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Mi amigo Xema dice que la gente es propensa a contar sus éxitos, pero mucho más reacia a compartir sus fracasos, y me parecen unas muy sabias palabras. Precisamente porque determinadas historias se cuentan sólo si te salen bien, y si no, quedan en el olvido, yo hoy me he propuesto contar la historia de un fracaso: el de convertirme en un feliz y autónomo usuario de linux que no echa de menos Windows ni ningún otro sistema operativo “meinstrim”. Me da pena reconocerlo, pero a la vez lo siento como una liberación.

Que haya decidido contarlo aquí tiene doble intención: por una parte dejar constancia de cómo ha evolucionado mi opinión respecto a estos sistemas operativos después de algunos años usándolos en distinta medida, y por otra como testimonio informativo para los promotores del linux, para que consideren qué se le puede pasar por la cabeza a un usuario potencial que está convencido de las bondades del software libre, que quiere y desea usarlo a diario pero que decide dejar de emplear su tiempo peleándose con detalles que no le interesan. No hay acritud en este post, pero sí que creo que quienes desean un uso generalizado de estos sistemas operativos deberían tener en cuenta opiniones puramente pragmáticas, como la que desarrollaré aquí.

Que comience la crónica.

Me instalé por primera vez linux en 2008 en mi portátil personal, concretamente el Ubuntu 8.04 Hardy Heron. Lo hice porque me convencieron los argumentos por todos conocidos del software libre y porque me habían hablado muy bien de ubuntu y de su versatilidad respecto a las primeras distribuciones con interfaz gráfico que conocía de vissta (Red Hat). Las ganas de aprender y las convicciones sobre futuros réditos de eficacia, rendimiento y molonidad me hicieron superar bastantes obstáculos que no me esperaba simplemente para hacer funcionar el aparato con normalidad (sonido, conectividad con la wifi o con la impresora, etc), lo típico. Al contrario de lo que esperaba, no fui capaz de resolver este tipo de problemas sin ayuda, pero es cierto que los amigos linuxeros se apiadan de los novatos, y fui tirando, con la esperanza de irme volviendo autónomo con el tiempo.


Me instalé linux en el ordenador del trabajo también, con la sabia precaución de mantener Güíndous también activo, pero con la ingenua esperanza de llegar a prescindir de él en algún momento. Por cierto que aquel ordenador en el que trabajé en Madrid jamás fue capaz de hacer funcionar sus altavoces mientras corría en linux, y tras muchas horas perdidas en busca de drivers, de hilos aplicables a mi situación y de dar la lata a mucha gente, decidí dejarlo mudo para los restos.

Los principales problemas que tuve con ese ordenador fueron de compatibilidad y de eficacia. Básicamente, el ordenador en el trabajo (emails aparte) yo lo uso para dos cosas: para escribir textos, artículos, usar hojas de cálculo, gestionar bases de datos y hacer presentaciones (vamos, para tirar de Office) y para manejar y analizar datos filogenéticos.

Especialmente en el primero de los casos, no se trata sólo de qué formato utilice para trabajar yo mismo. Como trabajo con más gente y necesitamos compartir documentos, la compatibilidad se vuelve un asunto vital. Le he dado, no una, sino docenas de oportunidades al OpenOffice, al LibreOffice y a variantes por el estilo y con todo el dolor de mi corazón tengo que decir que a la hora de compartir documentos con terceros, los acabados eran chapuceros antes y, como veremos, creo que siguen siendo chapuceros hoy. Funcionarían medio bien en un entorno en el que todo el mundo las usase, pero ese no ha sido mi contexto laboral ni en España ni en Estados Unidos.

Donde esperaba amortizar todo lo invertido en linuxearme era en la parte bioinformática, en analizar y gestionar datos filogenéticos: la gente que está puesta en el tema usa regularmente ordenadores en sistemas unix, el rendimiento del procesador es mejor, el uso de la consola de comandos hace el trabajo más inmediato y eficiente, etc etc. Mira que lo intenté, ¿eh? Pues ni con esas. Para el trabajo de esos años, normalmente necesitaba ir desde el punto A (secuencias de ADN brutas) al punto B (árboles filogenéticos) empleando unos 10-12 programas distintos que seguían una secuencia, de forma que lo que unos producían eran el punto de partida de los siguientes. Algunos de estos programas funcionaban bien en linux, otros estaban programados en java, así que eran más o menos independientes del sistema operativo, pero otros… pues ni estaban disponibles ni se les esperaba. En el momento en el que esta cadena se interrumpía, tenía que estar reiniciando el sistema para cambiar a Windows y poder ejecutar el programa de turno y volver a linux después, algo bastante absurdo porque en Windows, todos esos programas sí estaban disponibles. La dinámica que cogió todo fue que dejé de usar linux también para los análisis filogenéticos, simplemente porque no tenía ninguna ventaja y sí el inconveniente de los reinicios.

