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Los últimos salieron con las primeras luces del cuarto creciente, recelando de las sombras, que a manera de visiones fantásticas desfilaban en la confinada fantasía de nuestro temor, después se fueron difuminando en columnas hasta perderse en la mar nocturna que rodeaba, a esa hora, nuestras celdas. No hace falta introducción a ésta huida, baste decir que no fue por agravio o privación, mucho menos por el halo que, a veces, la soledad deja caer sobre los menos iniciados, salvo que alguno en un ejercicio menor tropiece con una moción más elaborada.
A esa hora habíamos cruzado el patio de baldosas ajedrezadas envejecidas por el sol (con las cuales aprendimos a medir el tiempo), alcanzado los muros más bajos de la estancia y trepado los más altos, descubriendo el tapete de luces matizadas que a manera de rosa de los vientos nos marcaba la orientación apropiada, al principio éramos veintitantos, nos fuimos fraccionando en montoncitos, por las pestilencias de la ciudad que el poniente traía, ese viento enloquece dijo el Pintado, ahora solo quedábamos tres el Rayado, el Pintado y yo.
Al Pintado lo trajeron en vísperas, lo recuerdo con la melena empapada, que algún trastornado en un ataque de demencia, embadurnó de pintura añil, de tal forma que el azul intruso destacaba sobre el oscurecido natural del infeliz, le faltaban parte de la cola y uno de los caninos, por eso únicamente sorbía migas de galleta remojadas en leche (por el hueco del amputado diente le brotaba la sopa exuberante que se enjuagaba con desdén), le costó acostumbrarse a la rutina diaria, bien entrado el sol venían a limpiar, cambiaban el aserrín y las camas, sacaban a los infectados o nos movían a jaulas más grandes de redes metálicas con formas de colores indescriptibles, que al parecer formaban parte de su locución que nunca aprendimos a decodificar, de las cuales era difícil escapar, nunca pudieron imaginar que tras sus rasgadas pupilas y el movimiento pendular de la cola se ocultaban no tanto la avidez del desbande colectivo, sino más bien las evocaciones de libertad ilimitada que siglos de evolución no habían logrado sosegar.
La fatalidad también había perseguido con mayor antipatía al Rayado, surcos de piel rosada prevalecían sobre el pelambre naturalmente blanco, la extraña composición de frío polar de los amaneceres lluviosos y húmedos con el aire estancado de nuestros orines exaltados por el calor ecuatorial de los mediodías, habían disfrazado su moderada inteligencia por sosegada idiotez, es por eso que muchas veces le descubrimos persiguiendo el péndulo infinito, guardián de un mecanismo aun cautivo para nosotros.
Yo vine con toda mi familia, a mis hermanos (cuando abrimos los ojos descubrimos aquella ausencia remota, disoluta, que algunos llaman orfandad) se los llevaron cuando empezaban a reverdecer las flores y el musgo comenzaba a crecer por entre los resquicios de las baldosas coloreadas, la estancia estaba formada por celdas con símbolos parecidos a las sombras que proyectaba la casa inicial, de este lado estaban nuestras jaulas, del frente quedaban las de los perros, los más jóvenes solían sacudir los bigotes y mostrarles la palma pintada de un rosado imberbe, entonces los mastines rompían el aparente silencio con un latigazo de ladridos que rebotaban por el frente de la calle principal perdiéndose por el fondo del pórtico, en uno de los extremos, presumo, quedaban las jaulas de los pájaros, pues veíamos desfilar aves con distintas formas y colores que variaban del verde musgo que circundaban las baldosas, pasaban por el amarillo de las flores que rodeaban nuestras jaulas y terminaban en el azul con el que habían rociado al Pintado, vimos también, aves maltrechas que con el único ojo iluminado, sobreviviente, suspiraban aires oriundos de edades tempranas y añoranzas de verdes perpetuos, vimos animales extraños con medios-caparazones prehistóricos cuya cabeza terminaba en un par de dientes carniceros, vimos grandes lombrices de piel lustrosa cubiertas por escamas parecidas a las que tenían los pescados que nos gustaba acechar, nos vieron y un apéndice que salía y entraba de su embocadura nos recordó el péndulo interminable que colgaba de nuestra jaula, vimos bestias con cachos que brotaban de debajo de los pabellones, nos vieron y un interminable «beee» les salió del hocico, vimos imitadores con forma humana cubiertos de cerdas escarlata que tenían ojos lastimeros, cuya vanidad y orgullo habían sido quebrantados.
