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Charles Darwin decía que el sonrojarse “es la expresión más peculiar y humana de todas”. Y es que… ¿A quién no le ha pasado alguna vez? Sonrojarse de vergüenza, por un error, por estar cerca de esa persona que nos gusta o cuando hemos de pasar por una situación más o menos incómoda. Hay personas que tienen más facilidad que otras para sonrojarse, para mostrar de pronto ese rostro carmesí en el rostro tan apurado a la vez que divertido. Pero ¿por qué ocurre esto, qué lo provoca?



El apuro del sonrojo en el ser humano




Ninguna especie, ningún otro ser vivo tiene la peculiar capacidad de sonrojarse del modo en que lo hacemos los seres humanos. El ruborizarse no es más que un reflejo involuntario del sistema nervioso simpático, el cual activa una respuesta instintiva que la mayoría de las veces no cumplimos: la de huir o la de pelear.

Imagina, por ejemplo, que estamos ante una sala llena hasta arriba de personas dando una conferencia y en medio de la misma se nos rompe el pantalón con el que estamos elegantemente vestidos. Es inevitable el enrojecernos, el inflamarnos repentinamente en un ataque de comprensible e involuntaria vergüenza… qué mala suerte. Si somos unas personas responsables y con más o menos soltura, haremos una broma sobre la situación y saldremos más o menos indemnes del apuro. Sin embargo, nuestro sistema simpático que tiene sus raíces en ese sistema primitivo del ser humano, nos pide una única respuesta: corre, vete, huye. Son reacciones instintivas, como puede ser también esas situaciones en que se nos pone la piel de gallina.

Ante una situación embarazosa se eleva de inmediato nuestro nivel de adrenalina en sangre, aumentando el ritmo cardíaco y respiratorio. Pero aún hay más, se nos dilatan las pupilas al mismo tiempo que toda la energía y la fuerza se dirigen hacia los músculos. Es como si nuestro cuerpo nos dijera simplemente: corre, corre lo más rápido que puedas y vete de esa situación amenazante.

Es precisamente esta adrenalina la que hace que nuestros vasos sanguíneos se dilaten, pero lo curioso de todo esto es que consigue que sólo lo hagan unos vasos en especial… los situados en la cara. Los llena de sangre y de oxígeno, de ahí que nos sonrojemos, que nos pongamos como dice la vieja expresión “como un tomate”. Ocurre lo mismo por ejemplo con la excitación sexual y cuando llevamos demasiado alcohol en el cuerpo: la cara se tiñe al instante de un llamativo tono carmesí.

Es curioso señalar que hay quien mantiene una teoría paralela. Una teoría que prefiere alejarse del plano biológico para centrarse en el evolutivo y social. Según esta corriente evolucionista las personas nos ruborizamos para demostrar arrepentimiento o remordimiento, es decir, una especie de gesto construido de acuerdo a unos códigos de conducta que han ido refinándose con el tiempo.

Según esto, cuando nos ponemos rojos lo que estamos haciendo es ofrecer una especia de disculpa “no verbal”, es decir, cumpliría una función social. ¿Creíble? La verdad es que no demasiado, porque la mayoría de las veces nos sonrojamos sencillamente por vergüenza, por apuro, por sofoco, por una situación que nos genera estrés y molestia. Es por ello que la teoría biológica sigue siendo la más aceptable. Y si hay personas que son más tendentes a enrojecerse que otras se debe básicamente a diferentes perfiles de personalidad.

Aquellas personas más introvertidas suelen evidenciar en más ocasiones el enrojecimiento, ya que por lo general suelen ser más tímidas y tendentes a evitar ciertas situaciones que les generan estrés o donde no se sienten seguras. Situaciones sociales que les provocan vergüenza y en consecuencia, enrojecimiento. Aún así, ninguno de nosotros nos libramos de padecer esta situación tan humana, simpática y comprensible…