
Los atentados cometidos en Canadá por dos jóvenes recién convertidos al Islam, vuelven a plantear la pregunta de cómo es posible que en el mundo occidental pueda desarrollarse el virus del “yihadismo”. Ya conocemos hasta qué punto ha infectado a nuestra vieja Europa, de la que han partido cientos de jóvenes hacia Siria e Irak para unirse al llamado Estado Islámico. Pero ni los políticos ni los sociólogos han profundizado lo suficiente para afrontar esta “enfermedad” suicida.

La esencia del terrorismo “yihadista” consiste en morir matando, en una supuesta inmolación que está “premiada” con el paraíso. Es verdad que destacados dirigentes religiosos del mundo musulmán han insistido en que el Islam auténtico nada tiene que ver con el terrorismo, también lo es que el requisito indispensable para alistarse en estas bandas de asesinos es la conversión a una forma violenta del Islam, capaz de seducir a algunos jóvenes occidentales. La raíz de este fenómeno hay que encontrarla en el vacío espiritual y moral generado en el seno de una sociedad opulenta y consumista, que ha perdido su identidad más profunda. Como contraste, el “yihadismo” exige a sus conversos un “purismo” radical con el objetivo de aterrorizar a esa sociedad corrompida como primer paso para convertirla, a su vez, a esa caricatura del Islam, de la que también son víctimas los propios musulmanes que son acusados de mantener relaciones de amistad con Occidente.