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En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo… en propiciación por nuestros pecados.
1 Juan 4:9-10


La sangre… os la he dado para hacer expiación… por vuestras almas.
Levítico 17:11

Dos visiones maravillosas

Abramos el libro de Isaías en el capítulo 6. El joven profeta fue llevado, en una visión, a una escena celestial. El Señor se le aparece en un trono alto. En ese majestuoso templo los ángeles proclaman la santidad de Aquel que está sentado en el trono. Muy asustado, Isaías exclama: “¡Ay de mí! que soy muerto”. Del altar donde la víctima acababa de ser consumida, un serafín tomó un carbón encendido, tocó al profeta y le dijo: “Es quitada tu culpa, y limpio tu pecado”. ¡Qué maravillosa noticia! ¡Su pecado, que lo condenaba, fue expiado en el altar! ¿Quién es esa víctima que expía el pecado? El capítulo 53 de Isaías nos da la respuesta. Es Jesús mismo, el Hijo de Dios, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).
En el capítulo 5 de Apocalipsis hallamos otra escena celestial. Sobre un trono se halla un Cordero victorioso, pero está como inmolado, pues fue él quien expió el pecado. Ángeles se postran y recuerdan el sacrificio llevado a cabo en el Gólgota, y los creyentes cantan el nuevo cántico.
¿Quiénes son esos creyentes? Los que en la tierra reconocieron, al igual que Isaías: “¡Ay de mí! que soy muerto”, y a quienes Dios respondió: Reconoces que eres pecador y crees en el sacrificio expiatorio de Jesús, por lo tanto tu pecado es perdonado.
“De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).