La última yámana.
Cristina Calderón es considerada Tesoro Vivo de la Humanidad por el Gobierno chileno y la Unesco por ser la última representante de una cultura que desaparece
“Cuando falleció mi hermana Úrsula me quedé solita, sin nadie con quien hablar”. Eso sucedió en abril de 2003. Desde entonces, Cristina Calderón es la única persona del mundo capaz de expresarse en yámana, el idioma (también conocido como yagán) que modelaron durante más de 6.000 años los habitantes más australes del planeta, los nómadas canoeros de la Tierra del Fuego, en el confín de América.
A sus 86 años, la abuela Cristina, considerada Tesoro Vivo de la Humanidad por el Gobierno chileno y la Unesco, es la última representante de una cultura que desaparece. Y la postrera yámana étnicamente pura. El resto de la comunidad, medio centenar de personas (casi todas emparentadas), incluidos los nueve hijos (siete de ellos vivos) que tuvo con dos maridos, son fruto del mestizaje con otros indígenas o con los blancos llegados de muy lejos que en pocas décadas abocaron a su pueblo a la extinción.
Luis Gómez, uno de sus 14 nietos, es el jefe de la comunidad yámana, concentrada por las autoridades chilenas en Villa Ukika, un barrio a las afueras de Puerto Williams (1.700 habitantes), el segundo núcleo habitado más meridional de la Tierra —el diminuto Puerto Toro, con unos 30 vecinos, le gana por 40 kilómetros—. La blanca casita de madera que el Gobierno regaló a Cristina el año pasado reluce en un desaliñado caserío rodeado por una naturaleza esplendorosa cuyos residentes viven de la pesca de la centolla y de subsidios estatales.
“En la lucha por salvar la lengua vamos muy retrasados. Y es una carrera contra el tiempo. Tenemos miedo a que nuestra cultura desaparezca. Veo el futuro bastante oscuro”, admite este profesor de 39 años especializado en la docencia en lugares extremos: estuvo tres cursos en la Base Frei, en la Antártida, y otros cuatro en el remoto Puerto Toro. Sin embargo, él tampoco ha sido capaz de aprender el yámana, pese a que de pequeño, oía hablar a su abuela y su tía abuela todas las mañanas, mientras tomaban un mate. "Entendía algo”, dice. Hoy, apenas se ve capaz de usar “algunas palabras sueltas”.
La lengua yámana, que sólo habla una persona, tenía 32.400 vocablos.
“Durante décadas, nuestra gente se ha avergonzado de su identidad. En el colegio estábamos estigmatizados. Gran parte de la pérdida de nuestra herencia se debe a eso”, se queja Gómez antes de reconocer desalentado que aunque no se les ha ayudado, ellos también han fallado en muchas cosas. "No hemos hecho demasiado por rescatar nuestro legado”.
Cristina Calderón es considerada Tesoro Vivo de la Humanidad por el Gobierno chileno y la Unesco por ser la última representante de una cultura que desaparece

“Cuando falleció mi hermana Úrsula me quedé solita, sin nadie con quien hablar”. Eso sucedió en abril de 2003. Desde entonces, Cristina Calderón es la única persona del mundo capaz de expresarse en yámana, el idioma (también conocido como yagán) que modelaron durante más de 6.000 años los habitantes más australes del planeta, los nómadas canoeros de la Tierra del Fuego, en el confín de América.
A sus 86 años, la abuela Cristina, considerada Tesoro Vivo de la Humanidad por el Gobierno chileno y la Unesco, es la última representante de una cultura que desaparece. Y la postrera yámana étnicamente pura. El resto de la comunidad, medio centenar de personas (casi todas emparentadas), incluidos los nueve hijos (siete de ellos vivos) que tuvo con dos maridos, son fruto del mestizaje con otros indígenas o con los blancos llegados de muy lejos que en pocas décadas abocaron a su pueblo a la extinción.

Luis Gómez, uno de sus 14 nietos, es el jefe de la comunidad yámana, concentrada por las autoridades chilenas en Villa Ukika, un barrio a las afueras de Puerto Williams (1.700 habitantes), el segundo núcleo habitado más meridional de la Tierra —el diminuto Puerto Toro, con unos 30 vecinos, le gana por 40 kilómetros—. La blanca casita de madera que el Gobierno regaló a Cristina el año pasado reluce en un desaliñado caserío rodeado por una naturaleza esplendorosa cuyos residentes viven de la pesca de la centolla y de subsidios estatales.
“En la lucha por salvar la lengua vamos muy retrasados. Y es una carrera contra el tiempo. Tenemos miedo a que nuestra cultura desaparezca. Veo el futuro bastante oscuro”, admite este profesor de 39 años especializado en la docencia en lugares extremos: estuvo tres cursos en la Base Frei, en la Antártida, y otros cuatro en el remoto Puerto Toro. Sin embargo, él tampoco ha sido capaz de aprender el yámana, pese a que de pequeño, oía hablar a su abuela y su tía abuela todas las mañanas, mientras tomaban un mate. "Entendía algo”, dice. Hoy, apenas se ve capaz de usar “algunas palabras sueltas”.
La lengua yámana, que sólo habla una persona, tenía 32.400 vocablos.
“Durante décadas, nuestra gente se ha avergonzado de su identidad. En el colegio estábamos estigmatizados. Gran parte de la pérdida de nuestra herencia se debe a eso”, se queja Gómez antes de reconocer desalentado que aunque no se les ha ayudado, ellos también han fallado en muchas cosas. "No hemos hecho demasiado por rescatar nuestro legado”.