Fue con una chica que acabó siendo mi novia durante dos años. Pero esa era una de las primeras veces que lo hacíamos. Habíamos salido la noche anterior, nos habíamos emborrachado y me había quedado a dormir en su casa. La noche anterior estábamos demasiado cansados, por lo que nos levantamos con ganas de recuperar el tiempo perdido. Su habitación no tenía persianas, y era la primera vez que follábamos sin estar completamente a oscuras. Yo estaba exultante, claro. No teníamos condón, así que tuve que prometer que saldría a tiempo. Estaba siendo un polvo épico. El alcohol que todavía fluía en mis venas hizo que aguantara más de lo habitual, preparando el terreno para una una tormenta descomunal. Estábamos follando en la posición del perrito cuando noté que estaba a punto de correrme. Y en ese momento quise hacer demasiadas cosas a la vez: aguantar hasta el último suspiro y observar de primera mano mi explosión. Resultado: la saqué justo cuando ya me estaba corriendo y miré demasiado abajo, eyaculándome directamente en mi ojo derecho. Picor. Mucho picor. Y ella diciéndome que no llorara. Y yo llorando. Pero ya no por el picor, sino por lo gafe que había sido.
4) La vez que me caí de la cama.
Sufro de vértigos. Esto significa que cualquier actividad que implique movimiento puede hacerme sentir muy mareado. Incluido el sexo, claro. Hace unos años, haciéndolo con mi novia (la misma del punto anterior) empecé a tener la sensación de que la habitación daba vueltas a mi alrededor. Le dije que creía que tenía que parar, pero ella insistió que siguiera, que “estaba a punto”. En mi afán de demostrar mi virilidad intenté continuar satisfaciéndola hasta que de pronto, todo dio un vuelco, provocando que me cayera de forma violenta en uno de los laterales de la cama. El ruido y el grito de mi novia alarmaron a su compañera de piso, que abrió la puerta de sopetón para encontrarme desnudo en el suelo, con la cabeza en el suelo y el culo directamente apuntando a la puerta. Por si fuera poco, ese día habíamos decidido jugar un poco y había atado a mi novia al cabezal de la cama con una de esas esposas de felpa, impidiendo que me lanzase una sábana y haciendo que la humillación fuera doble.
Soy un imán para las situaciones embarazosas. Especialmente en cuanto a sexo se refiere. Mi vida sexual nunca ha sido especialmente fastuosa, pero tampoco puedo quejarme. Mis amigos siempre me dicen que he follado mucho para lo feo que soy. Digamos que me vendo bien. O digamos que tengo un umbral de exigencia más bien bajo. En todo caso, he follado lo suficiente como para tener un buen muestrario de anécdotas sobre ello. Y siempre que las repaso me doy cuenta de que la gran mayoría de ellas tienen un mismo denominador común: mi propensión a ponerme en situaciones especialmente humillantes. He aquí cinco ejemplos de ello.
1) La vez que me equivoqué de órgano.
Fue en una cita con una chica con la que básicamente había hablado a través de una pantall, algo que ya me venía bien, pues la comunicación verbal no es mi fuerte. Con un teclado y una botella de vino puedo pasar por trovador. Pero en el cara a cara, las palabras suelen burlarse de mi lengua. En esas que estábamos tomando algo en un bar. A la cuarta copa la conversación empieza a bajar de volumen y a subir de tono. De pronto su boca se acerca a mi oreja y me susurra algo que quiere hacer con su lengua. Atónito, intento seguirle el juego de los cuchicheos, pero entre tartamuedeo nervioso y mis neuronas beodas solo acierto a balbucear un desafortunado “quiero tu polla en mi coño”. Se lo tomó con humor, pero ahí terminaron los jueguecitos.
2) La vez que me rompieron la nariz de una patada.
