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El caso Livingston y la última vez que hubo pena de muerte en Argentina



Al lado del cuerpo de Frank Carlos Livingston –apuñalado el 20 de julio de 1914 cerca de cuarenta veces en el zaguán de su casa en la calle Gallo– los investigadores encontraron su reloj de bolsillo y su lapicera de oro. Pero sus matadores se habían llevado su billetera y su pañuelo de hilo. Su bastón de malaca quedó sobre sus pies, manchado con la sangre que lo había salpicado: el hombre era un gentleman.
Los cuchillos utilizados para el crimen también estaban ahí: eran extraños y alargados. Caminando por el zaguán y contemplando la escena, el comisario Samuel Ruffet sospechó que todo eso no había sido un asalto de final trágico, sino un asesinato desde el principio. Observó la terrible escena del crimen y advirtió que los bigotes curvos de la víctima no habían perdido su elegancia, ni siquiera sobre su entumecido rostro cadavérico. El comisario Ruffet tenía sus razones. Había conocido a Frank Carlos Livingston cuando este denunció un asalto del que había sido víctima en el barrio de Belgrano, en el que tuvo que rechazar a golpes a los ladrones. Ruffet volvió a escuchar sobre Livingston cuando su mujer, Carmen Guillot, presentó quejas por maltCarmen Guillot




El gentleman era un tipo severo y mujeriego, pero fue en ese zaguán, tratando de no pisar el charco de sangre, donde el comisario se enteró de que su verdadera pasión era el turf. De hecho, el día en que fue muerto había visitado el Hipódromo de Palermo, donde su potrillo Yrigoyen corría el Premio Estados Unidos del Brasil, y recién volvió a su casa pasada la medianoche. La señora Guillot lo esperaba ansiosa. Tenía 28 años y había criado cinco hijos con Livingston, pero no aguantaba más la vida a su lado: además de las amantes, tenía que soportar los golpes y la prohibición de ver a sus padres.
Esa noche se encerró en su cuarto y esperó. La mucama Catalina González de Carella hizo lo mismo. Pronto escucharon los pasos del gentleman. Fueron sus últimos pasos antes del ruido sordo de las estocadas, la respiración exaltada de los asesinos y el pánico de los gritos atragantados: “¡No me maten! ¡No me maten!”. Luego de unos minutos todo fue silencio. Después, el teatro: la esposa gritó con horror y simuló el hallazgo.




La señora Guillot gritó fuerte, sin saber que esos cuchillos que habían quedado en el zaguán iban a ser una pista esencial. Su extraña forma indicaba que eran herramientas de pescadores.
Su olor lo confirmó. Y el pescador que abastecía a la familia, Salvatore Vitarelli, quedó implicado como sospechoso. Su amante, la mucama, no pudo ocultar el secreto y al sexto día de extenuante interrogatorio contó que había sido ella misma la que, de parte de su patrona, le encargó al pescador y a sus amigos el asalto a Livingston en Belgrano y luego el crimen en el zaguán.
El gentleman murió a manos de Giovanni Battista Lauro y de Francesco Salvatto, dos pescadores que había traído Salvatore Vitarelli. Él, en cambio, no participó porque temía que Livingston lo reconociera. A la larga le resultó a favor: como la esposa Guillot y la mucama Catalina, fue condenado a cadena perpetua. Con Battista y Salvatto no hubo piedad. Ellos fueron fusilados el 22 de junio de 1916 a las siete de la mañana, en la última ejecución de causa delictiva de la historia argentina.