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Mas tú, Señor, eres escudo alrededor de mí; mi gloria, y el que levanta mi cabeza… Yo me acosté y dormí, y desperté, porque el Señor me sustentaba.
Salmo 3:3-5

Un aliado seguro en el peligro

(Lea el Salmo 3)
El Salmo 3 fue escrito por el rey David en una circunstancia dramática de su vida. Perseguido por su hijo Absalón, quien quería tomarse el poder, había huido de Jerusalén con una pequeña tropa de hombres que permanecían fieles a él (2 Samuel 15 a 18). Estaba en peligro de muerte. Algunos decían que Dios lo había abandonado.
David no era insensible a esas palabras llenas de maldad, pero tampoco se dejó llevar por la amargura, el desánimo o la compasión de sí mismo. ¡Clamó a Dios! “Con mi voz clamé al Señor, y él me respondió” (v. 4). Así actúa la fe: confía en Dios y experimenta que Dios responde. Él nos sostiene, es nuestro escudo, nos protege de las flechas más peligrosas: palabras que hieren, las dudas, los “dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16).
“Eres… mi gloria, y el que levanta mi cabeza” (v. 3), afirmó David. Pudo levantar la cabeza, pero sin orgullo, porque reconocía sus faltas; las confesó y recibió el perdón (2 Samuel 15:30); así pudo mirar al futuro con confianza.
David sabía que Dios es fiel: él lo socorrió. Dios era su seguridad y su gloria. La fe de David se alimentaba del conocimiento de su Dios. Entonces dijo: “La salvación es del Señor” (v. 8). En medio del peligro, David oró y pudo dormir, pues confiaba en el Señor, quien lo protegía.
Pidámosle a Dios que nos dé esta fe serena y victoriosa. ¡Todo socorro viene de él!
“Acerquémonos… al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).