
¿Qué hace humano al ser humano? Lleva más de un millón de años en este
mundo. Sin embargo, la mágica transformación que hizo de este animal gregario e
inteligente algo totalmente nuevo tuvo lugar hará unos diez mil años. Pensemos: durante
el 99 por ciento de su historia, el ser humano se ha escondido en cuevas y ha masticado
carne cruda, sin medios para darse calor, ni para crear herramientas, ni siquiera armas.
Ni siquiera sabía hablar de verdad. Tampoco sus emociones diferían sustancialmente de
las de los simios y los lobos: hambre, miedo, apego, preocupación, satisfacción. ..
¿Cómo pudo aprender, en apenas unos siglos, a construir, pensar y poner por
escrito lo pensado? ¿A transformar la materia que lo rodeaba? ¿A inventar? ¿Por qué se
puso a dibujar? ¿Cómo descubrió la música? ¿Cómo pudo someter la Tierra y
transformarla de acuerdo con sus necesidades? ¿Qué descubrió hace diez mil años ese
animal? .
¿El fuego? Este le confería al ser humano la habilidad de dominar la luz y el
calor, y de contar con ellos en parajes fríos e inhóspitos. En fin, le servía para preparar la
carne de sus presas de manera más grata a su estómago. Pero ¿qué cambiaba con eso?
Sí, ciertamente le había permitido extender sus dominios. Pero las ratas también habían
colonizado el planeta entero sin necesitar el fuego.
No, no pudo ser el fuego o, por lo menos, no sólo el fuego. Así que tuvo que haber otra cosa... pero ¿cuál?.
¿El lenguaje? Sin duda alguna, eso lo diferencia del resto de los animales, pues
desde ese momento puede tallar los pensamientos en bruto y transformarlos en joyas
verbales, en mercancías con capacidad de circulación. No se trata tanto de la habilidad
de expresar lo que ocurre dentro de La cabeza como de ordenarlo. De transformar
imágenes inestables, como de metal fundido, en una forma fija. De preservar la claridad
y la sobriedad del espíritu, de comunicar con exactitud y precisión indicaciones y
conocimientos. Y, con ello, también la habilidad de organizarse, de someter a otros, de
reunir ejércitos y construir ciudades.
Pero las hormigas no necesitan palabras. A una escala que el ser humano a
duras penas percibe, organizan gigantescas colonias, viven sometidas a las jerarquías
más complejas, se comunican información y órdenes con la mayor exactitud, ponen en
pie, con disciplina de hierro, osadas legiones de mil cabezas que luchan en guerras
silenciosas, pero implacables.
¿O quizá sea cosa de las letras, sin las que no podríamos registrar nuestros
conocimientos? ¿De los ladrillos con los que se edificó la torre babilónica de la civilización
humana, la torre que trataba de alcanzar el cielo? Sin ellas, toda la sabiduría que ha
atesorado la humanidad se derretiría y se haría pedazos como barro sin cocer, y se
hundiría y se desmenuzaría bajo su propio peso. Si no hubieran existido las letras, todas
las generaciones habrían tenido que empezar a construir de nuevo la gran torre, habrían
tenido que pasarse la vida entera bregando sobre Las ruinas de una misma cabaña de
fango y, al fin, habrían muerto sin haber logrado levantar un piso nuevo.
Sólo las letras —la escritura— hicieron posible que el ser humano sacara de su
minúsculo cráneo los conocimientos acumulados y los legara a sus descendientes con
precisión. Con ellas se había liberado del destino de tener que descubrir una y otra vez lo
que se había descubierto hacía tiempo, y había podido erigir construcciones propias sobre
un fundamento sólido establecido por sus antepasados.
Pero ¿eso era todo? ¿Si los lobos pudieran escribir, sería su civilización semejante a la de los seres humanos? ¿Habrían logrado, en definitiva, construir una civilización?.
