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Uno de los mayores temores contemporáneos es la pedofilia. Cualquiera de nosotros se horroriza ante la perversión de que un niño sea obligado –lo que implica una violación sin vueltas– a mantener relaciones sexuales con un adulto. Las razones son muchísimas y sería ocioso exponerlas una por una. Por otro lado, el temor al abuso es una de las excusas que más se utilizan cuando se ataca a la pornografía y esto no es gratuito: en las épocas de la ilegalidad, e incluso en los primeros años del porno legal, filmar a un menor en esas situaciones tenía cierta frecuencia. En muchos casos, se trataba de abusar de la desesperación de otros: adolescentes que requerían algún dinero para sobrevivir, chicas llevadas a la prostitución –también ilegal– desde muy temprana edad, etcétera. Es cierto que, como aparece bastante claro en aquel filme de Louis Malle Pretty Baby, que lanzara a la fama a la entonces de 12 años Brooke Shields, las sociedades patriarcales solían tolerarlo un poco más en el caso de las chicas. Internet y la enorme capacidad de multiplicación que permitieron las tecnologías digitales tanto en la producción de material audiovisual casero como en la posibilidad de eludir la identificación del delincuente, hicieron que esos materiales fueran más frecuentes. También que fueran más arduamente perseguidos y con justicia.

Pero como se dijo, ha funcionado como excusa para perseguir a la pornografía legal, incluso como una excusa para intentar su prohibición. Sin embargo, la industria y los sistemas legales no son tan permeables y el protocolo estadounidense al respecto es bastante ejemplar, aunque toda pornografía casera tiende a eludirlo. En el caso del contenido producido por el usuario, quienes los hacen y lo suben a redes gratuitas no se sienten atados a ninguna obligación legal, y sólo el monitoreo constante (difícil y costoso, por otro lado, dada la multiplicación exponencial) puede ser útil para desactivar tales redes de explotación.

Pero volvamos al protocolo. Por lo menos en Estados Unidos, la pornografía legal elude sistemáticamente la posibilidad de que haya un menor involucrado en las filmaciones. Todos los productores de pornografía tienen que cumplir con la Section 2.557 de la ley que los regula. Los obliga a presentar, antes del rodaje, un certificado notarial donde consta la edad de todos los participantes en cada una de las escenas de una producción pornográfica. De hecho, la fecha del acta notarial debe ser anterior al certificado de rodaje, que también es obligatorio de pedir. Cuando se dice “todos”, implica necesariamente también a los técnicos que participan en la producción e incluso al resto de los empleados de una productora, hasta los cadetes. Realizar esta clase de certificados implica –parece obvio decirlo– mucho dinero, y sólo las productoras con cierto volumen de ingresos pueden hacerlos. Ese control es efectivo: si el certificado de edad no está debidamente acreditado, si es falso o directamente no se realiza, las sanciones contra los productores pueden ser enormes: lo que puede incluir cárcel e inhabilitación perpetua.

Pero, ¿qué sucede entonces con el material “amateur” producido por los usuarios? Se dijo, hay monitoreos pero el volumen de material es tan enorme que es imposible revisarlo todo. Los estados utilizan la cooperación internacional para destruir redes de pedofilia, pero eso deja de lado al video “ocasional” de una pareja donde una de las partes es, por ejemplo, adolescente. O los videos privados que luego se exponen por venganza. Es claro el asunto con niños; pero no tanto con los adolescentes cuando ellos mismos producen el material. El porno legal tiene la cuestión resuelta. El resto es tierra incógnita.