Si en una de tus casas, Buenos Aires, me muero viendo en días de otoño tu ciclo prisionero, no me será sorpresa la lápida pesada. Que entre tus calles rectas, untadas de su río apagado, brumoso, desolante y sombrío, cuando vagué por ellas, ya estaba yo enterrada.
En esa calle de Buenos Aires los árboles crecían inclinados, tanto por el día como por la noche. Qué inútil humillación, era de noche, no había sol ¿Por qué inclinarse? ¿Habían olvidado esos árboles toda dignidad y amor propio?
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente, el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules como él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha.
La ciudad se nos escapa de entre las manos; se nos va hacia arriba y hacia la pampa. Por eso es menos nuestra. Quienes la habitaron antes de que diera el gran salto hacia las nubes y hacia el suburbio debieron quererla como a un animal doméstico, al cual se podía acariciar sin que huyera, espantadizo. En el siglo pasado, Buenos Aires era un perrazo enorme, echado junto al río sobre la playa de toscas. Sus moradores la poseían totalmente, cada uno de ellos.
Una de las cosas más atractivas de una ciudad es el cambio, algo que Buenos Aires tiene de sobra. Es por eso que podemos ver medianeras que iluminan la ciudad.
Buenos Aires es la ciudad que a mí me gusta. Porque, por ejemplo, aquí estamos en Callao y Santa Fe y tenemos una luz estupenda en este cuarto, la medianera más próxima está a setenta metros de distancia, te asomás al balcón y ves el Hotel Intercontinental, que está del otro lado de la ciudad. Esto es por el solo hecho de que Buenos Aires tiene lotes chiquitos, algunos construidos y otros no; entonces, tenés una suerte de desfiladeros. El espacio que hay es enorme. Es una ciudad alegre: tiene luz.
De Buenos Aires tendría que decir muchas cosas... Que es mi vida, que es el tango, que es Gardel, que es la noche... Que es la mujer, el amigo... Tendría que decir muchas cosas y muchas no sabría cómo decirlas... Pero anote esto: agradezco haber nacido en Buenos Aires.
Yo sé que la gente me quiere... No sé si soy un ídolo... Por otra parte, no soy tan vanidoso como para creerme eso... ¿Buenos Aires? No, que voy a ser Buenos Aires... Pero yo quisiera ser media calle de un barrio cualquiera de mi ciudad...
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires, la juzgo tan eterna como el agua y el aire
«Gracias a que mi música es muy de Buenos Aires, muy porteña, estoy trabajando en todo el mundo, porque encuentran que es una cultura diferente, una cultura nueva...»
«Mi Buenos Aires querido
cuando yo te vuelva a ver,
no habrá más pena ni olvido».
"¿Cómo olvidarte en esta queja, cafetín de Buenos Aires? Si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja".










link: https://vimeo.com/124202101




















Fundación Mítica de Buenos Aires
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.
Jorge Luis Borges

En esa calle de Buenos Aires los árboles crecían inclinados, tanto por el día como por la noche. Qué inútil humillación, era de noche, no había sol ¿Por qué inclinarse? ¿Habían olvidado esos árboles toda dignidad y amor propio?

El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente, el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules como él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha.

La ciudad se nos escapa de entre las manos; se nos va hacia arriba y hacia la pampa. Por eso es menos nuestra. Quienes la habitaron antes de que diera el gran salto hacia las nubes y hacia el suburbio debieron quererla como a un animal doméstico, al cual se podía acariciar sin que huyera, espantadizo. En el siglo pasado, Buenos Aires era un perrazo enorme, echado junto al río sobre la playa de toscas. Sus moradores la poseían totalmente, cada uno de ellos.

Una de las cosas más atractivas de una ciudad es el cambio, algo que Buenos Aires tiene de sobra. Es por eso que podemos ver medianeras que iluminan la ciudad.

Buenos Aires es la ciudad que a mí me gusta. Porque, por ejemplo, aquí estamos en Callao y Santa Fe y tenemos una luz estupenda en este cuarto, la medianera más próxima está a setenta metros de distancia, te asomás al balcón y ves el Hotel Intercontinental, que está del otro lado de la ciudad. Esto es por el solo hecho de que Buenos Aires tiene lotes chiquitos, algunos construidos y otros no; entonces, tenés una suerte de desfiladeros. El espacio que hay es enorme. Es una ciudad alegre: tiene luz.

De Buenos Aires tendría que decir muchas cosas... Que es mi vida, que es el tango, que es Gardel, que es la noche... Que es la mujer, el amigo... Tendría que decir muchas cosas y muchas no sabría cómo decirlas... Pero anote esto: agradezco haber nacido en Buenos Aires.

Yo sé que la gente me quiere... No sé si soy un ídolo... Por otra parte, no soy tan vanidoso como para creerme eso... ¿Buenos Aires? No, que voy a ser Buenos Aires... Pero yo quisiera ser media calle de un barrio cualquiera de mi ciudad...

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires, la juzgo tan eterna como el agua y el aire

«Gracias a que mi música es muy de Buenos Aires, muy porteña, estoy trabajando en todo el mundo, porque encuentran que es una cultura diferente, una cultura nueva...»

«Mi Buenos Aires querido
cuando yo te vuelva a ver,
no habrá más pena ni olvido».

"¿Cómo olvidarte en esta queja, cafetín de Buenos Aires? Si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja".












link: https://vimeo.com/124202101






















Fundación Mítica de Buenos Aires
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.
Jorge Luis Borges