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Se cumplen 20 años del estreno de Pulp Fiction, la obra maestra de Quentin Tarantino, considerada como una de las películas más influyentes del cine moderno. Un revoltijo salvaje de grandes actores, diálogos brillantes, excelente música y nuevas formas de narrar cinematográficamente que, entre otras cosas, le devolvió la carrera a un tipo llamado John Travolta.






Nadie supo qué hacer con Pulp Fiction cuando se estrenó en las salas de cine hace ya veinte años. Ahora la película tiene un contexto legítimo. Sus imágenes se reproducen en afiches, remeras, muñequitos, tazas de café, estarcidos callejeros y museos de arte. Se reconoce su estética cuando aparece en otros productos culturales. Los personajes devinieron icónicos. También muchos diálogos y escenarios. La música se volvió un estándar para gángsteres de celuloide. Se escribieron innumerables libros sobre el filme, se dictaron conferencias, se convirtió en material de estudio universitario y quedó etiquetada como ejemplo de cine neo-noir y de pastiche posmoderno. Obtuvo premios y reconocimientos, nunca falta en las listas de películas más importantes de la década de 1990, del siglo XX, de todos los tiempos. Desde 2013 se la resguarda en el Registro Nacional del Cine de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos por ser “cultural, histórica o estéticamente significativa”. Veinte años después, Pulp Fiction es cultura respetada, arte, historia, una obra maestra.


Pero los testimonios de quienes estuvieron allí cuando no había ningún contexto autorizado también cuentan. Y muchos coinciden en que hasta entonces no habían visto nada igual. Cuando la película acaba, con―Vincent Vega y Jules Winnfield de pie en la puerta de la cafetería, los títulos se anticipan con “Surf rider”, la canción de 1963 de The Lively Ones experimentaron excitación, terror, fascinación, nostalgia y una terrible sacudida de contemporaneidad. Todo a la vez.


“Fue uno de esos momentos que te cambian la vida escribió el crítico Greil Marcus al recordar su primer disco del blusero Robert Johnson, como anotarse en una materia que te hace pensar por primera vez o entrar distraídamente a un lugar y enamorarse”. Y eso es lo que innumerables personas afirmaron haber experimentado al salir de los cines en 1994: Pulp Fiction era uno de esos artefactos culturales que te cambian la vida, que se convierten en medida para todas las demás obras del pasado y del futuro.




La versión completa del documental “Pulp fiction: los hechos”

 


Un clásico de culto

Avanzó primero como rumor en los festivales y después como huracán imparable en los circuitos comerciales. Poco se sabía de su director y guionista, un treintañero atropellado y tartamudo llamado Quentin Tarantino. Había dejado la escuela a los quince para tomar clases de actuación, pero pronto las abandonó y consiguió empleo en un videoclub; pasó la mayor parte de su veintena detrás de ese mostrador. Unos pocos enterados, sin embargo, conocían Reservoir dogs (Perros de la calle), la cinta independiente que Tarantino había estrenado en 1992.



Ese policial a la vez asfixiante y fresco ofrecía algunas pistas. Trataba sobre un robo de diamantes que nunca se veía, el tiempo lineal de la narración estaba fracturado, los matones discutían el significado de canciones de Madonna y la importancia de dejar propinas a las meseras de las cafeterías. La película era virulenta, irónica y tenía una gran música de estación radial para nostálgicos. Muchos la amaron y muchos no aguantaron sus escenas de torturas; Wes Craven, el director de Pesadilla en lo profundo de la noche y Scream, abandonó la sala a mitad de la función. Craven, nada menos.


Fue una excelente carta de presentación. El guión de Pulp Fiction pasó por algunos estudios y productoras. Dijeron que era demente, incomprensible, demasiado largo y violento, que no tenía sentido, que era imposible de filmar.  


Bastaron unos escasos 8 millones de dólares de presupuesto para ensamblar un elenco memorable. Actores como Harvey Keitel y Christopher Walken le sacaron lustre a sus chapas de intérpretes mayores; John Travolta, cuya trayectoria había ido en declive desde sus éxitos juveniles de los años 70, obtuvo un segundo comienzo; Uma Thurman y Samuel Jackson se construyeron una carrera en Hollywood; Bruce Willis arriesgó su reputación de superestrella al tomar un rol secundario en una cinta de bajo presupuesto y la jugada le salió de maravillas (además trabajó por regalías; esos 8 millones de presupuesto dejaron 214 millones de ganancias, de los que Willis se llevó una buena tajada). Todos ellos ―y muchos más le dieron un rostro a uno de los experimentos cinematográficos más notables del siglo XX.





 
Quentin, el revolucionario

La trama de Pulp Fiction puede reducirse a tres historias interconectadas, armadas con una serie de situaciones archisabidas y repetidas mil veces en el cine negro. Dos matones deben recuperar el maletín de su jefe. Una pelea de boxeo arreglada y un luchador que debe irse a la lona en el quinto round. La aventura entre la esposa del jefe de la mafia y uno de sus esbirros. Un cadáver en un automóvil del que hay que deshacerse. Y así. Sólo que cada uno de estos verosímiles de género ―lo que uno espera a cambio de su dinero y de su tiempo cuando se sienta frente a una película categorizada como “policial”― está trastocado. Desplazado. Tan retorcido que genera un nuevo verosímil de género: no por nada el apellido del director sobrevino adjetivo, “tarantinesco”, y comenzó a definir un tipo de producto cultural.


¿Qué tipo de producto cultural? El que Pulp Fiction precisó de un plumazo. Una narrativa en la que los hechos no cobran valor por su orden cronológico: un personaje que muere en una escena puede aparecer en la siguiente, pues el evento narrado es anterior en el tiempo aunque posterior en la estructura de la narración. Lenguaje callejero, malhablado, siempre al borde o más allá de la corrección política. Diálogos rápidos y cancheros con mohínes de monólogo sobre algún tema de la vida cotidiana: cómo llaman a las hamburguesas con queso en Francia o las connotaciones sexuales de los masajes de pies.


El mundo de referencia es una lista sábana de marcas, objetos y oscuras baratijas de la industria cultural. Al igual que ocurre con su música (no tiene banda de sonido para la ocasión, sino una colección ecléctica de piezas de surf, pop, soul y rock’n’roll), existe una permanente tensión entre el consumo masivo y las obsesiones de nerds. Por eso nadie supo qué hacer con una película en la que los mafiosos ganan certámenes de twist, los recursos del western se reservan para el momento de inyectarse heroína y la nostalgia por un tiempo menos violento, más cándido, lo inunda todo.