Fue con una chica que tenía unos orgasmos muy intensos. Tanto que cuando llegaba al clímax, las piernas le temblaban de forma incontrolable durante un par de minutos. A mí me gustaba ver que podía provocarle esa clase de reacción, claro. Pero el orgullo se giró en mi contra. Un noche me encontraba entre sus piernas cuando me avisó que estaba a punto de correrse. Entonces me retiré unos centímetros hacia atrás para observar el espectáculo con la satisfacción del trabajo bien hecho. Pero el destino quiso que una de las furiosas acometidas de su pierna izquierda se convirtiera en una patada directa a mi nariz. Hubo sangre. Hubo dolor. Hubo visita a urgencias. Hubo nariz rota. Hubo ojo morado. Pero lo peor del caso es que ella se sintió tan mal que no tuvo ningún otro orgasmo durante los otros tres meses que duramos juntos.
3) La vez que me eyaculé en un ojo.
Fue con una chica que acabó siendo mi novia durante dos años. Pero esa era una de las primeras veces que lo hacíamos. Habíamos salido la noche anterior, nos habíamos emborrachado y me había quedado a dormir en su casa. La noche anterior estábamos demasiado cansados, por lo que nos levantamos con ganas de recuperar el tiempo perdido. Su habitación no tenía persianas, y era la primera vez que follábamos sin estar completamente a oscuras. Yo estaba exultante, claro. No teníamos condón, así que tuve que prometer que saldría a tiempo. Estaba siendo un polvo épico. El alcohol que todavía fluía en mis venas hizo que aguantara más de lo habitual, preparando el terreno para una una tormenta descomunal. Estábamos follando en la posición del perrito cuando noté que estaba a punto de correrme. Y en ese momento quise hacer demasiadas cosas a la vez: aguantar hasta el último suspiro y observar de primera mano mi explosión. Resultado: la saqué justo cuando ya me estaba corriendo y miré demasiado abajo, eyaculándome directamente en mi ojo derecho. Picor. Mucho picor. Y ella diciéndome que no llorara. Y yo llorando. Pero ya no por el picor, sino por lo gafe que había sido.
4) La vez que me caí de la cama.
Sufro de vértigos. Esto significa que cualquier actividad que implique movimiento puede hacerme sentir muy mareado. Incluido el sexo, claro. Hace unos años, haciéndolo con mi novia (la misma del punto anterior) empecé a tener la sensación de que la habitación daba vueltas a mi alrededor. Le dije que creía que tenía que parar, pero ella insistió que siguiera, que “estaba a punto”. En mi afán de demostrar mi virilidad intenté continuar satisfaciéndola hasta que de pronto, todo dio un vuelco, provocando que me cayera de forma violenta en uno de los laterales de la cama. El ruido y el grito de mi novia alarmaron a su compañera de piso, que abrió la puerta de sopetón para encontrarme desnudo en el suelo, con la cabeza en el suelo y el culo directamente apuntando a la puerta. Por si fuera poco, ese día habíamos decidido jugar un poco y había atado a mi novia al cabezal de la cama con una de esas esposas de felpa, impidiendo que me lanzase una sábana y haciendo que la humillación fuera doble.
5) La vez que me vomité encima.
Bueno, si solo hubiese sido vómito, aún. Esto ocurrió cuando todavía iba al instituto. Concretamente en primero de bachillerato. Pero las heridas aún no han cicatrizado del todo. Era viernes y salí con mi grupo de amigos. Habíamos empezado con porros y una xibeca por cabeza. Cenamos un kebab guarro y luego nos encontramos con el grupo de amigas de mi rollete. Seguimos bebiendo y fumando hasta que nos fuimos a casa de ella. Empezamos a enrollarnos y a desvestirnos cuando, de pronto, algo hizo click en mi cuerpo. De repente me entraron unas nauseas descomunales y la urgencia de evacuar. Por partida doble. Salí corriendo hacia el lavabo, balanceando mi pene erecto y cubriéndome la boca para aguantar el vómito. Me senté en el lavabo y mientras la diarrea estallaba en el mármol vomité de forma violenta en el bidé. A todo esto, me entran ganas de mear (maldita cerveza), pero mi erección me obliga a levantarme. Como cualquier hombre sabrá, es imposible controlar la dirección del pis en ese estado, por lo que lo empecé a poner todo perdido. Entonces entra mi novia, mosqueada por la interrupción, y me observa con la cara cubierta de vómito, rodeado por un olor infernal, meando en todas direcciones y sin poder contener los pedos mientras balbuceo “lo siento, lo siento, lo siento” sin parar. Lo dicho: todavía no me he recuperado.