Pese a todo, yo seguía ahí insistiendo: asistí a un curso de linux que ofrecía el centro de computación científica de la universidad, y cuando cambié de portátil sudé la gota gorda para poder instalarme linux en un sistema que básicamente tenía blindado el Windows 7 (hasta saqué un tutorial, tras el asesoramiento de Brucknerite). Sin duda que todas estas experiencias (incluyendo la de cargarme una vez por accidente todo el sistema y tener que reinstalarlo desde cero, que a quién no le ha pasado y que menudas risas me eché) han hecho callo y me han enseñado mucho, pero, ¿Para qué? A fuerza de no necesitarlo y de no tener problemas de compatibilidad, imagen, sonido, juegos (raramente), navegación, etc con Windows 7, el linux quedó abandonado en sus particiones, que incluso llegué a reducir y que quedaron como un espacio para tener una copia de seguridad, y poco más.

El último capítulo es muy reciente y se inició hace unas semanas. Decidí comprarme un ordenador de sobremesa para el despacho: la universidad tiene unos DELL en el stock de segunda mano muy apañados, pero por asuntos de licencias (ya que se ofrecen al público general) vienen con un linux. Como el cacharro era majo y muy barato, me lo agencié a pesar de que venía con linux. Concretamente un Linux Mint 15. Como voy a ponerme a aprender cosillas nuevas de programación y de bioinformática aplicada a datos genómicos, se me pasó por la cabeza la idea de darle una nueva oportunidad a linux. De nuevo, había oído que Linux Mint era la versión refinada de los ubuntu, y que LibreOffice había avanzado una barbaridad en lo que a compatibilidad se refiere, así que, dicho y hecho: retomaría linux.

Al principio, todo más o menos bien: el cacharro encuentra la wifi, la impresora y se actualiza bien (Obvio un pequeño susto que tuve borrando el usuario que venía por defecto y creando un nuevo administrador). Los altavoces no se oyen, aunque si enchufas los cascos, sí, así que decido dejarlo por el momento. Instalo los navegadores habituales y los programas con contenidos sincronizados: el dropbox y el Mendeley, y todo parece ir bien, sorprendentemente (Me alegro para mis adentros de no haber confiado en Ubuntu One en su día). No hay versión para linux de Google Drive, pero alguien se ha molestado en hacer un arreglo, sigo el tutorial, y funciona bien. Tiene buena pinta.

Llega la prueba de fuego: me descargo la última versión de LibreOffice. Bien. Abro el borrador de un artículo que tengo a medias, con correcciones y descubro para mi pesar que hay cosas que nunca cambian: el texto es una amalgama de distintas fuentes, muchas citas bibliográficas han desaparecido y la numeración de las páginas no coincide con el documento original. Horas más tarde utilizo una plantilla para generar una factura y el destinatario me dice que le ha llegado en blanco. Ninguna de estos contratiempos merecen hacerme perder el tiempo: no aportan nada y no tienen solución. Incluso simplemente modificando el zoom, en un momento dado el LibreOffice se cierra sin previo aviso. Lo siento mucho, pero LibreOffice no es alternativa para nada en un mundo donde tienes que trabajar con gente que no usa LibreOffice, y esa es la cuestión: sí, es una putada que estemos todos vendidos al Office de Bill Gates, pero yo no voy a ir a la gente de mi alrededor diciéndoles qué editor de textos tienen que usar. Cada uno usará el que quiera, pero a la hora de la verdad, si no puedes hacer algo tan sencillo como revisar un documento compartido y devolverlo sin que parezca que un mono ha estado apaleando el teclado, la supuesta compatibilidad de la alternativa libre es pura ilusión.

