


Gustavo Cerati permaneció en coma por más de cuatro años. En todo ese tiempo, se esperó un milagro que no llegó, pero que generó múltiples homenajes a su figura.

Porá decirse que la muerte de Gustavo Cerati era un desenlace predecible. Pero la tristeza que genera es grande, porque no se debe exclusivamente a la pérdida de uno de los más grandes artistas que tuvo el rock argentino, sino a que la extraña y silenciosa batalla que su cuerpo protagonizó en los últimos años no pudo revertirse hacia el lado de la ilusión, del milagro. “Mientras haya vida, habrá esperanza” había declarado algunos meses atrás su amigo y compañero Zeta Bosio, resumiendo así una especie de mantra que acompañó a familiares y seguidores durante el tiempo que Cerati permaneció en ese limbo clínico, en la incierta espera por un despertar que nunca ocurrió.
Desde la noche que sufrió la descompensación en Caracas, el 15 de mayo de 2010, hasta el jueves al mediodía, cuando la noticia de su fallecimiento comenzó a circular con una fuerza que no había tenido en anteriores oportunidades, Gustavo Cerati fue una presencia intermitente dentro del imaginario nacional. Al comienzo, los partes médicos eran regulares y muy requeridos, pero con el paso de los meses fueron haciéndose cada vez más espaciados y no presentaban demasiadas novedades.
“Neurológicamente, el paciente Gustavo Cerati no ha tenido cambios significativos y permanece con asistencia ventilatoria mecánica”, detallaban desde la clínica ALCLA cada vez que el calendario indicaba algún aniversario, o el cinismo de algunos idiotas adquiría una de las formas más crueles que puede permitirse el ser humano: con el anonimato como aliado y amplificados por las redes sociales, se difundían informes falsos sobre su muerte o presuntas mejoras en su salud. Como contrapeso de esas bromas infames, los homenajes a Cerati se multiplicaban a lo largo y lo ancho de toda América latina. Shows de agrupaciones tributo para mantenerlo presente en la memoria, cadenas de oración, cacelorazos para una improbable recuperación y toda clase de eventos evidenciaban algo bastante obvio: la música del exlíder de Soda Stereo había marcado de forma permanente a más de una generación.
Y en medio de toda esa información cruzada, mientras Gustavo dormía un sueño que –ahora lo sabemos– iba a ser eterno, la imagen que simboliza el dolor y la entereza tomaba una forma candorosamente familiar: su madre, Lilian Clark, y sus dos hijos, Lisa y Benito, haciéndole frente a una situación que los excedía, pero que afrontaron con un amor y una dignidad que no nunca cesó ni mostró signos de resignación, al menos en sus apariciones públicas. Siempre conservaron una luz esperanzadora, la misma que también mostraron los amigos más cercanos de Cerati, de Richard Coleman a Leo García, de su exmujer Cecilia Amenábar a Daniel Melero, cada vez que algún periodista les hacía esas preguntas tan incómodas como obligadas: qué novedades había, cuándo había sido la última vez que visitaron la clínica, si era verdad o mentira que mostraba síntomas de mejoría.
Un viejo adagio rockero escrito por Neil Young, y luego repetido por Kurt Cobain, sostiene que es mejor arder a extinguirse de a poco. Algunos años atrás, Cerati lo había readaptado a sus circunstancias de entonces en el tema La excepción, otorgándole un significado más vital: “Hoy hagamos la excepción/ de estirar la cuerda/ y que durar sea mejor que arder”.
La espera nos agotó a todos.