4) La vez que me caí de la cama.
Sufro de vértigos. Esto significa que cualquier actividad que implique movimiento puede hacerme sentir muy mareado. Incluido el sexo, claro. Hace unos años, haciéndolo con mi novia (la misma del punto anterior) empecé a tener la sensación de que la habitación daba vueltas a mi alrededor. Le dije que creía que tenía que parar, pero ella insistió que siguiera, que “estaba a punto”. En mi afán de demostrar mi virilidad intenté continuar satisfaciéndola hasta que de pronto, todo dio un vuelco, provocando que me cayera de forma violenta en uno de los laterales de la cama. El ruido y el grito de mi novia alarmaron a su compañera de piso, que abrió la puerta de sopetón para encontrarme desnudo en el suelo, con la cabeza en el suelo y el culo directamente apuntando a la puerta. Por si fuera poco, ese día habíamos decidido jugar un poco y había atado a mi novia al cabezal de la cama con una de esas esposas de felpa, impidiendo que me lanzase una sábana y haciendo que la humillación fuera doble.

Soy un imán para las situaciones embarazosas. Especialmente en cuanto a sexo se refiere. Mi vida sexual nunca ha sido especialmente fastuosa, pero tampoco puedo quejarme. Mis amigos siempre me dicen que he follado mucho para lo feo que soy. Digamos que me vendo bien. O digamos que tengo un umbral de exigencia más bien bajo. En todo caso, he follado lo suficiente como para tener un buen muestrario de anécdotas sobre ello. Y siempre que las repaso me doy cuenta de que la gran mayoría de ellas tienen un mismo denominador común: mi propensión a ponerme en situaciones especialmente humillantes. He aquí cinco ejemplos de ello.
1) La vez que me equivoqué de órgano.
Fue en una cita con una chica con la que básicamente había hablado a través de una pantall, algo que ya me venía bien, pues la comunicación verbal no es mi fuerte. Con un teclado y una botella de vino puedo pasar por trovador. Pero en el cara a cara, las palabras suelen burlarse de mi lengua. En esas que estábamos tomando algo en un bar. A la cuarta copa la conversación empieza a bajar de volumen y a subir de tono. De pronto su boca se acerca a mi oreja y me susurra algo que quiere hacer con su lengua. Atónito, intento seguirle el juego de los cuchicheos, pero entre tartamuedeo nervioso y mis neuronas beodas solo acierto a balbucear un desafortunado “quiero tu polla en mi coño”. Se lo tomó con humor, pero ahí terminaron los jueguecitos.
2) La vez que me rompieron la nariz de una patada.
Fue con una chica que tenía unos orgasmos muy intensos. Tanto que cuando llegaba al clímax, las piernas le temblaban de forma incontrolable durante un par de minutos. A mí me gustaba ver que podía provocarle esa clase de reacción, claro. Pero el orgullo se giró en mi contra. Un noche me encontraba entre sus piernas cuando me avisó que estaba a punto de correrse. Entonces me retiré unos centímetros hacia atrás para observar el espectáculo con la satisfacción del trabajo bien hecho. Pero el destino quiso que una de las furiosas acometidas de su pierna izquierda se convirtiera en una patada directa a mi nariz. Hubo sangre. Hubo dolor. Hubo visita a urgencias. Hubo nariz rota. Hubo ojo morado. Pero lo peor del caso es que ella se sintió tan mal que no tuvo ningún otro orgasmo durante los otros tres meses que duramos juntos.
