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De 1930 a la muerte de Stalin en 1953 el gobierno de la Unión Soviética estableció una agencia destinada a la organización de campos de trabajos forzados por todo el país. Su nombre ha quedado para la historia universal de la infamia: el Gulag. GULag eran las siglas de la Dirección de Campos de Trabajo pero los prisioneros que pasaban por esos campos lo denominaron “el triturador de carne”. La obra de Aleksandr Solzhenitsyn “Archipiélago Gulag” hizo llegar a Occidente la tragedia por la que pasaron catorce millones de delincuentes comunes y presos políticos.Otros seis o siete millones fueron deportados a áreas remotas y otros cuatro o cinco millones pasaron por “colonias de trabajo”. Por poner un ejemplo de las condiciones de vida en los campos del Gulag, de los 10.000-12.000 jóvenes polacos enviados a Kolyma en 1940-1941 solo 583 seguían vivos en 1942.

En 1954, los nuevos dirigentes del Presídium Supremo de la URSS comenzaron las rehabilitaciones de los presos del Gulag que habían sobrevivido pero pronto surgió un nuevo sistema de represión política: las psikhushkas o psicoprisiones. El punto de partida era claro, cualquier pensamiento “desviado”, una disidencia, era un síntoma inequívoco de desequilibrio mental. Como el propio Nikita Khruschev dijo en 1959 “podemos decir con claridad de aquellos que se oponen al comunismo que su estado mental no es normal”. Los pensamientos de la jerarquía política se extendieron con rapidez y rotundidad al ámbito sanitario. De una forma implícita primero y explícita después, los conceptos, definiciones y criterios diagnósticos de las enfermedades mentales se ampliaron para poder incluir bajo ese amplio paraguas teórico y práctico la desobediencia política.




Un alto oficial de la KGB, Andrey Vyshinsky organizó el uso de la psiquiatría con un doble objetivo: aplastar la disidencia y mandar una poderosa advertencia a cualquiera que tuviera dudas. La base teórica de los responsables del Politburó era muy sencilla: cualquier persona que se opusiera al régimen soviético no podía estar bien de la cabeza puesto que ningún ciudadano en sus cabales se opondría al mejor sistema político del mundo.

El tratamiento psiquiátrico de los disidentes coincidió con el aumento del poder de la KGB, la policía secreta del estado soviético. Tras la II Guerra Mundial, y la incautación de información de los campos nazis y sus terribles experimentos se avivó el interés por el posible uso político de la medicina. La ventaja de la psiquiatría es que tiene una capacidad de control sobre la vida personal mucho mayor que cualquier otra especialidad médica. El diagnóstico de enfermedad mental permitía excluir la opinión del supuesto paciente sobre su diagnóstico y tratamiento, despreciar sus protestas e imponer cualquier tipo de terapia mientras se proclamaba el mejor interés de la persona y las necesidades de la sociedad en su conjunto.




El sistema convirtió la psiquiatría en un arma contra los “contrarrevolucionarios”. Los servicios de salud mental se organizaron en un sistema doble, una parte en la cual la psiquiatría se utilizaba para la represión política, cuya cabeza era el Instituto Nacional Serbsky para la Psiquiatría Social y Forense de Moscú y un sistema más homologable con Occidente con una psiquiatría más “normal” que encabezó el Instituto Psiconeurológico de Leningrado. Ambas instituciones eran la cabeza de cientos de hospitales psiquiátricos.

Los profesores Andrei Snezhnevsky y Marat Vartanyan, psiquiatras del Instituto Serbsky describieron la disidencia como “una forma progresiva de esquizofrenia que no deja síntomas en el intelecto o el comportamiento hacia el exterior, pero que causa un comportamiento que es antisocial o anormal.” Los disidentes de la nueva generación tras la época del Gulag se denominaban a sí mismos “prisioneros de conciencia” y empezaron a ser internados en hospitales psiquiátricos en las décadas de 1960 y de 1970. El internamiento les privaba de derechos y también les desacreditaba y les privaba de apoyos tanto en el interior del país como en los países occidentales. ¿Quién podía oponerse a la hospitalización de un enfermo?




De este modo, todos aquellos que se oponían al régimen recibían un diagnóstico de enfermedad psiquiátrica y un tratamiento que eran normalmente fármacos poderosos como tranquilizantes y antipsicóticos, lo que se denominó la camisa de fuerza química. Aquellos que seguían mostrando señales de resistencia o como decían los responsables, de desadaptación, recibían dosis aún más potentes o se les administraban inyecciones de insulina que causaban un coma hipoglucémico y un estado de choque. Otros eran atados a la cama o envueltos en sábanas empapadas que al secarse, causaban un fuerte dolor. Finalmente hay informes del uso desmedido de electrochoques o de punciones lumbares inhumanas. De ese modo, ciudadanos perfectamente sanos pero desafectos al régimen comunista, que eran considerados un problema, una carga y una amenaza, fueron diagnosticados como enfermos mentales, puestos bajo la tutela del Estado, retirados de la vida comunitaria e internados durante años, manipulados farmacológicamente y, literalmente, torturados. El resto de la población podía ver hacia donde llevaba la disidencia con el régimen.

