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La muerte de una leyenda

Entre los aviadores alemanes que pilotaban máquinas voladoras hechas con lona y cuerdas, se creía en una superstición, la más importante de todas: no ser fotografiado antes de una misión. Sólo tras cumplirlas, los pilotos permitían que una cámara fotográfica registrara sus victorias.

El 21 de abril de 1918 por la mañana, el barón Manfred von Richthofen. el más mortífero de los ases que la guerra aérea haya conocido jamás, se burló de esa superstición. Se detuvo para jugar con un perrito en la puerta del hangar que albergaba su triplano Fokker, pintado de rojo brillante. Y entonces sonrió al objetivo de una cámara, sostenida par un visitante del campo de aviación.

El barón van Richthofen podía permitirse el lujo de desafiar la superstición. Después de todo, a los 25 años de edad, era el más famoso aviador del mundo. Se lo consideraba casi invencible. El día anterior había derribado su avión número ochenta. Era un héroe nacional, conocido comO El Caballero Rojo de Alemania o el Barón Rojo, a causa del «circo aéreo» que lanzaba dos veces cada día sobre los cielos de Francia y Bélgica. Allí, causaba estragos entre los aviones británicos, franceses, australianos y canadienses.

Richthofen subió a la carlinga de su Fokker a las 10.15 de esa mañana, mientras la banda militar tocaba himnos en honor de sus victorias. Despegó del campo de aviación de Cappy seguido por dos docenas de aviones, y voló hacia el pueblo de Sailly-le Sec, en el valle del Somme, donde volverían a reunirse. Más o menos al mismo tiempo, mientras Richthofen comenzaba a mover su avión por la pista de despegue, otro piloto se estaba preparando para levantar vuelo, en Bertangles, a 40 km de allí. Se llamaba Roy Brown, y era un canadiense de 24 años de edad, piloto de un Sopwith Camel del Escuadrón 209, de la recién formada RAF. Brown, aviador voluntario, nacido en Toronto, era muy distinto al extravagante Barón Rojo, con quien poco después iba a enfrentarse en combate.



Retraído y modesto, Brown se había apuntado ya la muerte de doce oficiales alemanes, y llegaría a apuntarse un número mayor, aunque rara vez se preocupara de remarcar sus victorias individuales. Recientemente, Brown había sido ascendido a capitán y recibido la condecoración Cruz de los Pilotos Distinguidos. Estaba cumpliendo dos peligrosas misiones cada día de la semana, y mantenía en forma su cuerpo cansado con constantes infusiones de leche y coñac. Brown había oído hablar mucho del barón von Richthofen, y respetaba a los pilotos de su asombroso «circo aéreo». Por su parte, van Richthofen no había escuchado hablar jamás del capitán Brown, el hombre que, a las 11.15 de esa mañana, estaba ya volando a 3.000 m por encima suyo, con uno de los 15 aviones de la RAF que combatían cerca de Sailly-le Sec.

Brown vio, debajo suyo, al poderoso circo rojo, que atacaba a dos lentos aviones de reconocimiento REB, que daban vueltas, girando y descendiendo en tirabuzones, en un intento de esquivar el ataque. Brown hizo entrar a su Camel en una abrupta picada y, en perfecto orden, siete de sus compañeros hicieron lo mismo. A lo sumo, tenían orden de arriesgar sólo ocho de los aviones que componían el asustado escuadrón. Mientras sus aviones rugían hacia el combate aéreo, a unos 1.000 m, los pilotos aliados sabían que estaban en clara inferioridad numérica con respecto a los alemanes, y que uno de los ocho aviones que se estaban uniendo en batalla sólo resultaba apto para dar un paseo.

En cuestión de minutos, habían derribado cuatro aviones alemanes, uno de ellos alcanzado por los disparos del inexperto May. Pero nada más May despachó al aparato enemigo, el propio barón von Richthofen se precipitó hacia el avión del australiano para enfocarlo en la mira de sus armas. Las dos ametralladoras Spandau del Fokker rasgaron el fuselaje del avión de May. El piloto australiano sólo recibió heridas leves, pero se encontraba en un grave aprieto. Por más que lo intentaba, no podía sacudirse de su cola al Barón Rojo. Barrenó, giró, volvió a girar, pero era demasiado inexperto para superar al as alemán.

Brown advirtió lo que estaba sucediendo y abandonó el centro del combate aéreo. En ese momento, May estaba huyendo a todo gas; su avión volaba bajo y el barón estaba a sólo 25 metros detrás de él. Con la ventaja de la altura, Brown se precipitó hacia abajo, hasta que consiguió alcanzar al alemán. Su batería australiana abrió fuego sobre el avión de Richthofen, pero el barón continuó su caza con toda determinación.



Tan absorto estaba en la persecución de su presa, que el vencedor de ochenta batallas aéreas se olvidó de la primera regla que consta en el manual de aire: vigilar siempre la retaguardia. Brown estaba ya justamente sobre la cola de su avión, con la mano inmóvil sobre el gatillo de su ametralladora Vickers. El avión del Barón Rojo se puso en su mira y Brown abrió fuego: una larga ráfaga, que lanzó una precisa hilera de balas a lo largo del fuselaje del Fokker, comenzando en la cola y dispersándose en la cabina de mando. La proa del Fokker se inclinó hacia abajo y el avión planeó hacia tierra. Allí se estrelló, y siguió dando tumbos hasta detenerse cerca de las líneas británicas, en las afueras de Sally-le Sec.

Un soldado británico registró la carlinga y encontró al barón Manfred van Richthofen erguido en su asiento, muerto. Un oficial sacó una instantánea de la escena, para dejar caer copias sobre las líneas alemanas al día siguiente. Mientras tanto, en el campo de aviación de Cappy, un fotógrafo alemán estaba observando el cielo. Esperaba el regreso del «circo aéreo»; esperaba poder fotografiar ese día par segunda vez al siempre victorioso Barón Rojo.




Fotos





Esta es la famosa foto de la "superstición"


Fuente: Rejunte Web