Nuestra jaula, de rasgos indescifrables y establecida redundancia, se organizaba de este modo, de este lado las camas servían de inútil protección para los desconfiados y los menos ávidos de aventuras, cubriendo de sombras con formas ignotas el fondo del recinto, del otro lado la mixtura de una cerca metálica y pórtico con mecanismos de cierre inextricables nos aislaban no sólo de la independencia codiciada sino también de los peligros que ésta conlleva, alguno en un atisbo de ingenuidad ordenó «ábrete sésamo», respondiéndole el eco de la medianoche en un interminable «miauuuu».
A un costado, los menos pulcros usaban el aserrín embebido de orines ajenos y propios cual coliseo romano, de cuya limpieza no dudaban pues formaban piruetas de complejidad envidiable, del otro costado duplas de jóvenes originales ensayaban sus primeras armas idílicas que bajo la luz cenital de la luna llena, se transformaban en aullidos, ahogados únicamente por el nacimiento de un nuevo día.
Un ciclo sobró para comprender el devenir del tiempo, las baldosas de luces caducadas, pintadas por la sombra torcida del sol, nos dispensaron los primeros indicios, cuando ésta tocaba con desprecio las primeras figuras, nuestros custodios escogían a los viejos y a los que, por obra de la Divinidad o destino, tenían marcado en su pelambre el color azabache (conveniente para oscuros fines), entonces nos trasformábamos en mudos observadores de fatídicos como sospechosos tránsitos obligatorios.
Por aquellos días aprendimos la razón de las periódicas travesías, el mecanismo no fue difícil, pues la sombra cómplice del astro rotaba sobre el patio cuadriculado, cuando éste llegaba al último de los divisores, combinado con la jornada de descanso, llegaban nuestros redentores, con ellos se fueron mi madre y algunos fulanos cómplices de pieza, no hubo tiempo para innecesarias despedidas ni lágrimas retardadoras.
Con la comprensión del tiempo la verdad fue develada, entonces la composición no fue laboriosa, cuando las postreras exhalaciones de la estrella quedaron cubiertas por el manto sutil de la nocturnidad y el celo guardián quedo limitado por el sopor natural del día trabajado, supimos que era el momento, esa vasta combinación secuencial de contingencias que algunos llaman Destino y cuyos dispositivos desconocemos, sumado a la veracidad del conocimiento adquirido y descubierto, nos bastó para convertir nuestras pezuñas en hábiles horquillas que trabajadas de este modo y de este otro, daban un abrazo fraterno a la emancipación, el instinto hizo lo demás.
La fortuita combinación del soplo emancipador, conformado por una saliente de mortero castigada por la humedad y el descuido, la herrumbre de la puerta y la desidia de nuestro centinela nos trajeron inmediatamente el resquicio salvador.
Seguimos caminando sigilosamente por la saliente de este muro perpetuo y la comprensión fue natural, no porque realmente fuese así, pero la chocante consonancia de nuestros universos salto a la vista, en nuestro orbe de péndulos infinitos y de migas remojadas en leche, de aserrín con hedor a orina que sube por nuestras trompas, abundan los fulanos espantados que se esconden inútilmente, menganos opresores que se llevan la mejor parte, y, estamos los zutanos que creemos en la libertad, la Nueva era y en las conspiraciones urdidas por perenganos, si, nuestro mundo no es distinto al suyo.
De a ratos volvemos la vista para mirar el tapete de luces multicolores, adelante el horizonte termina en un zigzagueante angostillo plomizo, por el cual vimos más de una vez salir el Sol.
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Desde lo alto, una paloma soñolienta divaga; por un muro perpetuo colindante con un angostillo plomizo, caminan en fila un gato azul, otro blanco y otro negro de mirada reflexiva, de este lado, dos paisanos ensayan piruetas, de aquel lado, en esa casa de adobes y ventanas metálicas, Francisca, sentada en un sillón gastado, le grita a Pedro: ¡Mete a ese gato, ya está viniendo el frío!