Después de respirar hondo, me digo que incluso eso tiene solución. Cuando esté en modo “escritura” puedo traerme el portátil, o trabajar en algún otro ordenador del laboratorio, o yo qué sé. Bueno. Acepto. Ahora vayamos a los programas de análisis, donde esperaba encontrar mayores éxitos. Intento instalarme el R. ¡El puto R! ¡Que casi se instala solo! Bueno, pues no se instala, me hace falta un compilador nosecuantitos. Empiezo la típica peregrinación por ¡los foros!

Mi experiencia con los foros de linux darían para otro post, la verdad, pero intentaré no extenderme así que diré sólo un par de cosas. A menudo son útiles, cierto, pero la mayor parte de las veces los he encontrado desesperantes. La comunidad linuxera en principio es muy dada a ayudar, pero ni se te ocurra preguntar tu problema a las bravas en un foro. La primera regla de los foros de linux es que no se pregunta en los foros de linux. Primero hay que asegurarse de que tu pregunta no está respondida ya, cosa que en foros que a veces tienen miles de hilos y años de historia, no es tan fácil como parece. Por lo general yo prefiero no armar bulla y simplemente buscar algún hilo que parece que se aplica a mi circunstancia. Las situaciones más cómicas son aquellas en las que para solucionar tu problema no lo puedes hacer directamente y te tienes que bajar un emulador de jarepéich para luego cargar el clánder diodenal y probar a ver qué tal. Catorce pasos de tutorial. Venga, vamos allá: después de seguir paso a paso una docena de instrucciones, cuando estás casi en el final, te empiezan a saltar mensajes de error que no le surgieron al afortunado linuxero que preguntó en el foro, que le está agradecidísimo al que escribió el tutorial porque hasta su marido ha dejado de roncar. Pero no, tú te quedas atrancado en el paso doce, copias el mensaje de error, lo pones en Google y llegas a otro tutorial distinto para resolver ese metacontratiempo: “¡Resulta que ibas tú tan pancho por ahí sin un clímper-compilator X5! ¡Hombre de Dios! ¿Cómo se te ocurre ir por la vida sin el clímper-compilator? ¡ya te vale! Aquí te lo explico yo en siete cómodos pasos”. Después de toda una mañana intentando resolver tu primer contratiempo, de haberte instalado a medias una jartá de programas que no sabes ni para qué sirven, ni dónde han ido a parar ni si los volverás a ver alguna vez, ni te importa, porque lo que tú quieres es descargarte el puto R, al final, te rindes.

En mi caso, rendirme significa mandarle un correo electrónico a alguno de mis amigos linuxeros que son los que siempre me han sacado las castañas del fuego y que siempre tendrán un lugar especial en mi memoria RAM y mi disco duro: Brucknerite, Eulez, Miguel, Paquillo… de no ser por vosotros aún estaría llorando para conectarme la wifi con el Ubuntu 8.04. Pero no voy a ponerme sentimental: en el caso del R lo que pasaba era que mi versión de Linux Mint era demasiado antigua (un año) para soportar la pesadísima carga de instalar el R-base así sin avisar. (¿A quién se le ocurre?). Efectivamente, fue actualizar a Mint 17, y ningún problema, pero la cuestión no es esa, la cuestión es que tras años de (intermitente) contacto con el linux, no he sido autónomo para resolver un problema trivial, pese a haber pasado una mañana entera buceando en los foros de linux. Esa mañana fue una completa pérdida de tiempo: no me enriqueció en absoluto, no aprendí nada nuevo y no me dio nada que no hubiese tenido en Windows tras quince segundos de instalación.

Aún me quedaban cojones para, pese a todo, seguir intentándolo. Me descargué los programas filogenéticos basados en java, que funcionaron sin problemas, me configuré yo solito el acceso al cluster de computación (olé) y traté de cerrar el círculo instalándome los programas que sólo funcionan en Windows ejecutándolos a través del famoso Wine. Ni una vez, oidme bien, ni una puta vez he conseguido hacer funcionar nada a través de Wine. Contuve la respiración. Por desgracia, en esta nueva oportunidad, nada parece haber cambiado. La instalación va sin problemas y hasta la ejecución parece normal, pero cuando parece que ya casi está, acaba saliendo algún mensaje chungo y una disculpa muy educada. Sospecho que el Wine debe ser cojonudo para instalarte el buscaminas o el Paint, pero hubiese vendido mi alma al diablo por hacer funcionar el MEGA6. No pudo ser.

