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El frío entumece y el viento sopla en el último lugar habitado de América: el faro Cabo de Hornos. Ahí, una familia liderada por un marino opera la torre que guía el camino de los buques por el Paso de Drake. Anfitriones de todos los navegantes que sueñan con llegar al último lugar del planeta.



El viento de diciembre mató a la bandera chilena en el Cabo de Hornos. El último pabellón nacional flameando en continente americano se fue desintegrando de a poco. Las grandes ráfagas de viento que llegaron a los 250 km/h se encargaron de liquidarlo totalmente. O de deshilacharlo. Dos días le tomó al viento hacer su trabajo. Hasta que no quedó nada.

Miguel Apablaza, marino en el fin del mundo, es quien cuenta la historia. Había llegado recién junto a Katherine Rucal, su señora, y su hijo Matías a instalarse en el Faro Monumental Cabo de Hornos. Les quedaba por delante un año completo, el tiempo estipulado por la Armada para este tipo de destinaciones.

"Nunca vi nada como ese viento", cuenta Apablaza, cuyo título exacto es el de alcalde de mar del Cabo de Hornos. "Sabíamos que sería duro, pero otra cosa es vivir el clima en carne propia. Jamás imaginamos ver una bandera gigante desaparecer por el viento".

A estas alturas, Aplabaza sabe de lo que habla. Después de cinco meses viviendo en el faro, acumula experiencias en el mítico y temido Cabo de Hornos. A pesar del aislamiento o de que salir en un día cualquiera puede significar que los granizos le perforen la piel de su cara como agujas voladoras, Apablaza y su familia están felices.

Están solos. En el fin del planeta. Y eso les gusta.






Llegar hasta el Cabo de Hornos no es un juego de niños. Para hacerlo fuera de temporada -como en esta crónica- se necesita volar de Punta Arenas a Puerto Williams. Desde ahí, son cinco horas navegando en una lancha de la Armada: primero por el canal Beagle para luego cruzar el archipiélago de islas Wollaston. La isla Hornos, donde está enclavado el faro, es la última de ellas.

La lancha, que se llama "Alacalufe", deja Puerto Williams a las tres de la mañana. El viaje transcurre en relativa tranquilidad en la oscuridad de la noche hasta que la embarcación deja el canal Beagle. El sueño de los que duermen se interrumpe por un vaivén insostenible. Una puerta se abre y se cierra con fuerza, como en una película de terror. Es la bienvenida al mar abierto austral.

Aparte de su tripulación de 13 personas, va un grupo de tres españoles que se encuentran grabando un documental sobre cómo se vive en lugares totalmente aislados. También va una pareja de amigos -uno ucraniano, el otro bielorruso-, que llevan un año cruzando el continente americano desde Canadá hasta Tierra del Fuego. Ambos estuvieron dos semanas en Puerto Williams esperando una oportunidad para poder llegar hasta el faro. El "Alacalufe" fue esa oportunidad.

A las nueve de la mañana la lancha ya se encuentra frente a la isla Hornos. El día es nublado, pesado, de una extraña luminosidad, casi de película bíblica. A lo lejos se distingue una figura humana esperando estoicamente. Es Miguel Apablaza.

Un zódiac se encarga de llevarnos hasta la costa: una pequeña playa pedregosa que termina en un enorme paredón mezcla de rocas y vegetación. Al bajar del bote, Apablaza saluda brevemente para no distraernos: las piedras de la playa son resbalosas y cuesta caminar. Una enorme escalera de madera une la playa con la parte superior de la isla. Hay que subir alrededor de 50 metros.

Allí arriba está el faro, construido en 1991. Al contrario de lo que uno pudiera pensar, no ilumina el mar. Da un flashazo de tono celeste cada 12 segundos para que las embarcaciones tengan una referencia de la tierra en medio de la oscuridad del mar austral.

Mientras oscurece, Apablaza dice que lo único que quería era quedar aislado junto a su familia. Venía de pasar largas temporadas a bordo de un buque de la Armada, sin tener mucho contacto con su señora y su hijo. Por eso, una posible destinación a una alcaldía de mar le parecía una manera de estrechar lazos. "Es mucho trabajo, pero lo pasamos tan bien los tres juntos que los días se nos pasan volando. Llevamos cinco meses aquí y parece que fuera una semana."

