojos azules llenos de pena, tanto por Chuck como por él.
Ella estiró el brazo y lo ayudó a levantarse. Una vez que estuvo de pie, no se soltaron. Le apretó la mano, tratando de explicarle cómo se sentía. Nadie dijo una palabra. La mayoría de los chicos observaban el cuerpo de Chuck sin ninguna expresión en la cara, como si estuvieran más allá de los sentimientos. Nadie miró a Gally, que respiraba pero se mantenía quieto.
La mujer de CRUEL fue la primera en hablar.
—Las cosas no ocurren porque sí, todo tiene un motivo —dijo, sin rastros ya de maldad en la voz—. Tienen que entender esto. Thomas le lanzó una mirada cargada de odio, pero no hizo nada. Teresa le apretó el brazo con cariño. ¿Y ahora qué?, le preguntó. No sé, respondió. No puedo...
Fue interrumpido por un escándalo repentino y una gran conmoción fuera de la puerta por la cual había entrado la mujer. Ella miró en esa dirección con expresión de terror.
Irrumpieron en el recinto varios hombres y mujeres con armas en alto y a gritos, vestidos con jeans mugrientos y abrigos empapados. Resultaba imposible entender lo que decían. Las pistolas y los rifles que empuñaban tenían un aspecto... antiguo, casi rústico. Parecían juguetes abandonados en el bosque durante años y descubiertos recientemente por la siguiente generación de chicos dispuestos a jugar a la guerra.
Contempló perplejo cómo dos de los recién llegados tomaban a la mujer de CRUEL de los brazos y, con un solo movimiento, la arrojaban al piso. Luego, uno de ellos retrocedió y le apuntó con el arma.
No puede ser, pensó Thomas. No...
Unos fogonazos iluminaron el aire y varios tiros se estrellaron contra su cuerpo. Ella estaba muerta y eso se había convertido en una carnicería.
Retrocedió tambaleante.
Un hombre se acercó a los Habitantes, al tiempo que el resto del grupo se desplegaba alrededor de ellos moviendo las armas de un lado a otro y disparando a las ventanas de observación. Escuchó los alaridos; vio la sangre y los vidrios rotos, y luego se concentró en el hombre que estaba junto a ellos. Tenía pelo oscuro y su cara era joven, pero estaba llena de arrugas alrededor de los ojos.
—No hay tiempo para explicaciones —dijo, con una voz tan crispada como su rostro—. Síganme y corran como si sus vidas dependieran de ello. Porque es así.
El hombre les hizo unas señas a sus compañeros y luego salió corriendo por las puertas de vidrio, sosteniendo el arma con firmeza delante de él. Todavía se oían disparos y gemidos de agonía en el recinto, pero Thomas hizo todo lo posible por ignorarlos y seguir las instrucciones.
—¡Corran! —gritó uno de sus salvadores. Ése fue el único término que se le ocurrió para nombrar a quienes los habían rescatado.
Después de una breve vacilación, los Habitantes huyeron dando grandes zancadas y chocando unos con otros en el apuro por dejar el lugar. Thomas se marchó con ellos sin soltar la mano de Teresa. Estaban entre los últimos del grupo. No tenían más remedio que abandonar el cuerpo de Chuck. Se sentía como anestesiado.
Corrieron por un largo pasillo hasta un túnel débilmente iluminado y subieron unas escaleras. Todo estaba oscuro y olía a aparatos electrónicos. Recorrieron otro pasadizo, más escaleras, varios pasillos. Thomas quería sentir tristeza por Chuck, entusiasmo por la huida y alegría de que Teresa estuviera allí con él. Pero había visto demasiado y sólo tenía un gran vacío en su interior.
Mientras escapaban, algunos hombres y mujeres los guiaban al frente del grupo y otros los alentaban desde atrás.
Encontraron otro conjunto de puertas de vidrio y, al atravesarlas, los sorprendió un intenso chaparrón que caía de un cielo negro. No se veían más que pálidos destellos fugaces reflejados en la cortina de agua, que repiqueteaba en el piso.
El líder no dejó de moverse hasta que llegaron a un gran autobús, abollado y oxidado, con las ventanillas rotas. La lluvia caía a chorros sobre el vehículo, y Thomas imaginó que era una enorme bestia que emergía del océano.
