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Me piden que hable de testimonios de civilización en un país que todos perciben al borde del abismo, pero vengo a contarles una historia sencilla. Una historia poco intelectual. Una historia de conversión. La historia de alguien que no fue criado con rituales, que no los heredó; pero que heredó una experiencia humana que lo invitó a vivir humanamente. La historia de un hombre que llegó a la adultez sin muchos prejuicios y rituales impuestos. Y así, en Cristo, descubrió la respuesta
Mi historia
A mediados del 2009 mi esposa y yo, luego de una larga y fructífera vida profesional en Caracas, capital de Venezuela, decidimos mudarnos a la isla de Margarita. Lo hicimos por amor al mar y por la certeza de que éste, que no era el primer matrimonio para ambos, nos iba a agarrar viejitos; y es más bonito ser viejito frente al mar. No huíamos de nada.
Cuando llegamos a la isla yo era muy famoso en Venezuela. Para ese momento tenía 6 años saliendo todos los días en televisión con mi programa de cocina, tenía un programa de radio nacional y escribía una columna en el principal diario del país.
La isla era la posibilidad de hacer las cosas en solitario, sin tanta fama alrededor. Mi esposa y yo somos tímidos y podemos pasar semanas solos en casa. Hablamos mucho entre nosotros, jugamos Scrabble, vemos películas, vamos solos a la playa. No somos antisociales, sino retraídos y nos va bien como compañía.
¡La isla resultó una bendición en ese sentido! Casi no conocíamos gente y, por no ser capital, la vida social es menor. Habíamos llegado a un lugar perfecto para una pareja solitaria con poco entrenamiento gregario.