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"Destrucción del templo de Jerusalem", Francesco Hayez.



Roma, la ciudad inmortal, ombligo del mundo, capital del Senado y el circo, fortín de la República y el poder tiránico de las legiones, estaba a punto de entrar a una era nueva: El Cesariato. Tras la conmemoración del famoso triunvirato entre Cayo Julio César, Cneo Pompeyo y Marco Licinio Casio, el gran Imperio de la antigüedad había alcanzado su máxima extensión, enriquecimiento y poder. Uno de ellos, Pompeyo Magno, había derrotado en sus campañas de Oriente Medio al gran y belicoso rey Mitrídates VI del Ponto (Siria), y a fin de redondear su faena (en nada comparable a la formidable conquista de las Galias de César) conquistó Judea, convirtiéndola desde entonces en reino vasallo de Roma. Es aquí donde empieza esta historia.

Desde entonces, la altiva ama y señora del mundo hizo y deshizo en sus territorios. No sólo nombró como gobernantes a sus más adictos, sino que fiel a sus principios empleó su célebre lema “divide y vencerás” para mantener el control de sus territorios. Mientras fue solamente un reinado, Roma se limitó a supervisar, exigir contribuciones y nombrar a sus reyes. Pero cuando sus conquistas exigieron una mayor organización política, no dudaron en convertir (en tiempos de Augusto) al reino de Judea en una provincia romana, más aún con la anexión de Samaria (al norte del río Jordán), Idumea, Bashán y Trajón (hoy Israel y Siria).

El cambio de administración significó entonces un nuevo orden. De los reyes, pasaron a ser gobernados por los infames procuradores (entre ellos el famoso Poncio Pilatos) cuya responsabilidad era mantener la paz y cobrar los impuestos. Productos de una sociedad decadente y cruel, no sorprendieron entonces los abusos demenciales y las coacciones de la mayoría de ellos. Indefensos, los habitantes de aquellas regiones veían con impaciencia cómo sus escasas ganancias iban a parar a manos extranjeras y también (un deber que aceptaban con alegría) al Templo de Jerusalén. Sin embargo, ninguna de las acciones antes mencionadas motivó tanto la cólera de los judíos como la intervención religiosa. Desde Roma, llegaban órdenes que obligaban a nombrar al Sumo Sacerdote de su preferencia e incluso, cuando reinaba el más degenerado de la gens julia, Calígula, la disposición sobre que en el templo sagrado, se colocara el busto del emperador.

Este tipo de intromisiones (la de Calígula no se concretó por su asesinato en el 41 a.C) colmaron la paciencia judía. Hartos del antipático yugo romano, no tardaron en aparecer facciones y organizaciones radicales que secretamente, planeaban la caída del opresor. La muerte de uno de sus últimos grandes reyes, Herodes el Grande, marcó el inicio de acciones de los zelotes, un movimiento político nacionalista fundado por Judas el Galileo poco después de nacer Jesús. Ansiosos por la independencia, los zelotes (los que guardan el celo por las tradiciones) maquinaban un plan para alejar la presencia extranjera. Pero la rebelión iniciaría en realidad de otra manera, quizás inesperadamente hasta para los mismos judíos.

La resistencia judía
El año 66 a.C, la indignación de los judíos, estaba al rojo vivo. A inicios de ese año, en la ciudad de Cesarea (a mitad de camino entre Tel Aviv y Haifa) donde vivían los procuradores romanos, se iniciaron una serie de disputas religiosas y territoriales entre griegos y judíos. Impedidos de hacer justicia, muy pronto supieron los segundos que los únicos beneficiados serían sus vecinos occidentales. De lo que empezó como solamente discusiones, terminó con lamentables efusiones de sangre. Los griegos iniciaron una auténtica matanza en el barrio judío sin que las legiones romanas, sospechosamente, intervinieran. La pronta desconfianza sobre que los procuradores estaban detrás de los asesinatos se apoderó de la ciudad. Y cuando cundió la noticia que el ambicioso procurador Gesio Floro se había apoderado del dinero del Templo Sagrado, la ira y la sed de venganza se adueñaron del pueblo judío que inició una serie de disturbios que rebasaron pronto a las legiones.

La ciudad pronto se vio envuelta en un fatídico listado de desórdenes, aumentados o azuzados por las denuncias del hijo del Supremo Sacerdote Eleazar ben Ananías, que clamaba por el asesinato de las guarniciones romana en el país. Como una hoguera avivada por nuevas brasas, el caos se internó. Los fieles se apostaron cerca del Templo, los griegos fueron buscados y en algunos casos asesinados, se destruyeron las esculturas helenas y las casas de los civiles romanos fueron incendiadas. Cestio Galo, legado romano en Siria, fue notificado de los sucesos y desde Roma le fue ordenada la aniquilación de los rebeldes. Lo peor estaba por comenzar.