3) La vez que me eyaculé en un ojo.
Fue con una chica que acabó siendo mi novia durante dos años. Pero esa era una de las primeras veces que lo hacíamos. Habíamos salido la noche anterior, nos habíamos emborrachado y me había quedado a dormir en su casa. La noche anterior estábamos demasiado cansados, por lo que nos levantamos con ganas de recuperar el tiempo perdido. Su habitación no tenía persianas, y era la primera vez que follábamos sin estar completamente a oscuras. Yo estaba exultante, claro. No teníamos condón, así que tuve que prometer que saldría a tiempo. Estaba siendo un polvo épico. El alcohol que todavía fluía en mis venas hizo que aguantara más de lo habitual, preparando el terreno para una una tormenta descomunal. Estábamos follando en la posición del perrito cuando noté que estaba a punto de correrme. Y en ese momento quise hacer demasiadas cosas a la vez: aguantar hasta el último suspiro y observar de primera mano mi explosión. Resultado: la saqué justo cuando ya me estaba corriendo y miré demasiado abajo, eyaculándome directamente en mi ojo derecho. Picor. Mucho picor. Y ella diciéndome que no llorara. Y yo llorando. Pero ya no por el picor, sino por lo gafe que había sido.
4) La vez que me caí de la cama.
Sufro de vértigos. Esto significa que cualquier actividad que implique movimiento puede hacerme sentir muy mareado. Incluido el sexo, claro. Hace unos años, haciéndolo con mi novia (la misma del punto anterior) empecé a tener la sensación de que la habitación daba vueltas a mi alrededor. Le dije que creía que tenía que parar, pero ella insistió que siguiera, que “estaba a punto”. En mi afán de demostrar mi virilidad intenté continuar satisfaciéndola hasta que de pronto, todo dio un vuelco, provocando que me cayera de forma violenta en uno de los laterales de la cama. El ruido y el grito de mi novia alarmaron a su compañera de piso, que abrió la puerta de sopetón para encontrarme desnudo en el suelo, con la cabeza en el suelo y el culo directamente apuntando a la puerta. Por si fuera poco, ese día habíamos decidido jugar un poco y había atado a mi novia al cabezal de la cama con una de esas esposas de felpa, impidiendo que me lanzase una sábana y haciendo que la humillación fuera doble.
5) La vez que me vomité encima.
Bueno, si solo hubiese sido vómito, aún. Esto ocurrió cuando todavía iba al instituto. Concretamente en primero de bachillerato. Pero las heridas aún no han cicatrizado del todo. Era viernes y salí con mi grupo de amigos. Habíamos empezado con porros y una xibeca por cabeza. Cenamos un kebab guarro y luego nos encontramos con el grupo de amigas de mi rollete. Seguimos bebiendo y fumando hasta que nos fuimos a casa de ella. Empezamos a enrollarnos y a desvestirnos cuando, de pronto, algo hizo click en mi cuerpo. De repente me entraron unas nauseas descomunales y la urgencia de evacuar. Por partida doble. Salí corriendo hacia el lavabo, balanceando mi pene erecto y cubriéndome la boca para aguantar el vómito. Me senté en el lavabo y mientras la diarrea estallaba en el mármol vomité de forma violenta en el bidé. A todo esto, me entran ganas de mear (maldita cerveza), pero mi erección me obliga a levantarme. Como cualquier hombre sabrá, es imposible controlar la dirección del pis en ese estado, por lo que lo empecé a poner todo perdido. Entonces entra mi novia, mosqueada por la interrupción, y me observa con la cara cubierta de vómito, rodeado por un olor infernal, meando en todas direcciones y sin poder contener los pedos mientras balbuceo “lo siento, lo siento, lo siento” sin parar. Lo dicho: todavía no me he recuperado.