
Túneles olvidados de la Primera Guerra Mundial
La entrada es un agujero húmedo abierto en la tierra, un poco más grande que el de una madriguera, disimulado por los arbustos espinosos de un bosque apartado del nordeste de Francia. Acompaño al fotógrafo Jeffrey Gusky, un médico de Texas que ha explorado decenas de espacios subterráneos como este. Juntos nos deslizamos al interior de la cavidad embarrada y nos sumimos en la oscuridad. Enseguida el pasadizo se ensancha y nos permite avanzar a cuatro patas.
El resplandor de nuestras linternas frontales parpadea sobre las polvorientas paredes calizas del túnel centenario, que desciende hacia las tinieblas. Al cabo de unos cien metros el túnel termina en un pequeño cubículo excavado en la piedra que recuerda a una cabina telefónica.
Aquí, poco después de estallar la Primera Guerra Mundial –este verano se cumplen cien años–, los ingenieros militares alemanes hacían turnos para escuchar, en silencio total, el menor sonido que pudiese revelar la presencia de zapadores enemigos. Unas voces apagadas o el golpe de una pala significaban que un equipo de minadores del otro bando podía estar a unos metros de distancia, cavando una galería directamente hacia ellos. El peligro se multiplicaba si se detenía el sonido de las labores de zapa y los oían apilar sacos o latas: señal de que el enemigo estaba llenando de explosivos el final del túnel. Lo más desquiciante de todo era el silencio posterior. En cualquier momento las cargas podían detonar y hacerlos pedazos o enterrarlos vivos.
Un poco más allá, en una de las paredes del túnel, nuestras linternas iluminan unos graffiti dejados por los zapadores alemanes destacados en aquel «puesto de escucha». Sus nombres y regimientos aparecen coronados por un lema: «Gott für Kaiser!» (¡Dios con el Káiser!). Los trazos a lápiz parecen haber sido escritos ayer. El lecho de creta y caliza sobre el que se asienta la región francesa de la Picardía era perfecto para abrir galerías, pero también lo era para que los soldados de la Gran Guerra dejasen pruebas de su presencia con firmas a lápiz, bosquejos y caricaturas, motivos grabados y minuciosos relieves. Este arte subterráneo es relativamente desconocido fuera del círculo de expertos y entusiastas de la Primera Guerra Mundial, además de alcaldes y terratenientes, con muchos de los cuales Gusky ha invertido años en llegar a conocer.
Sus fotografías revelan el mundo subterráneo en el que los soldados resistieron mientras se guarecían del incesante fuego de artillería. Dejaron nombres, figuras femeninas, símbolos religiosos, historietas… Vestigios que, según Gusky, iluminan un mundo olvidado de la Gran Guerra y nos acercan a los soldados en tanto que individuos, muchos de los cuales no sobrevivieron al infierno de la guerra de trincheras.
Cuando estalló el conflicto ambos bandos tenían un arma de caballería y la convicción de que por Navidad todo habría acabado. A finales de 1914 el avance alemán se había frenado y los ejércitos se habían atrincherado en una vasta y sinuosa línea de posiciones que se extendía desde el mar del Norte hasta la frontera suiza. La carrera armamentística se tradujo en el estreno de los gases tóxicos, los ataques aéreos y los tanques. En el Frente Occidental, millones de soldados murieron en fútiles ofensivas y contraataques.
Atrapados en aquel estancamiento, los alemanes y sus adversarios franceses y británicos recurrieron a técnicas bélicas de asedio que apenas habían variado con el paso de los siglos. El objetivo era excavar el subsuelo bajo los puntos estratégicos enemigos y volarlos por los aires; para frustrar los contraataques, volaban también sus propios túneles. En el punto álgido de la guerra subterránea, en 1916, las unidades tuneladoras británicas detonaron unas 750 minas a lo largo de sus 160 kilómetros de frente; los alemanes respondieron con casi 700 cargas. Las colinas que constituían unas atalayas imprescindibles quedaron agujereadas como un queso suizo, y las minas más grandes dejaron enormes cráteres que aún hoy perviven como cicatrices en el paisaje.
Pero la guerra subterránea no se limitaba a aquellos túneles angostos. Bajo los campos de cultivo y bosques de la Picardía hay canteras seculares abandonadas, algunas de ellas con capacidad para albergar a miles de soldados. Una mañana exploramos una de ellas, situada a lo largo de un despeñadero desde el que se domina el valle del Aisne. Nos guía el dueño de la antiquísima propiedad, cuyo nombre no desvelamos para proteger la cantera de los vándalos.
