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¿Por qué será que vamos a hacer terapia de pareja cuando ya está todo perdido?

¿Para qué hacemos todo ese teatro ridículo cuando nuestro corazón ya decidió?

¿Para quedarnos con la conciencia tranquila y mostrarles a los demás y a nuestra inexorable futura ex que hicimos todos los esfuerzos?

Freud aconsejaba a sus discípulos prestar especial atención a las palabras que decían sus pacientes cuando se estaban despidiendo;

-Es muy probable que sea lo más importante; aquello de lo que quisieron hablar durante toda la sesión y no se animaron a expresarlo…

Cuando escuché esa historia me reí para mis adentros. Después de todo, sabía que decir algo al final de la sesión era mucho mejor que ni siquiera decirlo ahí.

-¿Que los trae por acá?, nos preguntó el terapeuta.

Mi esposa y yo nos miramos, haciéndonos una mueca que no calificaba como risa. ¿Por dónde empezar?


Sintiendo la responsabilidad porque el hombre es quien tiene que liderar, sostener y todas esas estupideces, ensayé una respuesta:

-Hace bastante tiempo que estamos en crisis. No nos entendemos; como si habláramos dos idiomas distintos. Parecemos los constructores de la Torre de Babel: yo digo raqueta y ella me contesta apio. Ella dice Sídney y yo le respondo cinturón…

El terapeuta, un señor mayor, se rió.

-¿Y cuáles son los motivos más frecuentes de peleas?, pregunto apurando el paso.

Uff, que fiaca, pensé para mis adentros. ¿Le vamos a tener que explicar todo a este caballero? A su vez, una pregunta me interpelaba el alma.

Llevaba un año con un tórrido romance que había socavado toda la estructura de mi matrimonio. Como aconsejaban todos los manuales y los amigos, eso nunca se le podía contar a la pareja. Era un camino sin retorno. Una herida al narcisismo, del que nadie puede recuperarse.

Me habían recomendado a este terapeuta especializado en parejas, con cuarenta años de experiencia en la materia. Accedí a ir, aun sabiendo que no podría hablar de lo central: estaba enamorado de otra mujer. Y si uno no va a hablar de lo único que le duele y preocupa; ¿de qué habla? Para qué va?

Con la ayuda de mi mujer, le explicamos un poco la situación. Los dos lo hicimos en un marco de respeto. Tanto, que más que una pareja que había tenido mucho sexo, parecíamos dos embajadores. Nadie quería lastimar al otro, aunque para lograrlo, nos pusiéramos a una distancia incompatible con la vida.

Terminó la primera sesión en paz y ambos salimos en silencio. Nos fuimos a tomar un cafecito, contentos de intentarlo y de que la conversación no hubiera desencadenado uno de esos abismos que teníamos frecuentemente.

Una tarde, mientras veíamos una película de dibujos animados, mi hija de seis años me dijo:

-¡Están enamorados!

-¿Y vos cómo te das cuenta?, le pregunté.

-¡Porque juegan y se divierten!, me dijo sin dimensionar hasta qué punto acababa de exponerme contra mi cruel realidad. ¿Cuánto hacía que no jugaba y me divertía con mi esposa? Con la única que jugaba y me divertía era con Greta.

Los días pasaban y si bien estaba contento por hacer el esfuerzo de empezar una terapia de pareja, también me sentía mal. Una parte mía no quería que nada se arreglara. Si reencauzaba mi matrimonio iba a tener que abandonar a Greta y eso era algo que me resultaba totalmente intolerable.

-¿Hay o hubo terceros?, preguntó el terapeuta en una sesión.

Mi alma se estremeció. Tuve el impulso de contarle la verdad a él y a mi esposa. Dejar la clandestinidad, la doble vida, la escisión. Liberarme. Mi mente me recordó que eso no era posible. ¿Para qué formulaba una pregunta tan directa? ¿Era posible que el terapeuta fuera tan grande y tan pelotudo? Los temas sensibles de la vida rara vez pueden ser abordados en forma directa. Hay que acercarse en puntas de pie, casi accidental. Este infeliz creería que yo le iba a contestar:

-Si doctor, hace un año y medio que me estoy cogiendo a otra.

-No, contestamos al unísono con mi mujer.

Con el tiempo supe que ella también había engañado. ¿Se habría sentido igual de mal que yo? ¿O será que ellas son más aptas para tolerar las contradicciones?

Después de algunas sesiones el terapeuta entendía un poco los síntomas, que no eran ni más ni menos que mi enojo porque mi mujer viviera para el trabajo y los hijos, y no reparara en mí.

Yo sabía que eso era media verdad, y que la otra mitad, la más importante, era que mi esposa representaba un obstáculo insalvable a la felicidad perfecta de estar con mi amor prohibido.

Algunos pocos amigos que estaban al tanto de mi pequeño calvario me decían que era al revés; como ella no te da bola, te enamoraste mal de otra mujer. Si te hubiera cuidado un poco, no te habría pasado esto. -El que come bien en casa no necesita comer afuera, me decían.

Aunque los escuchaba sentía que en mi caso esa frase no era cierta. O sea, era un hecho objetivo que mi esposa no tenía energía ni tiempo para mí; pero yo creía que aunque lo hubiera tenido, mi enamoramiento y crisis fulminante habrían sucedido igual.

