para @lshunchi , que saca sonrisas.
En el año 2000 conoci a una catalana y me fui a vivir con ella. Deje Argentina y me instale en España. Todo fue perfecto, estabamos enamorados, nos queriamos... hasta que un dia hubo un mundial de futbol. El de Corea Japon 2002.
Yo daba por sentado que mi mujer se iba a despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial. Pero no. Descubri ese dia que las mujeres españolas siguen durmiendo. Las mujeres en España no ven el mundial, no sufren.
En Argentina no es asi. Cuando yo era chico y miraba los partidos con mi papá mi vieja entraba al comedor a los cinco minutos del primer tiempo con la bandeja del mate y los bizcochitos de grasa. Dejaba la bandeja y se iba. Se ponia nerviosa. Despues, promediando el segundo tiempo, asomaba la cabeza por la puerta y preguntaba:
—¿Siguen uno a uno?
A mi madre, como es lógico, le importaba un carajo el futbol. Pero en esa pregunta ("¿siguen uno a uno?" ) había otra inquietud escondida, una duda que sí era fundamental para ella. La pregunta tácita era esta otra:
—¿Cómo está mi familia? ¿Son ustedes felices con este empate transitorio, o debo preocuparme y amasar una pastafrola?
La mujer argentina, desde que es hermana menor, es decir desde la cuna misma, ve llorar a su padre, a sus tíos y a su abuelo. Esto no suele pasarle a las demás mujeres del mundo. Ver llorar a un hombre no es tan fácil en otros países. Y esto, el llanto masculino, marcará para siempre a la mujer nacional.
Sabe esta mujercita, desde la niñez de sus trenzas, que el hombre sufre. Que no es tan macho. Que el hombre se angustia y llora y patalea, que hace puchero frente a un corner a la olla en área propia cuando faltan dos minutos, o que se persigna con repentina devoción católica ante un avance peligroso; y conoce de sobra, la mujer argentina, que el hombre se quedará mudo días enteros si echan a la Selección de un Mundial en semifinales, o que será capaz de abrazar y besar a todas las mujeres de la casa si su equipo logra el triple punto G —gustar, ganar, golear— y que habrá felicidad y alegría en la pobreza del hogar si el domingo por la tarde la radio trae buenas noticias desde la cancha de Talleres.
La mujer argentina (y la brasileña, y la uruguaya, y la italiana; no la chilena, no la española) conoce de sobra esta enfermedad que envuelve al hombre de la casa. No sólo eso: la mujer argentina guarda en su memoria para siempre el recuerdo feliz de cuando su padre la llevaba, sobre los hombros, a la cancha, y le explicaba los secretos maravillosos del futbol desde una tribuna atiborrada de otros hombres con otras hijas en brazos.
Y esta mujercita luego crece, a veces de Boca, a veces de River, sin que le guste mucho el fútbol, pero con un amor inmenso de domingo por la tarde, de sobremesa interrumpida por Zabatarelli, de regreso eufórico o trágico. La mujercita nacional crece con la visión de ver a los hombres de la casa entrar por el zaguán trayendo banderas en alto o banderas arrastradas por el suelo.
Y cuando por fin se convierte en novia o esposa, por pura fotosíntesis, conoce los horarios de los partidos mejor que nadie, intuye el significado metafísico del "off side", reconoce la diferencia entre un lateral derecho y un arquero, disfruta de los Mundiales, sale a tocar bocina si se gana por penales un cuarto de final complicado, memoriza cantitos y los tararea con rubor en las mejillas, o entra a los comedores con la bandeja del mate para preguntar si la cosa sigue uno a uno, con el corazón en un puño, con el miedo genético de no querer ver sufrir a su manada.
En todo esto pensaba yo mientras mi mujer española dormia feliz en la cama, y Argentina quedaba eliminada en primera ronda del mundial.



por
[ Hernan Casciari ]
(Mercedes, 1971) Desde 2003 escribe ficción en directo en la red. Publicó las novelas "Más respeto que soy tu madre" y "El pibe que arruinaba las fotos". Y los libros de relatos "España perdiste"," El nuevo paraíso de los tontos" y "Charlas con mi hemisferio derecho". Ha sido columnista de La Nación y El País. Dirige la revista Orsai.
[ Hernan Casciari ]

(Mercedes, 1971) Desde 2003 escribe ficción en directo en la red. Publicó las novelas "Más respeto que soy tu madre" y "El pibe que arruinaba las fotos". Y los libros de relatos "España perdiste"," El nuevo paraíso de los tontos" y "Charlas con mi hemisferio derecho". Ha sido columnista de La Nación y El País. Dirige la revista Orsai.

