
Teo ha intentado en tres ocasiones ser parte del crimen organizado y no ha podido. La primera fue trasladando droga, la segunda como espía y la tercera como golpeador; ninguna funcionó hasta que encontró una mina de oro en México: la venta de pornografía infantil.

Esta es la historia de un criminal con aspiraciones empresariales y la segunda parte de un especial deRevolucióntrespuntocero sobre abusadores en un país negligente con su niñez.
Acto 1.
El hombre que tengo enfrente es un demonio que bosteza. En la estación del infierno que construyó en la vía pública, a las 10 de la mañana, se le mira aburrido, como si lo que hace no costara 13 años en la cárcel y los policías no le rondaran, a cada rato, frente a sus ojos.
Dentro de su negocio ilegal, consume con gesto fastidioso una sopa de fideos fría, servida en un plato de unicel, mientras responde lacónico el precio de sus productos. “Ese 20 pesos… ese tiene dos discos, cuesta 30… ese es un BluRay, son nuevos, cuestan 40 pesos”.
Cuando se han ido los cuatro clientes, y quedamos por fin solos, le hago esa pregunta que no me he atrevido a pronunciar en los 20 minutos que llevo rondando su puesto viendo las carátulas de sus discos: cuánto cuestan esos de los que me habló ayer, un par debidamente empaquetado en cajas negras con videos de violaciones reales de niños.

Específicamente: niñas y niños mexicanos, menores de 12 años.
“Ah… esos… todavía están armando los videos. Les faltan unos, date una vuelta la siguiente semana”, responde, como si fuera un vendedor de ropa sin inventario, en lugar de un vendedor de pornografía infantil.
“¿Me juras que son reales?”, pregunto, con la sangre subida a mi cara. “Sí, hombre, ya te dije que sí. Los vas a oír, se ponen a llorar y todo ese desmadre”, me dice y parte un bolillo para seguir comiendo.

Lo examino: cuerpo fibroso, moreno, tatuado en ambos brazos, mide 170 centímetros cubiertos apenas por una playera blanca de tirantes y unos jeans gastados, imitación de una marca de lujo. Está sentado al fondo del puesto ambulante, con un cigarrillo de marihuana humeante que aspira de vez en cuando, aburrido, muy aburrido.
“¿Y qué es eso de que todavía los están armando?”, cuestiono de nuevo. “Pues que aún no encuentran a los niños. Eso tarda. Hay que ‘wacharlos bien’… por eso cuestan 200 pesos cada uno”, dice como si fuera una obviedad que las violaciones reales cuestan cuatro veces más que un video de abuso sexual a menores “normal”.
“Ya te dije, ven la siguiente semana. Me espantas a los clientes con tus preguntas. Eres bien ‘balcón’”.
Doy la vuelta. A esperar 7 días para volver a este puesto ubicado en la calle Florida, a 100 metros del Eje 1 Norte, en el barrio Bravo de Tepito.
En el corazón del centro de la Ciudad de México.
Acto 2.
Le dicen Teo, tiene 38 años, nació en Michoacán, estudió hasta la secundaria y dice que toda la vida ha sido pobre. Otra cosa: también asegura que nació condenado a la mala suerte.
La primera vez que quiso entrar al crimen organizado fue en 2005, cuando estaba en Michoacán y el Cártel del Golfo lo contrató como “bajador” de marihuana rumbo a Acapulco, Guerrero. Le dieron un tráiler cargado de hierba, un mapa, 300 pesos para las casetas y el nombre del hombre que la recibiría en el puerto. No sabía cómo hacerlo, pero las ganas de forrarse en billetes verdes lo convencieron.
En el camino, alguien le aventó una piedra al parabrisas. Se detuvo para buscar al responsable y salieron seis hombres armados entre los matorrales. Después de darle una golpiza, lo obligaron a abrir el tráiler y a pasar la marihuana a otro camión. Si no lo mató el cártel por llegar a Acapulco con las manos vacías fue porque también cargaba con un rostro desfigurado, la prueba que de lo habían “saltado” y había opuesto resistencia para que el “bisnes” saliera.
No lo mataron, pero tampoco le dieron para el hospital. Su única paga fueron 100 pesos para que regresara a Michoacán como pudiera. “Aquí no se te va a pagar por ser pendejo”, le dijeron.

La segunda ocasión lo contrató como “halcón” La Familia Michoacana. Debía vigilar la entrada al municipio Uruapan y avisar si veía militares, policías o extraños en la comunidad, pero una noche fumó tanta piedra que se quedó dormido con el AK-47 en la mano y, cuando despertó, supo que unos sicarios del Cártel del Milenio habían ejecutado a “El Macizo”, su jefe y mando de la plaza.
Asustado por la posibilidad de que creyeran que su error fue deliberado, Teo huyó de Michoacán y se refugió en un cuartucho en la colonia Morelos, donde el grupo delictivo La Unión le dio la oportunidad de ser “cobrador”. Esa era su tercera oportunidad para probar suerte en la mafia: recolectar el derecho de piso de los comerciantes y golpear a quien se negara a pagar la cuota completa.
Lo hizo bien dos meses, pero una mañana, al cruzar el Eje 1 para cobrarle a una señora que vendía licuadoras, un camión lo arrolló. El saldo fue de ambos brazos fracturados, dos esguinces y una nariz rota. Sin fuerza en los puños, Teo se jubiló rápido de “cobrador” y La Unión le consiguió un local para que hiciera dinero y pagara sus cuentas médicas.

