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Suerte que no encendiste la luz

Cierto día una chica llega a altas horas de la noche a la residencia de estudiantes donde vive, se ha quedado hasta tarde con unas amigas y cuando llega a dormir son más de las tres.
Entra en la habitación tratando de no hacer ruido para no despertar a su compañera de cuarto, tampoco enciende la luz para no molestarla por lo que tiene que avanzar a oscuras empleando solo la luz de tu teléfono móvil para no golpearse con los muebles.
Cuando se mete en la cama empieza a oír unos quejidos ahogados, la chica se queda en silencio para escuchar mejor. El sonido es como pequeños gritos ahogados o quejidos sin fuerza. Se imagina que su compañera se habrá traído a su novio al cuarto y estarán teniendo una noche apasionada, le sorprende que no colgara una prenda de ropa en la puerta como acostumbran a hacer como señal de que tienen "visitas". Pero está demasiado cansada para levantarse y buscar otro sitio donde dormir. Sin darse cuenta cae en un profundo sueño entre lamentos y quejidos.
A la mañana siguiente se despierta sintiendo una humedad en su cama, aún medio dormida lleva su mano al líquido que empapa la manta y pega un salto tras comprobar que es sangre. Sobre su colcha la cabeza cortada de su amiga con un pañuelo en la boca que le sirvió de mordaza la noche pasada.
La habitación parece un matadero, todo está ensangrentado y en la pared escrito con la sangre de su amiga se podía leer:
"Suerte que no encendiste la luz"
Al llegar el forense dictaminó que la chica llevaba pocas horas muerta, al parecer el asesino la había estado torturando toda la noche a escasos metros de la cama donde descansaba. Los quejidos eran gritos de dolor que quedaban ahogados por la mordaza mientras el psicópata despellejaba y mutilaba viva a la víctima. Sin saberlo la chica había salvado su vida al no encender la luz y sorprender al asesino en mitad del crimen.





Uno, Dos, Tres

Cuando era pequeño, solía escuchar a su madre cantar una nana, que más que una nana, parecía el himno de las pesadillas y eso le causaba pánico. Le asustaba tanto que a la noche no podía dormir

-Un, dos, tres.. ojos que te ven…

cuatro, cinco, seis… no lo encontrareis…

siete, ocho, nueve... la sombra que se mueve…

A partir de entonces, estaba perseguido. Miraba debajo de su cama, o detrás de las cortinas, por las dudas de que se encontrase algo escondido. Se acostaba y se cubría con las mantas, como si éstas fueran una protección contra el peligro que rondase por allí.
Después de un tiempo, Leonardo había descubierto que, en realidad, nunca había nada. Aún así seguía con su manía de revisar su habitación antes de dormir. Sus padres, para su cumpleaños, le habían regalado un muñeco de peluche enorme. Pero prefirió dejarlo en el altillo. Creía que ese oso se levantaría a la noche y le desgarraría su cuello con esas garras rellenas de fibras de nylon.
Pasaron los años, pero su miedo seguía en él como si todavia fuese aquel niño de 7 años. Ahora estaba por cumplir 26, pero seguía traumatizado. Nunca le pudo contar a nadie sobre su miedo. Creerían que era un inmaduro por pensar en esas cosas.
Tiempo más tarde, conoció a una chica. Se pusieron de novios y al año y medio de relación, comenzaron a convivir. Una noche, ella le dijo que tenía que ir a reemplazar a una compañera que trabajaba del bar porque estaba enferma. Y esa noche, estuvo solo.
Intentó dormir. Había dormido tantas noches junto a ella, que el miedo le habia desaparecido. Hasta esa noche.
Esa noche, sus más terribles miedos volvieron a él. Su madre había muerto cuando él tenía 19, por un cáncer que le habían detectado ya muy tarde. Pero aún la recordaba cantándole esa horrible nana.
Se acostó en la cama y se tapó con las mantas como cuando era un chiquillo. Sonó el teléfono, pero tenía tanto miedo, que no se atrevía a salir de su guarida. Y dejó que sonara hasta que reconoció la voz del contestador.

-"Hola, somos Leo y Dalilah, dejanos tu mensaje después del tono".

Escuchar esas voces le reconfortaron por un breve momento.

-Hola Leo… soy mamá… -dijo la voz gutural del teléfono. Podía reconocerla en cualquier lugar del planeta.

Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Su cabeza parecía a punto de estallar. Su corazón galopaba a tal velocidad, que parecía un caballo desbocado. Y perdió el sentido. Sintió una mano fría recorriendo sus cabellos, acariciandolo como cuando era pequeño, el olor a violetas, todo le era demasiado familiar… Abrió los ojos… Su madre, sentada a su lado, le pasaba sus dedos huesudos y filosos por entre sus cabellos. Su cara estaba desfigurada. Trozos de piel putrefactas se balanceaban desde su rostro y una sonrisa maligna se formaba con los pedazos de labios que le quedaban.

-Un, dos, tres…

Rato después la policía llegó al departamento. Encontró a Leo cubierto con las mantas, pálido, con los ojos desorbitados, una mueca de terror en su rostro y una horrible nana en el contestador...





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