Pasaron algunos meses y la terapia de pareja no iba para atrás ni para adelante. Varias sesiones iba yo solo porque mi esposa estaba de viaje. Aunque estaba tentado de contarle todo al terapeuta, no lo hacía por temor a que como era un hombre mayor, se confundiera. El solo hecho de imaginar que en alguna sesión de le cruzaran los cables y mi esposa se enterara de la verdad de la peor forma, me decidió a mantener mi secreto. Igual, no podía evitar preguntarme para qué vamos a terapia si no podemos hablar de lo único que nos importa.

Como mi esposa ya faltaba la mitad de las sesiones por viajes de trabajo, le dije:

-Suspendamos. La terapia de pareja es de pareja, y la mitad de las veces voy solo. ¿Qué sentido tiene?, le pregunté haciéndola responsable de la interrupción de las sesiones y la profundización de nuestra crisis.

Ella me miró con miedo. Sabía que estábamos dejando escapar una de las últimas chances que nos quedaban.

Pobre, ella estaba en una encrucijada. No quería perder nuestro matrimonio pero por su propia historia, tampoco podía dejar ese trabajo tan demandante.

Como tantas personas, había sufrido en su infancia y su forma de sobrevivir a todas las carencias, era trabajar como una enajenada. Necesitaba asegurarse un buen pasar y no depender de hombres que pueden ser incapaces de mantener a una familia, o abandonar a sus esposas cuando menos se lo esperan.

El tiempo siguió pasando y nuestro infierno parecía no tener fondo. Como esa ley de Murphy que dice “no hay nada suficientemente malo que no pueda empeorar aún más…” Por esos entonces ya no podíamos hablar de nada. Ya no era que no nos entendíamos; todo lo que hacía el otro nos fastidiaba o enojaba. ¿Era posible que nuestro amor se hubiera transformado en eso? Solo había algo que nos ataba: nuestros hijos. Nada menos.

Meses después de abandonar la terapia de pareja yo había vuelto solo a ver a aquel terapeuta. Más allá de su estúpida pregunta acerca de si había terceros, me había parecido un tipo lúcido. Y después de todo, no era su culpa no lograr buenos resultados cuando mi mujer faltaba la mitad de las sesiones y yo no le contaba que estaba enamorado de otra mujer.

Después de otro año en los que seguimos cayendo a niveles que nunca imaginé que llegaríamos como pareja, tomé la decisión de irme de casa. No había margen de seguir viviendo así. Mi único dilema era contar mi verdad, o no hacerlo. Los pocos amigos con los que hablé el tema, me recomendaron fuertemente ocultar mi romance para protegerla. Yo, sin embargo, sentía que tantos años compartidos se merecían la verdad. Creía que la verdad puede ser muy dolorosa, pero sobre ella se puede construir.

Le propuse salir a cenar. Apenas salimos caminando, le dije:

-Me voy a ir de casa.

Caminamos una cuadra en silencio. Después de todo, no era algo que no se lo viera venir.

-Una cosa es hablar de la muerte y otra distinta es morirse, me dijo lacónica.

Dos cuadras después, le dije:

-Estoy enamorado de otra mujer.

Siete cuadras de silencio después, nos sentamos en un bar.

-¿La conozco?

-Es Greta, dije ahorrándome los preámbulos.

-¡Cómo me cagaron!

Greta no era su amiga, sino mía. Pero parecía que el hecho de que los matrimonios hubiéramos salido algunas veces juntos, habilitaba a catalogarla como traición agravada.

Después de una conversación que fue una montaña rusa, y en la que pasamos de la desolación a la locura, del amor al odio, después de hacer el amor me preguntó:

-¿Querés pelearla?

¿Cómo no hacerlo? Tantos años juntos, dos hijos…

-Obvio, le dije convencido mientras la abrazaba.

Pocos días después mi mujer me pidió retomar la terapia de pareja. Yo lo venía viendo a solas, así que en el siguiente turno me aparecí con ella. Le contamos al terapeuta que ahora estaba toda la información sobre la mesa. Todas las siguientes sesiones fueron difíciles. Mi esposa estaba muy lastimada y a su vez, yo no podía dejar de sentir que era el obstáculo a mi felicidad.

¿Cómo podría salir algo bueno de esa terapia? El tiempo pasaba y parecía que el curso de nuestra historia no podía torcerse.

Después de algunas sesiones más, volvimos a suspender. Mi mujer se enojó con el terapeuta, porque según ella, él no se daba cuenta de que era todo culpa mía.

A estas alturas, el tema ya no era la infidelidad, sino que estuviera muy enamorado de otra persona. De hecho, en las conversaciones fatales que siguieron a mi sincericidio, ella me contó que se había reencontrado y acostado con un viejo novio. Peor aún, frustrada por verme tan enganchado con otra mujer y que no pudiera priorizar por nuestra familia, me confesó que ella también había tenido un fuerte romance con otro señor, al año siguiente de que nos casáramos. Pero que había podido cortarlo. Yo en cambio, era débil.

Cuando me lo contó me reí. Ella se enojó pensando que me burlaba, cuando en realidad me estaba riendo de mí mismo.

-Qué ingenuos que somos los hombres, que no nos enteramos de nada, pensé.

Seguimos agonizando unos meses más. Finalmente, me fui de casa.

La primer noche paré en un departamento que me prestó un amigo. Mientras me daba un baño de inmersión para aflojarme un poco, me acordé de la película “el último samurai”.

-¿Puede un hombre cambiar el destino?, le preguntó el joven al maestro.

-No lo sé, fue la honesta respuesta del samurai.

-Lo que sí sé, es que debe luchar con todas sus fuerzas hasta que el mismo le sea revelado.