Cansado y ya al final de un día entero dedicado en exclusiva a intentar dotar a mi ordenador nuevo simple y llanamente del mismo potencial que tenía con el Windows 7 del portátil, decidí perder un poco el tiempo con las tontadas estéticas: salvapantallas, efectos y demás. Por supuesto, las cosas realmente molonas (escritorios cúbicos y ventanitas de gelatina), nunca las puedes hacer en tu ordenador, tengo esa mala suerte. Lo ves que lo consiguen los otros en los foros, y te animan a que reconfigures tu tarjeta gráfica en sólo quince pasos, pero decido no tentar a la suerte y conformarme con lo básico. Sin embargo, activo una extensión para que el fondo de escritorio alterne entre distintas fotos (una extensión hecha precisamente para Linux Mint) y, ¡tachán! El ordenador se queda clavado. Y esta es ya la última (lo prometo) de mis críticas a linux: los acabados chapuceros que surgen cuando menos te lo esperas. Si una extensión nativa de linux para personalizar el escritorio es capaz de dejar clavado el equipo, imagináos lo que pueden llegar a ver tus ojos.

Llegados a este punto analicé lo que tenía delante tras una jornada de trabajo: un equipo majo y potente que no puedo usar para trabajar en artículos ni para compartir documentos ni para realizar muchos de los análisis que uso regularmente. Un equipo en el que hecho de menos muchos de mis programas favoritos y que no tiene sonido. Entonces me hice la pregunta que debería haberme hecho hace mucho tiempo.

¿Por qué cojones sigo empeñándome en usar linux?
Mi análisis racional, ya con unos cuantos años de experiencia y con una idea clara de la curva de aprendizaje y del balance entre el uso que le doy al ordenador y qué beneficios me da es bastante clara: intento usar linux por principios, pero objetivamente, es un obstáculo tanto para mi trabajo como para mi ocio. Cuando me fijo en mis amigos linuxeros, ellos tienen algo que a mí me falta: pelearse con el linux es un objetivo en sí mismo. Les gusta enfrentarse a esos retos y resolverlos. A mí, por supuesto, me satisface cuando soy capaz de resolver por mí mismo un problema, pero en el fondo no es para eso para lo que yo uso un ordenador. Mis desafíos se centran en el otro lado: en escribir el artículo, en interpretar unos datos, en ejecutar los análisis. El sistema operativo para mí es sólo un medio, no un objetivo. Si el uso de un sistema operativo libre implica que debes ver en él un objetivo, que te tiene que gustar esa parte de bricolaje digital, esa claramente, no es mi guerra. Pasé por el aro precisamente porque se vendían estas distribuciones como una opción “light” con la que poder hacer tu vida digital sin complicaciones en software libre, una alternativa asequible al alcance de todos. La realidad, en mi caso (y no pretendo extrapolar) es que linux me ha enseñado muchas cosas, cierto, y me ha hecho perder mucho tiempo, cierto también, pero nunca, jamás, ni una sola vez, me ha permitido hacer algo que no pudiese haber hecho con un sistema operativo convencional con igual o menor esfuerzo. No se puede descartar que en el futuro necesite usar linux para algo, pero hoy por hoy, mi veredicto está muy claro: es el momento de decir adiós.

Y despido esta crónica que no tiene por qué interesar a nadie con un recordatorio sobre el proselitismo informático: estoy familiarizado tanto con Windows, Linux y MacOS, he tenido dolores de cabeza y ganas de romper pantallas y golpear discos duros con tremenda fuerza en todos y cada uno de estos sistemas operativos (Sí, con Mac también, no me déis la chapa los maqueros que tenéis delito también). No veo que ninguno de ellos sea en sí mismo intrínsecamente mejor que los demás, si, como yo, te importa bastante poco el sistema operativo en sí y lo que quieres es usar el ordenador. La variable que sí que me parecía, y me parece, de interés es el hecho de que Linux se trate de software libre. Siempre contará con mis simpatías por ello. Entiendo que sus desarrolladores no trabajan para mí, y que no tengo derecho a exigir nada por ser usuario, pero para convertirse en una alternativa real a gran escala (y entiendo que esto está en mente de muchos) hace falta algo más. El mejor sistema operativo es el que no se siente.