La mercancía se la impusieron: pornografía de supuestas parejas teniendo relaciones sexuales en hoteles de Chalco, Iztapalapa, Tlalpan, La Merced, Sullivan, de gordos, chaparros, negros, rubias, bisexuales, todo lo que existiera. Pero lo que más debía mover era marihuana y un negocio en ebullición: la pornografía infantil hecha en México.
Y cuando empezó, a Teo no le molestó que fueran violaciones de niños. Lo único que le importaba es que la cuarta fuera la vencida y que esos discos lo sacaran de pobre.
Intermedio.
Nadie sabe cuánto material físico de pornografía infantil circula en México. Tampoco en la Ciudad de México. Organizaciones dedicadas a combatir la explotación sexual infantil como Unidos Contra La Trata, Infancia Común, Red por los Derechos de la Infancia y CEIDAS desconocen cuántas revistas, panfletos, discos o memorias electrónicas se distribuyen de mano en mano con niños en situaciones sexuales.
Acaso hay un cálculo en internet: 12 mil 300 sitios en México que producen, distribuyen, almacenan y cobran por pornografía infantil, lo que ha llevado al país al primer lugar mundial en este delito.
Las pocas pistas se reducen a esto: la asociación civil Empresarios y Comerciantes Establecidos para la Protección del Centro Histórico (Procentrihco) ha denunciado que el crimen organizado ya comercializa este delito por su alta capacidad para generar ingresos.
Y la distribución sucede a plena luz del día, sin registros ni idea de cuántas personas están involucrados en un crimen que junta internacionalmente 32 mil millones de dólares al año.
Acto 3.
Siete días después, regreso con Teo. Sigue aburrido, con cara de fastidio, metiendo discos en envolturas de plástico que dicen “Sexo de chicas de secundaria” y “Violaciones reales de prepa”.
“Este jale sí deja. Nomás me pongo y luego luego viene la raza, ‘¿de qué trais hoy, Teo?’ y ya les digo lo nuevo que me trajeron los patrones, que de unos morros de Ciudad Azteca, de unas morritas de allá por Satélite. La otra vez traje un disco de puros novios de los Cetis y que cogían harto. No pues se acabó todo en dos horas.
“Hasta un poli llegó y me dijo ‘¿ya tienes de lo que me gusta?’ Y pues le di uno de unas nenas, luego se le antojan de chavos. Va cambiando, en esto de ser perversón no hay mucha diferencia”, asegura.
Apenas ha trabajado cuatro horas y Teo ya lleva una venta de 6 mil pesos, una ganancia que envidian otros vendedores ambulantes… pero ni por eso mueve ese rostro constipado. En el fondo, sólo verá 10 por ciento de las ganancias y el resto irá para la gente de La Unión, quienes le consiguen la mercancía.

“Así no es ‘bisnes’. Se llevan todo. Esto es un negociazo y yo no veo ni madres, ni que fuera su pinche tacuache. No, no, te digo. Yo quiero ser empresario de esta madre”, dice Teo.
Su plan es simple: ahorrar tanto que un día pueda ir con sus jefes a decirle que va a expandir el negocio hasta Michoacán y que les comprará todos los discos que pueda, pero que ya no pagará por el derecho de piso. Tiene lógica, según él: lo que pagara en “impuestos” en La Unión es lo mismo que les dará en cargamentos de discos.
“Allá hay mucho perversón. Mucho loquito. A mi este desmadre no me gusta, a mi me gustan mujeres, no niñas, pero al cliente lo que pida. Allá voy a ser un empresario perrón, fajadote de billete”.
Cuando eso pase, el rostro le cambiará. Se irá el gesto de tedio y vendrá uno sonriente, irónico, desgraciadamente feliz por construir una vida sobre la explotación sexual infantil. Y no habrá sopa de fideo en platos de unicel y puestos ambulantes para él, sino sushi todos los días y nomás pasar a recolectar lo que otros trabajen para él.
“¿Y no te importa?”, pregunto. Alza la ceja. Me mira extraño. Tiene una mirada de “¿me vienes a dar clases de moral, comprador de pornografía infantil?” y se ríe. Se ríe con una voz cavernosa, aflojada por tanta marihuana quemada. “No mames, de todos modos un día todos cogemos”.
A 100 metros de una patrulla del sector Morelos, Teo me extiende esos videos de lo que habló antes, un par debidamente empaquetado en cajas negras con videos de violaciones reales de niños.

Específicamente: niñas y niños mexicanos, menores de 12 años.
“Son dos discos a 200 varos cada uno. 400 pesos”, exige. Tiemblo. Meto las manos en mis bolsillos y saco dos billetes de cien. Se los muestro, niega con la cabeza e insiste. “Son 400, pinche enfermo”. Le digo que sólo traigo eso, pero que me espere y buscaré un cajero.
Sonríe otra vez. Retira los discos. Teo desenrolla su lógica empresarial, esa que le hace buscar en el abuso sexual una vida holgada, que no se parezca a sus intentos fallidos por la mafia.
“Órale, pero si llega alguien antes que tu, lo vendo. Hay un chingo de gente que quiere a estos nenes más que tú. Y te digo que estoy ahorrando”.
La obra.
No volví. Me escabullí en el Metro y esperé dos semanas para volver a aparecerme con el Teo.
En la última ocasión, el pornógrafo aspirante a empresario tenía cinco clientes en su local y el mismo bostezo indiferente ante su actividad. Un día, me prometió, él ya no estará y llevará su estación del infierno a Michoacán, donde los menores indígenas son su mina de oro.
Cuando me vio, apuntó con el cigarro de marihuana y luego señaló un disco, la “reimpresión” del “éxito” que me había querido vender.
Se llamaba “6 a 12 años. Puro México real”.