Por poner un ejemplo, Konstantin Päts, el presidente de Estonia en la ocupación soviética fue deportado a Leningrado en 1940 y condenado a prisión en 1941 por sabotaje contra-revolucionario y propaganda antisoviética. En 1952 fue sometido a una hospitalización forzosa en un psiquiátrico por su “persistente declaración de ser el presidente de Estonia”. Fue trasladado a distintos hospitales para enfermos mentales hasta su muerte el 18 de enero de 1956.




El terrible sistema de las psicoprisiones se puso en cuestión cuando el exterior empezó a saber lo que estaba pasando dentro de las fronteras de la Unión Soviética. En 1965 Valery Tarsis escribió su autobiografía titulada “Pabellón 7: una novela autobiográfica” y en 1971 Vladimir Bukovsky, disidente, biólogo, neurofisiólogo y autor junto a otro psiquiatra represaliado Semyon Gluzman de un “Manual de Psiquiatría para disidentes” consiguió sacar a escondidas un informe de 150 páginas denunciando los abusos que se estaban cometiendo y seis historias clínicas, pidiendo a “psiquiatras occidentales” que las revisaran y comunicaran si estaban de acuerdo con el régimen de aislamiento impuesto a esos pacientes. Cuarenta y cuatro psiquiatras europeos mandaron una carta a The Times expresando sus serias dudas sobre esas seis personas. La primera condena oficial de estos abusos tuvo lugar el 30 de agosto de 1977 cuando la Asamblea general de la Organización Psiquiátrica Mundial (WPA) condenó el “abuso sistemático de la psiquiatría con motivos políticos en la URSS“.

Estas publicaciones y el alcance internacional de activistas como Alexander Solzhenitsyn y Andrei Sakharov desembocaron no en una eliminación de las psikhushkas sino en una nueva etapa de represión. Yuri Andropov, el jefe de la KGB que posteriormente ascendería al puesto de Primer Ministro reclamó una lucha renovada contra “los disidentes y sus amos imperialistas”. Para eso puso en marcha un nuevo plan iniciado en 1969 que continuó aprovechando la psiquiatría como herramienta de represión. Específicamente, publicó un decreto sobre “Medidas para prevenir el comportamiento peligroso por parte de personas con enfermedades mentales”. Los psiquiatras fueron dotados de amplios poderes a cambio de diagnosticar e internar a cualquiera que encajase en la descripción de un agitador político. Eso convirtió a los médicos no solo en responsables de los arrestos sino también de los interrogatorios. El diagnóstico psiquiátrico aceleraba el proceso represivo y evitaba “molestias” como los procesos judiciales o las sentencias públicas.




Al mismo tiempo el sistema construía su propio armazón de mentiras. El encarcelamiento en un hospital psiquiátrico de un disidente debía seguir de la forma más parecida posible el modelo de tratamiento de cualquier otro enfermo mental. Un grupo de psiquiatras del régimen facilitaba la tarea proporcionando listas de síntomas que podían utilizarse para la elaboración de un diagnóstico.

El más ampliamente utilizado fue una característica denominada “esquizofrenia indolente”, un trastorno psicológico definido por el mismo Andrei Snezhnevsky anteriormente citado. Este diagnóstico calificaba la disidencia política como un fallo para valorar correctamente la realidad, algo que podía aplicarse a cualquiera que no siguiera la línea oficial. Específicamente, la situación mental del disidente fue descrita como “un tipo continuo de esquizofrenia que se define como refractaria y que cursa con una progresión que puede ser rápida (maligna) o lenta (indolente) y que tiene mal pronóstico en ambos casos.”




Era por tanto un trastorno sutil, pernicioso, que no podía ser curado. Además se dijo a los psiquiatras que buscaran otros síntomas como psicopatías, hipocondría o ansiedad y toda otra serie de señales donde la intencionalidad política era aún más evidente, identificando rasgos socialmente reprobables como el pesimismo, la mala adaptación social, el conflicto con la autoridad, los “delirios de reformas”, la perseverancia en los errores y las supuestas ideas de “lucha por la verdad y la justicia”. Se hizo saber también que los síntomas de esta esquizofrenia indolente eran difíciles de detectar y que para el ojo poco entrenado podían pasar por personas “casi sanas”.

El número de personas afectadas está por determinar. En los archivos de la Asociación Internacional sobre el Uso Político de la Psiquiatría se ha identificado un mínimo de 20.000 ciudadanos que fueron hospitalizados por razones políticas, pero ese número se considera muy inferior a la realidad. De hecho, con la subida al poder de Mikhail Gorbachev en la década de 1980, se fue abandonando esta práctica y se fueron liberando de las psicoprisiones a numerosos prisioneros políticos. El año 1986 se liberó a 19, a 64 el año siguiente, pero en 1988 se anunció que de los 5,5 millones de ciudadanos soviéticos que aparecían en los registros psiquiátricos, más del 30% serían eliminados de las listas. Un año más tarde se volvieron a revisar estos archivos y se encontró que el número se acercaba a más de 10,2 millones de personas inscritos en “dispensarios psiconeurológicos” para los que había un total de 335.200 camas hospitalarias.