Orgulloso, nos muestra una monumental talla de Marianne, símbolo nacional de la República Francesa, que guarda la entrada. Más allá, en la penumbra de esa caverna artificial, escudriñamos toda una gama de insignias y memoriales finamente labrados que proclaman la presencia de los regimientos franceses que se cobijaron aquí. Y nos topamos con varias capillas en las que se tallaron y pintaron símbolos religiosos, insignias militares y los nombres de importantes victorias francesas. El terrateniente nos muestra una escalera de piedra que conducía desde una de las capillas a la furia de la artillería en las posiciones de la superficie. «Se me encoge el corazón cuando pienso en los hombres que subieron estos escalones para no volver a bajarlos», dice.
La vida en las canteras era muy preferible al infierno embarrado de las trincheras. En 1915, un periodista que visitaba una de aquellas cuevas observaba que «un cobijo seco, paja, un par de muebles y un fuego encendido son grandes lujos para quienes retornan de las trincheras». Pero tal como escribía un soldado francés en una carta a los suyos, «los bichos se nos comen vivos y es un nido de piojos, pulgas, ratas y ratones. Y no solo eso, también hay mucha humedad y los hombres enferman». Para pasar el tiempo, los exhaustos combatientes se entregaban a la fantasía. Las paredes de la cantera están repletas de imágenes femeninas, muchas de ellas retratos idealizados.
Ambos bandos convirtieron las canteras más amplias en verdaderas ciudades subterráneas. Por muchas de ellas se diría que no ha pasado el tiempo. No lejos de la propiedad del terrateniente cruzamos el campo de patatas de un primo suyo, un joven de veintitantos años que rehabilitó las tierras extrayendo personalmente decenas de obuses, granadas y morteros sin explotar.
Bajo tierra nos encontramos con un laberinto asombroso, una cantera medieval de más de 11 kilómetros de largo, con corredores sinuosos y techos altos. En 1915 los alemanes conectaron esta vasta madriguera con sus trincheras del frente. Instalaron luz eléctrica y línea telefónica, puestos de mando, una panadería y una carnicería, un taller mecánico, un hospital y una capilla. Aunque oxidados, el generador diésel y los alambres de espino originales siguen en su sitio, lo mismo que decenas de nombres de calles estarcidos en cada esquina, referencias imprescindibles en el confuso laberinto de pasadizos. En los muros, los soldados inscribieron sus nombres y regimientos, esculpieron símbolos religiosos y militares, caricaturas y retratos.
Entre los decoradores más prolíficos de las ciudades subterráneas estaba la 26ª división de Infantería, la «División Yanqui», una de las primeras unidades estadounidenses que llegaron al frente cuando el país entró en el conflicto en abril de 1917. Para visitar la cantera del Chemin des Dames (el Camino de las Damas) en la que se alojaron, bajamos por dos escalas hasta la cueva situada nueve metros más abajo. Pasamos horas explorando un complejo de 40 hectáreas. Nuestras linternas revelan una cápsula del tiempo extraordinaria: galerías sembradas de botellas, botas, cartuchos de munición, cascos, somieres oxidados fabricados con malla de gallinero y hasta una cocina, con ollas y sartenes.
Desde febrero de 1918 y durante seis semanas, aquellas galerías se llenaron con los sonidos y olores de cientos de estadounidenses. Reclutas novatos en su mayoría, entraban y salían de la cantera por turnos para estrenarse en las trincheras. Aquellos chicos pasaron horas decorando hasta el último centímetro de algunos muros. Hay decenas de símbolos religiosos y patrióticos. De entre los nombres escritos a lápiz, reparo en el de Earle W. Madeley, un cabo de Connecticut que indica tener «20 años». Según los registros, Madeley murió el 21 de julio de 1918; fue una de las 20.000 bajas sufridas por la División Yanqui antes del armisticio de noviembre.
A salvo del caos inhumano que se libraba sobre sus cabezas, los hombres de la Gran Guerra dejaron estas expresiones personales de identidad y supervivencia. Pero este legado único corre peligro. Cuando unos vándalos intentaron serrar y llevarse la imagen de Marianne, el terrateniente cerró con rejas metálicas todas sus canteras. En la de la División Yanqui, un mecánico de coches jubilado comprometido con su conservación construyó grandes puertas metálicas que cerró con candados. Pero muchos otros lugares siguen a merced de vándalos y ladrones.
El mecánico cierra el candado y volvemos al coche. Azotados por el crudo viento de enero que barre el campo de batalla, le pregunto por qué una cantera llena de nombres de estadounidenses es tan importante para él. «Porque al leer sus nombres, les devolvemos la vida por un instante», responde.
