Él y su familia, en todo caso, no están completamente aislados. A través de televisión satelital tienen todos los canales del cable, incluso el CDF, canal en el que Apablaza -oriundo de Villa Alemana- mira los partidos de Santiago Wanderers junto a su hijo. También tienen internet y se pueden comunicar por teléfono a Chile continental a través de la operadora de la Armada en la base naval de Puerto Williams.

La casa -que está unida al faro- tiene tres piezas, un baño, sala de frío, cocina y living-comedor. También hay sala de radio, cocina y habitación para visitas, baño para los turistas y una sala de atención de público.

Cada dos meses, una embarcación de la Armada los abastece de comida y otros pertrechos. Entre otras cosas, les llegan 3.000 litros de petróleo, 25 mil litros de agua (la otra mitad de lo que necesitan es recolectada por aguas lluvia), 10 kilos de arroz, 40 kilos de papas, 10 kilos de todo tipo de carnes y 50 kilos de harina para hacer pan. Durante la temporada de verano, Apablaza encarga frutas y verduras a los cruceros que visitan el faro, pero durante el invierno, cuando las visitas son más espaciadas, deben arreglarse con lo que tienen.

Antes de llegar al faro, la familia Apablaza tuvo que pasar un extenuante proceso de selección por parte de la Armada. El primer requisito era estar casado más de un año. Luego, todo el grupo familiar tuvo que pasar por exámenes médicos y sicológicos, ya que nadie puede acarrear ninguna enfermedad para desempeñarse en una zona aislada. El último filtro es la entrevista personal. Es ahí cuando se elige finalmente a 10 marinos para llenar los cupos de las diferentes alcaldías de mar de la Capitanía de Puerto Williams. Luego, los seleccionados y sus señoras comienzan un curso de tres semanas, en el cual se les enseña desde reglamentación marítima a mantención de generadores.

Katherine Rucal, la señora de Apablaza, dice que se siente feliz en el faro, que si de ella dependiera se quedaría más tiempo que el año que dura su estadía en la alcaldía de mar. "Nos gusta la vida acá y da un cierto nervio pensar que somos la familia más austral del mundo", dice. Rucal tuvo que hacer un curso de Conaf antes de partir a la isla. Por los seis meses que dura la temporada de verano, ella ejerce de guardaparque, ya que el faro está ubicado en el Parque Nacional Cabo de Hornos, el más austral del planeta. Además, se encarga de hacer de profesora de segundo básico de su hijo Matías, quien a fines de año dará exámenes libres en algún lugar del continente.

La "australidad" de los Apablaza-Rucal da para varios récords más. Matías, a sus siete años, es el estudiante más austral. Antares, su pastor alemán, es la mascota más austral. Apablaza es el wanderino más austral. Y así suma y sigue

El rol principal de la alcaldía de mar es ayudar a los navegantes. "Salvaguardar la vida humana en el mar", según explica técnicamente Apablaza. Las condiciones de navegación son aquí extremadamente complicadas y el Cabo de Hornos ha sido históricamente un punto de grandes naufragios. Sobre todo el Paso Drake, el gran mar abierto que separa a las últimas islas chilenas de la Antártica. La cocina de los Apablaza tiene una majestuosa vista al paso. Los barcos que vienen de Oceanía o de la Antártica se pueden ver mientras se lavan los platos.

Durante la noche, Apablaza duerme con la radio prendida a todo volumen por si es requerido por alguna embarcación. Si pasan por aguas territoriales chilenas, les pide que se identifiquen y que retornen a aguas internacionales si no quieren cumplir con los papeleos correspondientes. También da reportes meteorológicos a los buques que se lo piden. "Si está malo, se quedan fondeados", dice.

Otro rol de la alcaldía de mar, explica Apablaza, es marcar soberanía. Cuenta que muchos navegantes europeos y norteamericanos se sorprenden al ver flamear una gran bandera chilena en la misma gran formación rocosa donde está el faro. Muchos de los cruceros vienen de Ushuaia, por lo que generalmente los turistas a bordo de ellos creen que hacia el sur y hasta Punta Arenas es todo argentino. "Yo me encargo de decirles que están equivocados", cuenta Apablaza.

