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Si hubiera que elegir un solo indicador sobre las dificultades políticas del momento, basta con este dato: la denuncia de Cristina Fernández sobre una conspiración en curso generó más bromas y reacciones irónicas que preocupación.

Las expresiones más escuchadas entre los dirigentes de la oposición fueron "alucinación" y "ridículo", tras la advertencia de Cristina respecto de que la conspiración en su contra no se limitaba a una desestabilización política sino que podría llegar a corporizarse en un atentado con la complicidad de Estados Unidos.

La frase "si me pasa algo" fue trending topic en twitter, donde quedó en evidencia el mayor riesgo de la comunicación política en los tiempos que corren: que el discurso pueda rápidamente ser parodiado.

Pero acaso nada haya sido tan elocuente como el hecho de que Elisa Carrió, que es frecuentemente objeto de mofas por su tendencia a pronosticar desastres, haya tenido su momento de revancha al señalar que estaba preocupada por la salud mental de Cristina.

¿Cómo se llega al punto de que una denuncia pública sobre una conspiración destinada a desestabilizar la economía y forzar la renuncia de la Presidenta se torne más motivo de bromas que de preocupación?

Para la usina ideológica del kirchnerismo debe ser todo un misterio, dado que la historia del país es rica en golpes -ya sean militares, "de mercado" o con estallidos sociales- y, por lo tanto, presumen que estos antecedentes deben llevar a que cualquier denuncia conspirativa sea verosímil y deba ser tomada en serio.

Tal vez, la explicación al efecto boomerang que tuvo la teoría conspirativa esté en el abuso del recurso. Es lo que, en la jerga de los economistas, se conoce como "rendimiento decreciente": la misma dosis que al comienzo resulta efectiva, luego va provocando un efecto menor.

Y Cristina viene denunciando una conspiración prácticamente desde el inicio de su gestión. El conflicto con el campo en 2008 fue el momento de la irrupción de estas teorías conspirativas. Luego, el tema volvió recurrentemente, sobre todo cuando hubo dificultades en la economía.

Así, Cristina justificó la aplicación del cepo de 2011 por una presunta "corrida cambiaria" provocada por un grupo de banqueros. Y las acusaciones volvieron, sucesivamente, para explicar las disparadas inflacionarias, los apagones, la crisis petrolera, la aparición del dólar blue, la devaluación de enero y los despidos en la industria.

La hostilidad en dosis crecientes es un ingrediente del modelo K: a mayor grado de dificultades, se necesitan culpables, exponerlos con más firmeza y adoptar medidas ejemplarizantes. Esa es la lógica que impone el discurso de la conspiración K: acusan un plan para dar un golpe de mercado, mencionan con nombre y apellido a los "cabecillas", y no se implementan castigos, entonces el "relato" pierde credibilidad.

Para el núcleo duro de Cristina, el castigo a los empresarios conspiradores es un reclamo de larga data. En el final del ciclo K, la búsqueda de credibilidad ya no pone el foco en convencer de que las políticas darán buen resultado, sino que existe una conspiración.