En Europa no se consigue

En el año 2000 conoci a una catalana y me fui a vivir con ella. Deje Argentina y me instale en España. Todo fue perfecto, estabamos enamorados, nos queriamos... hasta que un dia hubo un mundial de futbol. El de Corea Japon 2002.
Yo daba por sentado que mi mujer se iba a despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial. Pero no. Descubri ese dia que las mujeres españolas siguen durmiendo. Las mujeres en España no ven el mundial, no sufren.
En Argentina no es asi. Cuando yo era chico y miraba los partidos con mi papá mi vieja entraba al comedor a los cinco minutos del primer tiempo con la bandeja del mate y los bizcochitos de grasa. Dejaba la bandeja y se iba. Se ponia nerviosa. Despues, promediando el segundo tiempo, asomaba la cabeza por la puerta y preguntaba:
—¿Siguen uno a uno?
A mi madre, como es lógico, le importaba un carajo el futbol. Pero en esa pregunta ("¿siguen uno a uno?" ) había otra inquietud escondida, una duda que sí era fundamental para ella. La pregunta tácita era esta otra:
—¿Cómo está mi familia? ¿Son ustedes felices con este empate transitorio, o debo preocuparme y amasar una pastafrola?
La mujer argentina, desde que es hermana menor, es decir desde la cuna misma, ve llorar a su padre, a sus tíos y a su abuelo. Esto no suele pasarle a las demás mujeres del mundo. Ver llorar a un hombre no es tan fácil en otros países. Y esto, el llanto masculino, marcará para siempre a la mujer nacional.

Sabe esta mujercita, desde la niñez de sus trenzas, que el hombre sufre. Que no es tan macho. Que el hombre se angustia y llora y patalea, que hace puchero frente a un corner a la olla en área propia cuando faltan dos minutos, o que se persigna con repentina devoción católica ante un avance peligroso; y conoce de sobra, la mujer argentina, que el hombre se quedará mudo días enteros si echan a la Selección de un Mundial en semifinales, o que será capaz de abrazar y besar a todas las mujeres de la casa si su equipo logra el triple punto G —gustar, ganar, golear— y que habrá felicidad y alegría en la pobreza del hogar si el domingo por la tarde la radio trae buenas noticias desde la cancha de Talleres.
La mujer argentina (y la brasileña, y la uruguaya, y la italiana; no la chilena, no la española) conoce de sobra esta enfermedad que envuelve al hombre de la casa. No sólo eso: la mujer argentina guarda en su memoria para siempre el recuerdo feliz de cuando su padre la llevaba, sobre los hombros, a la cancha, y le explicaba los secretos maravillosos del futbol desde una tribuna atiborrada de otros hombres con otras hijas en brazos.

Y esta mujercita luego crece, a veces de Boca, a veces de River, sin que le guste mucho el fútbol, pero con un amor inmenso de domingo por la tarde, de sobremesa interrumpida por Zabatarelli, de regreso eufórico o trágico. La mujercita nacional crece con la visión de ver a los hombres de la casa entrar por el zaguán trayendo banderas en alto o banderas arrastradas por el suelo.
Y cuando por fin se convierte en novia o esposa, por pura fotosíntesis, conoce los horarios de los partidos mejor que nadie, intuye el significado metafísico del "off side", reconoce la diferencia entre un lateral derecho y un arquero, disfruta de los Mundiales, sale a tocar bocina si se gana por penales un cuarto de final complicado, memoriza cantitos y los tararea con rubor en las mejillas, o entra a los comedores con la bandeja del mate para preguntar si la cosa sigue uno a uno, con el corazón en un puño, con el miedo genético de no querer ver sufrir a su manada.
En todo esto pensaba yo mientras mi mujer española dormia feliz en la cama, y Argentina quedaba eliminada en primera ronda del mundial.