La resistencia judía, comandada por los zelotes, obtuvo sorprendentes éxitos iniciales. No sólo expulsaron toda presencia romana de Jerusalén, sino que también rechazaron los contingentes enemigos enviados para socorrer a la zona. La ciudad, que ya conocía de la huida del tetrarca de Galilea y gobernador de Judea, Herodes Agripa II, y su hermana Berenice, se preparó para resistir tras las altas y casi inexpugnables murallas de la ciudad. Sufriendo serias bajas (cerca de 8,000 hombres), la conquista de Judea y la toma de Jerusalén se volvieron una meta primordial para el Imperio. Cuatro legiones, consistentes en alrededor de 60,000 hombres, llegaron a la zona y en poco tiempo, consiguieron aniquilar la resistencia judía del norte. Los remanentes, quizás esperanzados en la inexpugnabilidad de Jerusalén, organizaron allí la resistencia final.

Tres años habían transcurrido ya. Muertos los Césares Nerón, Galba, Otón y Vitelio, Flavio Vespasiano (iniciador de la dinastía de los Flavios) encargó a su hijo Tito la reconquista de Jerusalén. Fue una lucha espantosa. Los judíos, fanatizados, soportaron con valor todas las cargas que las diferentes máquinas romanas de asedio efectuaron. Según testimonios de los cronistas Flavio Josefo y Sulpicius Severo, al no poder quebrar la defensa, Tito se vio en la imperiosa necesidad de acampar frente al enemigo. Sorprendido del estoicismo enemigo, cuyo pueblo estaba seguro que Yahvé intervendría en cualquier momento, recurrió a todas las formas conocidas para someter a la ciudad. Muy pronto notaría a qué extremos llegarían los judíos. Toda persona sospechosa de querer rendirse, era arrojada de los muros. Muchos de los 30,000 zelotes apostados en el lugar, hicieron del ayuno una forma de vida. La hambruna menguó las fuerzas de los judíos pero nadie se rindió. Hacia el año 70 a.C, el cuarto año de la campaña, la presión de Roma por resultados obligó a Tito a recrudecer sus acciones.

La caída de Jerusalén
Después de varios intentos fallidos de escalar o destruir por sorpresa las murallas de la fortaleza, los romanos, una madrugada de verano del 70 a.C, finalmente sorprenden a gran parte de los guardias zelotes durmiendo. Los judíos, repuestos del asombro, se defendieron con denuedo. Costó muchísimo a los romanos que cedan posiciones pero su mayor número y oficio lograron la ventaja. A la par que la lucha cuerpo a cuerpo, también las armas de asedio consiguieron abrir un forado en las paredes contiguas lo que permitió un mayor avance hacia el templo principal, donde se encontraban los líderes zelotes. De repente, algún soldado romano lanzó una antorcha hacia el lado occidental del Templo, iniciándose un gran incendio. Los judíos estaban fuera de sí. Con mayor celo y coraje lucharon, las bajas romanos fueron miles, pero ya casi al amanecer, el objetivo estaba casi alcanzado. Tito, que no quería destruir el templo, no pudo impedir que sus objetos de valor fueran destruidos o incinerados.

La contemplación del incendio llevó al paroxismo a los guerreros judíos sobrevivientes. Sin importar la edad, la desolación cogió a todos por igual y debilitados, muchos optaron por el suicidio. Los lamentos retumbaron aún más cuando hasta la última entrada del templo, fue salpicada por las llamas. Entonces, ya con la ciudad perdida, varios escaparon a través de túneles subterráneos mientras que otros hicieron un último foco de resistencia en la Ciudad Alta. Esta defensa desesperada, si bien logró detener por momentos el avance romano, fue inútil. La matanza de los sobrevivientes fue terrorífica. El 7 de septiembre la ciudad había sido tomada finalmente. Se calcula que sólo en la ciudad, perecieron casi un millón de judíos, y se vendieron como esclavos, más de 50,000 judíos.

Los últimos episodios de la resistencia se llevaron a cabo en ciudades alrededor de Jerusalén, siendo la más importante, la ocurrida en Masada. Las legiones de Tito, y el nuevo gobernador de Judea, Lucio Flavio Silva, situaron la ciudad que cayó en apenas días. Cuenta Flavio Josefo que cuando los romanos entraron a la ciudad en el 73 d.C, descubrieron que 953 defensores, bajo el liderazgo del líder Eleazar ben Yair, habían preferido suicidarse en masa antes que rendirse. Con la consecución de este acto tan macabro, la revolución judía llegaba a su fin.

La destrucción de Jerusalén y el reinado pagano de los romanos instaron a los supervivientes judíos principalmente a emigrar, iniciando así la famosa Diáspora. Este suceso tendría enormes repercusiones en la historia futura, pues sin un territorio y una nación propia, los judíos fueron objeto de una progresiva campaña de hostigamiento y antisemitismo cuyo corolario aún se deja sentir tras el Holocausto Nazi.

Casi 1.200,000 judíos fueron muertos en la revuelta. Más de 100,000 hombres fueron hechos prisioneros y vendidos como esclavos. Incluso hoy, la destrucción del Templo de Jerusalén es recordada con la ceremonia de Tisha b’Av, un sentido día de duelo que conmemora a los caídos a principios de la era cristiana.