Las lomas de la isla Hornos son de un verde amarillento intenso y se mezclan con el azul oscuro del mar. Todo es verde, amarillo y azul, a excepción del blanco de la torre del faro Monumental Cabo de Hornos. El viento sopla fuerte, como si fuera un enemigo. Cuesta moverse y la piel de la cara empieza a ponerse tirante por el frío. Apablaza diría más tarde que la temperatura en la isla en el momento de nuestra llegada alcanzaba los 2,5 grados, pero que con el factor viento -unos 80 km/h- la sensación térmica apenas superaba los 0 grados.

Adentro del faro, todo se carga de simbolismo. La escalera interior que sube hasta el foco está llena de banderines y banderas, muchas firmadas por navegantes que quisieron dejar un testimonio donde termina el planeta. Por décadas, generaciones de navegantes y veleristas de todo el mundo han tenido como gran objetivo de vida llegar al sitio donde se acaba el continente americano. "Llegan corriendo, alborozados, y abrazan y besan al faro", cuenta Apablaza. "Los que han vuelto por segunda vez, piden el libro de visita antiguo y se fotografían con él".

Es tanto el movimiento en la temporada estival -entre enero y febrero pasados unas 7.000 mil personas visitaron el faro-, que una vez adentro de la casa del alcalde de mar lo primero que uno encuentra es una tienda de souvenirs. Sí. En el medio de la nada, a horas acuáticas de la más mínima civilización, un gift shop. Mientras un gorro o una bufanda valen cuatro mil, una polera Cabo de Hornos sale el doble. Pero el hit de la tienda es una suerte de diploma que certifica que uno estuvo donde termina la tierra.

"Lo que más piden los turistas es que les timbren el pasaporte o el certificado que vendemos", dice Apablaza. "El timbre no tiene ningún valor oficial, sólo que se estuvo en el faro del fin del mundo. Todos lo quieren. Incluso, hay gente que se devuelve en lancha al crucero sólo para ir a buscar su pasaporte".










En el faro, antes de partir, los españoles y los ex Unión Soviética dejan sus saludos en el libro de visitas. También dejan banderas de Ucrania y Bielorrusia para que Apablaza las cuelgue. El "Alacalufe" los espera en el mar para recorrer los canales del archipiélago Wollaston. Los europeos se van contentos, con la misión cumplida.

Salgo a recorrer la isla. A unos 500 metros se encuentra un monumento que simula la figura de un albatros. La estructura está ahí para homenajear a todos aquellos que perdieron la vida tratando de cruzar el Cabo de Hornos. El albatros junto al carancho -especie de águila- dominan los cielos de la isla.

Casi al lado del faro me topo con la capilla Stella Maris. Es rústica, de madera. Tiene capacidad para unas 50 personas. Demasiado para un lugar habitado por sólo tres. Apablaza me aclararía esta duda: la capilla fue construida en 1978, antes que el faro, durante el conflicto con Argentina por las islas del canal Beagle, para que los infantes de marina que acampaban en la isla se encomendaran a Dios y luego zarparan hacia una posible batalla. Por suerte, nunca tuvo que ser ocupada para esos propósitos.

Apablaza -quien recibe un bono de 60 mil pesos sobre su sueldo por desempeñarse en una alcaldía de mar- cuenta que los resabios de ese conflicto quedaron en la isla hasta hace poco. Recién en octubre de 2010 la Armada terminó de desminar el cerro contiguo al faro.

La capilla es el único testigo de lo que pudo haber sido esa guerra. Y aunque nunca fue ocupada para lo que fue pensada, igual sigue operativa. Navegantes de todo el mundo entran a rezar al altar, mientras los aventureros dejan objetos personales como ofrendas. Contra una de sus murallas se apoya una cruz armenia de casi un metro, traída en febrero de este año. También hay postales y otros objetos sobre una mesa dedicada a los recuerdos paganos. Llama la atención la foto de un navegante italiano que no pudo cumplir su sueño de llegar al Cabo de Hornos. En la foto, el hombre fuma una pipa, parado sobre su velero. Esa misma pipa está sobre la mesa.

A unos pocos metros de allí, dentro de la casa-faro, la vida más cotidiana continúa. Miguel Apablaza juega PlayStation con su hijo Matías.