
La arena pública en la cual, desde la Revolución Francesa, el ciudadano buscaba modificar la sociedad, se revela en las culturas no democráticas como un vacío coliseo, saturado de una retórica bombástica y carente de sentido. No olvidemos que, en última instancia, el comunismo bolchevique fue una reacción agresiva al crecimiento de la civilización del mercado mundial.
El comunismo, o su antesala el socialismo, cuando se erige en un patrón en cualquier pueblo o cultura utilizando sutiles poderes semióticos busca uniformar al humano, por ser su única herramienta de legitimidad.
Lo irónico reside en la conformación jerárquica organizada por estos utópicos; el famoso locus tenens del Partido que definió el marxista León Trotski: al proletariado lo suplanta el Partido Comunista; al Partido Comunista el Comité Central; al Comité Central el Buró Político; al Buró Político el Secretario General.
Y es que la proclamación de una sociedad ordenada científicamente, como la pregonada en el marxismo, ejerció gran atractivo en la intelligentsia, sobre todo al convocarse sus talentos para la construcción de Utopía.
Los cautivó la supuesta oportunidad de eliminar los escollos que históricamente impidieron el pleno desarrollo del ego trascendental creativo. Los convenció la revelación de un compendio supuestamente “científico” que barrería tales obstáculos mediante una planificación racional.
Este fue el error de los comunistas y de quienes aún aspiran al socialismo del siglo XXI, puesto que igual sucede con las comunidades, las culturas, las épocas; la manera como se expresan y se ven a sí mismas y piensan y actúan.
Lo irónico es que ya al borde de ser fusilado por el delito de presentar una alternativa al estalinismo, Nicolás Bujarin, el “teórico” de los bolcheviques, había concluido que el marxismo en la práctica era un fracaso. A una consideración parecida arribaba León Trotski reclinado en el regazo de la mexicana.
Eso me recuerda cómo en los albores del siglo XX tales diferencias de opiniones entre los teóricos del socialismo (remember Zimmerwald) desataron sangrientos conflictos y cruentas guerras.
Si en aquella época se arengaba el Apocalipsis de manera estridente, hoy día se ha generalizado una crisis de la imaginación, como el caso del Armagedón esperado vanamente en 2012.
Sin embargo, se siguió martillando en el milenarismo apocalíptico, el mismo de origen legendario pero ahora con un “fundamento científico”, que en suma resultaba un imaginario forzado en teoría, una nueva religión que a sus dogmas llamaba “leyes científicas”, y a sus barbaridades para dirigir la economía, “regularidades”.
La esperanza de reducir la miseria y la violencia, y establecer la libertad –todo a la vez–, que por cierto inspiró a un ejército de filósofos en los siglos XIX y XX, no es prerrogativa de teóricos modernos o contemporáneos. El síndrome del “pobre” despertó en todas las religiones del planeta, pasando por San Francisco de Asís hasta los textos martianos.
El dilema conceptual que atrapa a toda sociedad que proclama un “proyecto social democrático” contrario al “capitalismo salvaje” por estar a favor de los pobres y de las clases productoras, reside en la distinción de ser superior a la “democracia burguesa”, con lo cual se niega a sí mismo conceptualmente.
Estos intentos emancipadores cultivados por grupúsculos que la prensa occidental identifica como “militantes”, provienen del marxismo –la mayor aventura intelectual del siglo XX– y terminan fracasando estrepitosamente.
Si la “democracia burguesa” es fruto del capitalismo, y una sociedad “igualitaria”, llámese comunista, socialista del siglo XX, etcétera, se establece por medio de una “dictadura de las “vanguardias”, ¿por qué necesita esa entelequia totalitaria presentarse como una sociedad democrática en el sentido “burgués” del término?
Yendo más allá, todas concluyen como lo dibuja el “1984” de Orwell, a lo Corea del Norte o a lo Cuba castrista.