El lobo ahíto cae en una amable indolencia, acaricia a sus congéneres y juega
con ellos, hasta que los gruñidos de su estómago le obligan a volver a salir de casa. El
humano ahíto, en cambio, tiene una sensación muy distinta: la melancolía. Un impulso
incomprensible, e inexplicable, le empuja a contemplar las estrellas durante varias horas,
a pintar de ocre las paredes de su cueva, a decorar con figuras talladas la proa de su
navío de guerra, a emplear un siglo de trabajos en erigir un coloso de piedra en vez de
reforzar las murallas de su fortaleza, a ocupar su vida entera con el perfeccionamiento de
sus artes poéticas en vez de ejercitarse en el manejo de la espada. ¿No es esa llamada lo que se eleva sobre el espectro de las emociones animales y le brinda al ser humano la capacidad de soñar, la osadía de abrigar esperanzas y el valor de perdonar?.
El amor y la compasión, los sentimientos que el ser humano suele considerar como propios, no son invenciones suyas. También los perros aman y sienten compasión: si su dueño está enfermo, no se alejan de su lado, y lloriquean. Son capaces, incluso, de expresar el anhelo de encontrar en otra criatura el sentido de su propia vida. Así, hay perros que están dispuestos a morir en cuanto muere su dueño, con tal de no separarse de él. Pero los perros no sueñan.
¿Se trata, pues, del anhelo de belleza y de la capacidad de apreciarla? ¿Esta
sorprendente habilidad de regocijarse con una composición de colores, una serie de
sonidos, unos trazos quebraos y unas frases compuestas con elegancia? ¿De arrancarles
un eco dulce y al mismo tiempo doloroso que resuena en el alma, un eco que se adueña
de los corazones —aunque sufran degeneración adiposa, tengan callosidades y estén
recubiertos de cicatrices— y que los libera de sus úlceras?
Tal vez. Pero no es sólo eso.
Para ocultar los disparos de fusil y los chillidos de desesperación de hombres y
mujeres desnudos y cargados de cadenas, hubo quienes hicieron resonar las grandiosas
óperas de Wagner. Y no era una contradicción: lo uno subrayaba lo otro.
Entonces, ¿qué nos deparará el futuro?
Aun cuando el ser humano sobreviva como especie biológica en este infierno,
¿preservará este frágil ingrediente, a duras penas perceptible, pero sin duda presente
entre los que configuran su naturaleza? ¿Conservará este excepcional destello que hace
diez mil años transformó a un animal medio muerto de hambre, de animal de mirada
triste, en una criatura de otro orden? En una criatura que sufre mucho más por la sed del
alma que por la del cuerpo. En una criatura titubeante, siempre desgarrada entre la
grandeza y la bajeza del espíritu, entre una gracia inexplicable, imposible en un animal
de presa, y una inexorable crueldad que no encontraríamos en el mundo sin alma de los
insectos.
Una criatura que edifica magníficos castillos y pinta cuadros inimaginables, que
se mide con el Creador en su capacidad de sintetizar la belleza, y que al mismo tiempo
inventa cámaras de gas y bombas de hidrógeno para aniquilar lo que ha creado y
exterminar de manera económica a sus congéneres. Una criatura que emplea todo su
celo en erigir castillos de arena en la playa y luego los derriba por puro capricho. Una
criatura que no conoce límites, temerosa y apasionada a un tiempo, incapaz de saciar su
miserable hambre pero que, al mismo tiempo, no persigue otra cosa en toda su vida. Un
ser humano...
¿Se preservará ese destello que vive en él, que brota de su interior?
¿O desaparecerá en el pasado, como una breve oscilación en el curso de la
historia? ¿Acaso finalizará esta brevísima desviación del ser humano —brevísima en comparación con la totalidad de su existencia—, esta desviación del uno por ciento en su
recorrido, y el hombre regresará a su eterno embotamiento, a una rutina sin tiempo, en
la que incontables generaciones se sucederán, con los ojos vueltos hacia el suelo,
rumiando, una detrás de otra, y después, al cabo de diez, cien, quinientos mil años, se
extinguirá el hombre sin que nadie lo advierta?
¿Qué nos deparará el futuro?
