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Con demasiada frecuencia se suele abusar, en el mundo de la Fórmula 1, de la expresión “carrera loca”, pero el término no pudo ser más acertado en el Gran Premio de Mónaco que se disputó el 19 de mayo de 1996. Tras la clasificación, los aficionados de Ferrari empezaron a soñar con la victoria gracias a la fabulosa actuación de Michael Schumacher, que había logrado la pole con su F310 por no menos de medio segundo de ventaja sobre el líder del Mundial, el Williams de Damon Hill. Eddie Irvine, con el segundo Ferrari, solo pudo clasificarse en séptima posición, a 1,186 segundos de su compañero.

En la salida de la carrera, sobre mojado, Michael estuvo lento, cediendo el liderato a Hill en Santa Devota. Schumacher, en el frenesí de la persecución, cometió un error poco frecuente: se subió al piano mojado de la entrada en la curva de Portier y su monoplaza se deslizó y se cruzó, acabando contra las barreras.

La carrera fue una auténtica hecatombe, con un abandono tras otro: Hill rompió el motor de su coche, dejando el liderato al Benetton de Jean Alesi. Poco después, el francés acabó golpeando un guardarraíl con una de sus ruedas traseras y tuvo que retirarse. Entonces fue cuando Irvine se encontró cruzado en mitad de la pista con su Ferrari; al intentar continuar, fue golpeado por el McLaren de Mika Hakkinen y el Tyrrel de Mika Salo, viéndose los tres obligados a abandonar la prueba.

A falta de seis vueltas para el final, tan solo quedaban cuatro coches en pista: el Ligier del francés Olivier Panis, que acabó ganando (dándole a la escuadra francesa su primera victoria en 14 años), David Coulthard con el McLaren y los Sauber de Johnny Herbert y Heinz Harald Frentzen.

Una anécdota: se puede decir que un poco de Michael Schumacher estuvo en el podio de aquella carrera, dado que le había prestado a Coulthard uno de sus cascos, al no contar el escocés con un buen sistema que evitara que el visor se empañara…