—¡Suban! —gritó el hombre—. ¡Deprisa!
Los Habitantes se agolparon en la puerta y fueron entrando uno por uno. Entre los empujones y el desorden, les tomó mucho tiempo trepar esos tres escalones y ubicarse en los asientos.
Thomas era el último de la fila y Teresa estaba justo delante de él. Observó el cielo y sintió la lluvia mojándole la cara. El agua estaba casi caliente y tenía una extraña densidad. Curiosamente, lo ayudó a salir de su abatimiento y a recuperar sus sentidos. Quizás fue sólo la intensidad del diluvio. Se concentró en el autobús, en Teresa y en escapar.
Estaban por llegar a la puerta cuando una mano le pegó en el hombro y lo sujetó de la camisa. Lanzó un grito al percibir que alguien lo sacudía bruscamente hacia atrás, separando su mano de la de Teresa. Cayó con fuerza salpicando agua al golpear contra la tierra. Un rayo de dolor le corrió por la espalda. La cabeza de una mujer apareció unos cinco centímetros arriba de él, impidiéndole el paso a Teresa.
El pelo grasoso se deslizaba por sus hombros y mojaba la piel de Thomas, mientras su rostro permanecía oculto en las sombras. Un olor horrible lo invadió, como de huevos y leche en mal estado. La mujer se estiró hacia atrás lo suficiente como para que la luz de una linterna revelara sus rasgos: una piel pálida y arrugada, cubierta de llagas que supuraban. El terror lo paralizó.
—¡Nos salvarás a todos! -exclamó la espantosa mujer, escupiendo saliva con cada palabra-. ¡Nos salvarás de la Llamarada!
Soltó una carcajada que en realidad sonó como una tos seca. Luego emitió un aullido cuando uno de los desconocidos la tomó con las dos manos y la arrancó de encima de Thomas. Él se puso de pie y volvió con Teresa. Pudo ver que el hombre arrastraba a la extraña, que se resistía lanzando patadas al aire. Luego, la mujer le apuntó a Thomas con el dedo y le habló.
—¡No creas nada de lo que te digan! ¡Tú nos salvarás de la Llamarada!
Cuando el hombre estuvo a varios metros del autobús, arrojó a la desquiciada al piso.
—¡Quédate ahí o te mato! —gritó, y luego miró a Thomas—. ¡Entra al autobús!
Estaba tan aterrorizado por los terribles sucesos que siguió a Teresa temblando y subió al vehículo. Los Habitantes los miraron con ojos enormes por el asombro mientras caminaban hasta el fondo y se dejaban caer en los asientos. Se acurrucaron uno al lado del otro. Un agua negra chorreaba por las ventanillas; la lluvia martillaba con fuerza sobre el techo; los truenos sacudían el cielo.
¿Qué fue eso?, preguntó Teresa en su mente. Thomas simplemente sacudió la cabeza: la imagen de Chuck afloró otra vez, reemplazando a la mujer loca y oscureciendo su corazón. Nada le importaba ni se sentía contento de escapar del Laberinto. Chuck...
Una de las mujeres del grupo que los había rescatado se sentó cerca de ellos, al otro lado del pasillo. El líder —el hombre que les había hablado al principio- se sentó al volante y encendió el motor. El vehículo comenzó a rodar hacia delante.
En ese momento, notó un movimiento fugaz del otro lado de la ventanilla. La mujer de las llagas se había puesto de pie y corría hacia la parte delantera del autobús, agitando los brazos con furia y lanzando gritos que el ruido de la tormenta ahogaba. No podía decidir si la expresión de sus ojos era de demencia o de terror.
Se inclinó hacia el vidrio al verla desaparecer.
—¡Esperen! —aulló, pero nadie lo escuchó o, de lo contrario, no les importó.
El conductor pisó el acelerador. El autobús dio una sacudida y golpeó violentamente el cuerpo de la extraña. La agitación casi arranca a Thomas de su asiento, mientras las ruedas delanteras pasaban por encima de ella, seguidas de inmediato por un segundo sobresalto, el de las ruedas traseras. Miró a Teresa, que tenía una cara de repugnancia que debía ser igual a la suya.
Sin decir una palabra, el chofer continuó acelerando y el vehículo se abrió paso a tumbos en la tormenta nocturna.